lunes, 25 de agosto de 2014

Grandes ideas de la Ciencia

Grandes ideas de la Ciencia
Isaac Asimov
Libros maravillosos


TALES DE MILETO:
Biografía. Filósofo griego, uno de los siete sabios de Grecia. Nacido en 639 a. de Cristo y muerto en Mileto (Asia Menor) en 548 a. de Cristo. Algunos escritores pretenden que nació en Fenicia, y otros suponen que era natural de Mileto.
 
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Tales de Mileto. (639? AC – 548? AC)
 
La mayoría de los historiadores nos lo presentan como genuino milesio. Sin embargo, según Diógenes Laercio, importante historiador griego, fue admitido en la ciudad jonia de Mileto, a orillas del Mar Egeo después de ser expulsado de Fenicia junto con Nileo. 001 Tales de Mileto. (639? AC – 548? AC) Descendiente de Agenor, a juicio de Platón, dedicóse Tales, en sus primeros años, a los negocios públicos, y desempeñó algunos cargos importantes, pero no tardó mucho en abandonar aquella senda para consagrarse por completo al estudio. Aristóteles, por su parte, cuenta en su Política que también se destacó en el área de las finanzas, una vez que, habiendo predicho (gracias a sus conocimientos astronómicos) cómo sería la cosecha de aceitunas, compró durante el invierno todas las prensas de aceite de Mileto y Quíos y las alquiló al llegar la época de la recolección, acumulando una gran fortuna y mostrando así que los filósofos pueden ser ricos si lo desean, pero que su ambición es bien distinta. Con propósitos de negocios, visitó Creta, parte del Asia y Egipto, suponiéndose, no sin fundamento, que en este último país adquirió nociones científicas que sirvieron de sólida base a sus conocimientos. Se le considera como el creador de la Física, de la Geometría y de la Astronomía, pero indudablemente fui el primer filósofo griego que hizo aplicación de estas ciencias. Se dice que midió la altura de las pirámides por su sombra, que descubrió algunas de las propiedades del triángulo esférico y que demostró la igualdad de los dos ángulos adyacentes a la base del triángulo isósceles. Estableciendo la teoría de los eclipses, predijo el de Sol, acaecido en 609. A pesar de considerar el agua como elemento constitutivo de todas las cosas, no parece que negara la intervención de una potencia inmaterial, que pudiera considerarse como el preludio del reconocimiento del alma. Tanto Heródoto (I, 170) como Diógenes Laercio (I, 25) lo señalan como un sabio consejero político de jonios y lidios. Laercio afirma que algunos como el poeta Corilio declararon que fue el primero en sostener la inmortalidad del alma, que, según nos refiere Aristóteles, es para Tales una fuerza motriz. También refiere Heródoto (I, 75) que logró desviar el río Halys para que fuera cruzado por el ejército de Creso. Había adquirido parte de su ciencia entre los sacerdotes egipcios, y en 587 fijó su residencia en Mileto, en donde fundó una escuela famosa. Fue uno de los primeros a quienes llamaron la atención las atracciones y repulsiones producidas por el succino o ámbar amarillo al ser frotado por una tela de lana ó trozo de gamuza, base de los grandes descubrimientos eléctricos que hoy nos admiran. Se le atribuye la máxima Nosce te ipsum (conócete a ti mismo), y sin visos de verosimilitud se consideran también como suyos algunos escritos, entre otros unos versos en que se da a conocer la Osa menor. Como astrónomo fue más célebre, predijo el eclipse total de sol visible en Asia Menor, como asimismo se cree que descubrió la constelación de la Osa Menor y que consideraba a la Luna 700 veces menor que el sol. También se cree que conoció la carrera del sol de un trópico a otro. Explicó los eclipses de sol y de luna. Finalmente creía que el año tenía 365 días. A Tales se le atribuyen 5 teoremas de la geometría elemental: 1.Los ángulos de la base de un triángulo isósceles son iguales 2.Un circulo es bisectado por algún diámetro 3.Los ángulos entre dos líneas rectas que se cortan son iguales 4.Dos triángulos son congruentes si ellos tienen dos ángulos y un lado igual. 5.Todo ángulo inscrito en una semicircunferencia es recto Apolodoro, en su “Cronología”, afirma que murió a la edad de setenta y ocho años. Sin embargo, Sosícrates asegura que murió en la olimpiada LVIII, a la edad de noventa años. Sus doctrinas, transmitidas por Aristóteles, Diógenes Laercio y Cicerón, pueden conocerse extensamente consultando las obras siguientes: De dogmatibus Thaletis Milesii et Anaxagorœ, de Plouquet; De aqud, principio Thaletis, de Müller; De Theismê Thaleti abjudicando, de Flatt, etc. * * * ¿De qué está compuesto el universo? Esa pregunta, tan importante, se la planteó hacia el año 600 A. C. el pensador griego Tales, y dio una solución falsa: «Todas las cosas son agua». La idea, además de incorrecta, tampoco era original del todo. Pero aún así es uno de los enunciados más importantes en la historia de la ciencia, porque sin él —u otro equivalente— no habría ni siquiera lo que hoy entendemos por «ciencia». La importancia de la solución que dio Tales se nos hará clara si examinamos cómo llegó a ella. A nadie le sorprenderá saber que este hombre que dijo que todas las cosas eran agua vivía en un puerto de mar. Mileto, que así se llamaba la ciudad, estaba situada en la costa oriental del Mar Egeo, que hoy pertenece a Turquía. Mileto ya no existe, pero en el año 600 A. C. era la ciudad más próspera del mundo de habla griega. Al borde del litoral No es impensable que Tales cavilase sobre la naturaleza del universo al borde del mar, con la mirada fija en el Egeo. Sabía que éste se abría hacia el sur en otro mar más grande, al que hoy llamamos Mediterráneo, y que se extendía cientos de millas hacia el Oeste. El Mediterráneo pasaba por un angosto estrecho (el de Gibraltar), vigilado por dos peñones rocosos que los griegos llamaban las Columnas de Hércules. Más allá de las Columnas de Hércules había un océano (el Atlántico), y los griegos creían que esta masa de agua circundaba los continentes de la Tierra por todas partes. El continente, la tierra firme, tenía, según Tales, la forma de un disco de algunos miles de millas de diámetro, flotando en medio de un océano infinito. Pero tampoco ignoraba que el continente propiamente dicho estaba surcado por las aguas. Había ríos que lo cruzaban, lagos diseminados aquí y allá y manantiales que surgían de sus entrañas. El agua se secaba y desaparecía en el aire, para convertirse luego otra vez en agua y caer en forma de lluvia. Había agua arriba, abajo y por todas partes. ¿Tierra compuesta de agua? Según él, los mismos cuerpos sólidos de la tierra firme estaban compuestos de agua, como creía haber comprobado de joven con sus propios ojos: viajando por Egipto había visto crecer el río Nilo; al retirarse las aguas, quedaba atrás un suelo fértil y rico. Y en el norte de Egipto, allí donde el Nilo moría en el mar, había una región de suelo blando formado por las aguas de las crecidas. (Esta zona tenía forma triangular, como la letra «delta» del alfabeto griego, por lo cual recibía el nombre de «delta del Nilo».) Al hilo de todos estos pensamientos Tales llegó a una conclusión que le parecía lógica: «Todo es agua». Ni qué decir tiene que estaba equivocado. El aire no es agua, y aunque el vapor de agua puede mezclarse con el aire, no por eso se transforma en él. Tampoco la tierra firme es agua; los ríos pueden arrastrar partículas de tierra desde las montañas a la planicie, pero esas partículas no son de agua. Tales «versus» Babilonia La idea de Tales, ya lo dijimos, no era del todo suya, pues tuvo su origen en Babilonia, otro de los países que había visitado de joven. La antigua civilización de Babilonia había llegado a importantes conclusiones en materia de astronomía y matemáticas, y estos resultados tuvieron por fuerza que fascinar a un pensador tan serio como Tales. Los babilonios creían que la tierra firme era un disco situado en un manantial de agua dulce, la cual afloraba aquí y allá a la superficie formando ríos, lagos y fuentes; y que alrededor de la tierra había agua salada por todas partes. Cualquiera diría que la idea era la misma que la de Tales, y que éste no hacía más que repetir las teorías babilónicas. ¡No del todo! Los babilonios, a diferencia de Tales, concebían el agua no como tal, sino como una colección de seres sobrenaturales. El agua dulce era el dios Apsu, el agua salada la diosa Tiamat, y entre ambos engendraron muchos otros dioses y diosas. (Los griegos tenían una idea parecida, pues pensaban que Okeanos, el dios del océano, era el padre de los dioses.) Según la mitología babilónica, entre Tiamat y sus descendientes hubo una guerra en la que, tras gigantesca batalla, Marduk, uno de los nuevos dioses, mató a Tiamat y la escindió en dos. Con una de las mitades hizo el cielo, con la otra la tierra firme. Esa era la respuesta que daban los babilonios a la pregunta « ¿de qué está compuesto el universo?». Tales se acercó a la misma solución desde un ángulo diferente. Su imagen del universo era distinta porque prescindía de dioses, diosas y grandes batallas entre seres sobrenaturales. Se limitó a decir: «Todas las cosas son agua». Tales tenía discípulos en Mileto y en ciudades vecinas de la costa egea. Doce de ellas componían una región que se llamaba Jonia, por la cual Tales y sus discípulos recibieron el nombre de «escuela jónica» Los jonios persistieron en su empeño de explicar el universo sin recurrir a seres divinos, iniciando así una tradición que ha perdurado hasta nuestros días. La importancia de la tradición jónica ¿Por qué fue tan importante el interpretar el universo sin recurrir a divinidades? La ciencia ¿podría haber surgido sin esa tradición? Imaginemos que el universo es producto de los dioses, que lo tienen a su merced y pueden hacer con él lo que se les antoje. Si tal diosa está enojada porque el templo erguido en su honor no es suficientemente grandioso, envía una plaga. Si un guerrero se halla en mal trance y reza al dios X y le promete sacrificarle reses, éste puede enviar una nube que le oculte de sus enemigos. No hay manera de prever el curso del universo: todo depende del capricho de los dioses. En la teoría de Tales y de sus discípulos no había divinidades que se inmiscuyeran en los designios del universo. El universo obraba exclusivamente de acuerdo con su propia naturaleza. Las plagas y las nubes eran producto de causas naturales solamente y no aparecían mientras no se hallaran presentes éstas últimas. La escuela de Tales llegó así a un supuesto básico: El universo se conduce de acuerdo con ciertas «leyes de la naturaleza» que no pueden alterarse. Este universo ¿es mejor que aquel otro que se mueve al son de las veleidades divinas? Si los dioses hacen y deshacen a su antojo, ¿quién es capaz de predecir lo que sucederá mañana? Bastaría que el «dios del Sol» estuviese enojado para que, a lo peor, no amaneciera el día siguiente. Mientras los hombres tuvieron fijada la mente en lo sobrenatural no vieron razón alguna para tratar de descifrar los designios del universo, prefiriendo idear modos y maneras de agradar a los dioses o de aplacarlos cuando se desataba su ira. Lo importante era construir templos y altares, inventar rezos y rituales de sacrificio, fabricar ídolos y hacer magia. Y lo malo es que nada podía descalificar este sistema. Porque supongamos que, pese a todo el ritual, sobrevenía la sequía o se desataba la plaga. Lo único que significaba aquello es que los curanderos habían incurrido en error u omitido algún rito; lo que tenían que hacer era volver a intentarlo, sacrificar más reses y rezar con más fruición. En cambio, si la hipótesis de Tales y de sus discípulos era correcta —si el universo funcionaba de acuerdo con leyes naturales que no variaban—, entonces sí que merecía la pena estudiar el universo, observar cómo se mueven las estrellas y cómo se desplazan las nubes, cómo cae la lluvia y cómo crecen las plantas, y además en la seguridad de que estas observaciones serían válidas siempre y de que no se verían alteradas inopinadamente por la voluntad de ningún dios. Y entonces sería posible establecer una serie de leyes elementales que describiesen la naturaleza general de las observaciones. La primera hipótesis de Tales condujo así a una segunda: la razón humana es capaz de esclarecer la naturaleza de las leyes que gobiernan el universo. La idea de ciencia Estos dos supuestos —el de que existen leyes de la naturaleza y el de que el hombre puede esclarecerlas mediante la razón— constituyen la «idea de ciencia». Pero ¡ojo!, son sólo eso, supuestos, y no pueden demostrarse; lo cual no es óbice para que desde Tales siempre haya habido hombres que han creído obstinadamente en ellos. La idea de ciencia estuvo a punto de desvanecerse en Europa tras la caída del Imperio Romano; pero no llegó a morir. Luego, en el siglo XVI, adquirió enorme empuje. Y hoy día, en la segunda mitad del siglo XX, se halla en pleno apogeo. El universo, todo hay que decirlo, es mucho más complejo de lo que Tales se imaginaba. Pero, aun así, hay leyes de la naturaleza que pueden expresarse con gran simplicidad y que son, según los conocimientos actuales, inmutables. La más importante de ellas quizá sea el «principio de conservación de la energía», que, expresado con pocas palabras, afirma lo siguiente: «La energía total del universo es constante». Una cierta incertidumbre La ciencia ha comprobado que el conocimiento tiene también sus límites. El físico alemán Werner Heisenberg elaboró en la década de los veinte un principio que se conoce por «principio de incertidumbre» y que afirma que es imposible determinar con exactitud la posición y la velocidad de un objeto en un instante dado. Se puede hallar una u otra con la precisión que se quiera, pero no ambas al mismo tiempo. ¿Hay que entender que el segundo supuesto de la ciencia es falso, que el hombre no puede adquirir conocimiento con el cual descifrar el enigma del universo? En absoluto, porque el principio de incertidumbre es, de suyo, una ley natural. La exactitud con la que podemos medir el universo tiene sus límites, nadie lo niega; pero la razón puede discernir esos límites, y la cabal comprensión de la incertidumbre permite conocer muchas cosas que, de otro modo, serían inexplicables. Así pues, la gran idea de Tales, la «idea de ciencia», es igual de válida hoy que hace unos 2.500 años, cuando la propuso el griego de Mileto.
 
 
Pitágoras y el número

PITÁGORASBiografía. Célebre filósofo griego nacido en Samos, isla del Mar Egeo, en el año de 569 antes de J. C. y murió en el año 470 antes de la era vulgar. Según afirman algunos, Delos fue le patria del gran filósofo. Tres son las principales vidas del gran maestro que han servido de base a sus biografías. La de Diógenes Laercio, en que se hilvanan todas las tradiciones y afirmaciones gratuitas de antiguos escritores no muy verídicos, es una compilación anecdótica donde no se puede distinguir con claridad lo que pertenece al campo de la Historia de lo puramente legendario y fantástico.
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Pitágoras, nacido en la isla de Samos, actual Grecia, 569? a.C. y muerto en Metaponto, hoy desaparecida, actual Italia, 470? a.C.

Porfirio y Jámblico, los otros dos biógrafos, pertenecen a la época Alejandrina, época en que la aspiración general de artistas y filósofos era fundir lo antiguo con lo nuevo, y el pensamiento de Pitágoras servía admirablemente para armonizar la idea cristiana con la cultura antigua. El elemento maravilloso palpita aún con más energía en las historias de Porfirio y Jámblico, y por esta razón la crítica moderna prefiere en sus investigaciones la biografía de Diógenes Laercio. Sin embargo, es necesario no perder de vista que tanto Diógenes como Porfirio y Jámblico son muy posteriores a Pitágoras, y no sólo ellos, sino también las fuentes a que acuden; así es que la crítica examina con gran detenimiento sus escritos a fin de escoger sólo lo que más concuerda con lo propio y característico de la naturaleza y sociedad humana en la época en que vivió Pitágoras, y con las monografías de las ciudades del Golfo Tarentino.
No hay tampoco gran copia de datos y noticias en lo que se refiere, no ya a la vida, sino a la doctrina de Pitágoras. Aquí, antes de hablar de sus doctrinas, se hará el resumen de su vida. Hay diversidad de opiniones sobre la raza a que Pitágoras perteneció: a pesar de nacer en tierras pobladas por jonios, se indica la posibilidad que sus antecesores pasaran a habitar en aquellas islas desde los países dorios. Su nacimiento está rodeado de prodigios; su vista penetra las tinieblas del porvenir y del pasado, como ser divino que había tomado forma humana para regir la vida de los mortales. Pero todo esto, y más aún, vale muy poco: a través de la leyenda y de la fábula, es preciso hallar lo que fue Pitágoras en su vida como hombre y en su ciencia y doctrina como filósofo, haciendo caso omiso de todo aquello que revista caracteres extraordinarios.
La educación de Pitágoras fue la propia de todo griego de su época; cultivábase el cuerpo y el espíritu, y así el hombre se formaba física e intelectualmente. Su padre Mnosario (tirio, tirreno ó de Lemnos, según diversas opiniones), era grabador o comerciante en metales y piedras preciosas, o tal vez ambas cosas, industria que, procurándole una vida desahogada, contribuyó a la mejor educación del hijo. Los maestros más afamados dirigieron los primeros pasos de Pitágoras, por quien los principios de la escuela jónica llegaron a ser conocidos muy a fondo. Como a todos los filósofos antiguos, atribúyenle sus biógrafos innumerables y remotos viajes a Egipto y comarcas orientales. Si Cambises lo hizo o no prisionero, si con este motivo visitó los principales centros de cultura del Asia Menor y conoció las doctrinas de Zoroastro, todo ello es muy inseguro y da motivo a afirmaciones completamente contradictorias, pues mientras unos se inclinan a admitir la posibilidad, cuando menos, de estos hechos, otros niegan de un modo absoluto toda relación de la filosofía itálica con la filosofía oriental.
Samos era una de las islas más comerciales de la antigüedad; el comercio era también la profesión de la familia de Pitágoras, y esto lleva a suponer un contacto frecuente con las ciudades del litoral de Asia Menor y Egipto; se consideraban, además, los viajes en aquellas edades como uno de los más eficaces medios de educación, y así lo dice y establece como precepto la misma escuela pitagórica. Dato verídico que permita afirmar rotundamente que Pitágoras viajó no lo hay, y mucho menos para decir cuáles fueron esos viajes; pero dadas las anteriores indicaciones, no es muy aventurado conceder algún crédito a las tradiciones conservadas por los biógrafos del filósofo de Samos. Créese que Pitágoras permaneció largos años en su país, que adquirió gran celebridad en Samos e islas contiguas, y que motivos políticos le obligaron a abandonar su patria. Desde las costas del Asia Menor, aqueos, dorios y jonios habían ido a establecerse en las tierras meridionales de Italia, donde fundaron un gran número de colonias, y una de las cuales fue la segunda patria de Pitágoras.
De cuarenta a cincuenta años de edad contaba el filósofo cuando desembarcó en Crotona, ciudad situada en el Golfo de Tarento, importantísima hasta el punto de obscurecer, según escritores alejandrinos, a las más notables del Oriente, y emporio de la civilización y del comercio en el Mar Mediterráneo.
La influencia de Pitágoras dejóse sentir desde el momento en que pisó aquellas playas, y fue debida principalmente a la palabra. Sus elocuentes discursos atraían a miles de crotoniatas, a quienes predicaba el abandono de los vicios y la necesidad que en todas las acciones humanas dominara una regla moral.
El hombre debía procurar ante todo ser hombre, y después ser semejante a Dios; llegar, en suma, a la mayor perfección posible. Así se explica como la sola presencia de Pitágoras determinó en poco tiempo grandes mudanzas en las costumbres de los habitantes de Crotona. En Grecia la Moral y la Política eran dos esferas tan concéntricas que casi se confundían; de cada regla moral brotaba una Constitución política. Y ¿qué cambios políticos causaron en Crotona las doctrinas morales de Pitágoras? Noticia histórica que plenamente satisfaga esta pregunta no se tiene; pero las luchas, vicisitudes y trágico fin de la escuela proporcionan algunos datos para el conocimiento del ideal político de Pitágoras.
La Constitución de Crotona era democrática; el pueblo elegía los magistrados y les pedía cuenta de sus actos al cesar en las funciones de gobierno. Llegó Pitágoras a Crotona, y al poco tiempo el gobierno de la ciudad se convirtió en aristocrático, porque siendo la Moral y la Ciencia el camino de la perfección humana era preciso respetar la autoridad científica y moral de los aristoi, los mejores, los más perfectos. La antigua democracia fue ahogada por este socialismo aristocrático. Para lograr tales fines acudió Pitágoras a medios legítimos e ilegítimos. Por ilegítimo se entiende todo aquello que tiende a sublimar, a divinizar la personalidad del maestro; así Pitágoras desaparecía y aparecía misteriosamente en Crotona, dominaba las leyes de la naturaleza y nada había para el imposible; penetraba los arcanos del porvenir, y cuando todos le creían muerto presentábase de nuevo y volvía a tomar la dirección política, moral y científica de los crotoniatas.
De los medios legítimos que empleó, el más decisivo fue la institución de la secta o colegio pitagórico, asociación formada por sus más entusiastas discípulos, que abandonaban los bienes en provecho de todos, estableciendo un régimen de comunidad material y espiritual, donde el pensamiento individual quedaba completamente anulado, sin que hubiera otro móvil, principio, regla ni propósito que la palabra del maestro: algo semejante a lo que después habían de ser los monasterios y sociedades secretas. Por estos medios, no sólo llegó Pitágoras a apoderarse de la vida entera de Crotona, sino que su influencia sintióse, y no poco, en las más importantes ciudades de la Italia meridional y en la misma Roma.
En Grecia, en la época de mayor florecimiento de las escuelas de Sócrates, en tiempos de Platón y de Aristóteles, todavía era visible el inmenso predominio que esos conventos pitagóricos habían ejercido en el desenvolvimiento moral e intelectual de las razas griegas. De 536 a 510 la influencia pitagórica fue la única en Italia. Sin embargo, el partido democrático no se avenía con la nueva la forma de gobierno, y en la vecina ciudad de Sibaris pudo vencer a los aristócratas ó pitagóricos, que buscaron refugio en Crotona.
El partido triunfante en Sibaris pidió la extradición de los fugitivos; los magistrados de Crotona, a instancias de Pitágoras, rechazaron la exigencia, y la guerra se declaró entre ambas ciudades.
Y cuando Sibaris había sido vencida y destruida por los crotoniatas, cuando parecía que la victoria iba a dar mayor vida y estabilidad al gobierno pitagórico, la democracia, acaudillada por Cilón, desafió otra vez, y dentro de los muros mismos de Crotona, a los sectarios de Pitágoras. Era este Cilón un ciudadano de carácter ambicioso e inquieto, que había pretendido ingresar en el orden pitagórico; mas Pitágoras, que con tan escrupulosa atención examinaba hasta los rasgos fisonómicos de los que aspiraban a conocer los secretos de su doctrina, negóse a los deseos de Cilón, y de aquí la enemistad del que pronto se hizo alma y jefe de la democracia.
Paso a paso los populares aumentaron sus conquistas políticas; lograron que la Asamblea fuera formada por individuos representantes de todas las clases sociales; consiguieron que los magistrados dieran cuenta al pueblo de sus actos, y llegó el momento en que pidieron ya desembozadamente la vuelta al antiguo régimen.
Dícese que entonces el pueblo rodeó el local donde se hallaba el Orden, lo incendió y dio muerte a Pitágoras y a la mayor parte de sus discípulos; creen otros que el maestro pudo huir a Metaponte y que allí se dejó morir de hambre, y hay también quien supone que permaneció en Crotona, donde dicen que murió tranquilamente entre los años 505 a 500 a. de J.C., y no en la fecha arriba citada.
¿Escribió Pitágoras? Casi todos los biógrafos le atribuyen varias obras, y citan hasta 16, entre ellas los famosos versos de oro. La crítica, sin negar absolutamente, sostiene hoy que no existen fragmentos pitagóricos, y que los así llamados, ni por las condiciones del lenguaje ni por las fuentes a que se refieren puede afirmarse que sean de Pitágoras. Los Aurea carmina son, a lo más, de alguno de sus discípulos inmediatos, y con interpolaciones hechas en las épocas alejandrina y cristiana. Es necesario también no olvidar que los filósofos griegos en este primer período miraban con soberano desdén la palabra escrita; veían en ella algo atentatorio a la libertad del pensamiento, y todo el éxito de sus doctrinas lo fiaban a la palabra hablada.
La palabra escrita era para ellos un cadáver, y así, en armonía con las ideas de su tiempo, nada tendría de extraño que Pitágoras hubiera renunciado a dar permanencia a sus doctrinas por medio de la escritura.
Y entonces, ¿a que fuentes acudir para el estudio del pitagorismo? Si las hay, escasas han de ser, porque era condición esencial de la escuela la incomunicabilidad del pensamiento, y no podían darse al público sin infringir el precepto.
Se sabe que Aristóteles escribió varios libros sobre el pitagorismo; pero estos libros no han llegado hasta nosotros, y hoy todas las fuentes antiguas para el conocimiento de tan importante escuela filosófica se reducen a los extractos de Stobeo, que ha conservado los fragmentos de Arquitas, los de Filolao y varias máximas morales; a las citas de Sexto Empírico, a las referencias contenidas en la Física, en la Meteorología y en el Tratado del Cielo de Aristóteles; a las indicaciones más completas que el mismo autor hace en los libros I y XIII de su Metafísica, y finalmente a citas aisladas y datos esparcidos en las obras de los principales escritores antiguos. Ninguno de los citados fue discípulo directo de Pitágoras, y en Arquitas, uno de los más próximos al tiempo en que floreció el filósofo de próximo se ve clara y palpable la influencia socrática, de donde resalta que lo enseñado como doctrina de Pitágoras tal vez no sea más que una evolución o transformación del verdadero pitagorismo.
* * *
No mucho después de la época en que Tales cavilaba sobre los misterios del universo, hace unos 2.500 años, había otro sabio griego que jugaba con cuerdas. Pitágoras, al igual que Tales, vivía en una ciudad costera, Crotona, en el sur de Italia; y lo mismo que él, no era precisamente un hombre del montón.
Las cuerdas con las que jugaba Pitágoras no eran cuerdas comunes y corrientes, sino recias, como las que se utilizaban en los instrumentos musicales del tipo de la lira. Pitágoras se había procurado cuerdas de diferentes longitudes, las había tensado y las pulsaba ahora una a una para producir distintas notas musicales.
Números musicales
Finalmente halló dos cuerdas que daban notas separadas por una octava; es decir, si una daba el do bajo, la otra daba el do agudo. Lo que cautivó a Pitágoras es que la cuerda que daba el do bajo era exactamente dos veces más larga que la del do agudo. La razón de longitudes de las dos cuerdas era de 2 a 1.
Volvió a experimentar y obtuvo otras dos cuerdas cuyas notas diferían en una «quinta»; una de las notas era un do, por ejemplo, y la otra un sol. La cuerda que producía la nota más baja era ahora exactamente vez y media más larga que la otra. La razón de las longitudes era de 3 a 2.
Como es lógico, los músicos griegos y de otros países sabían también fabricar cuerdas que diesen ciertas notas y las utilizaban en instrumentos musicales. Pero Pitágoras fue, que se sepa, el primer hombre en estudiar, no la música, sino el juego de longitudes que producía la música.
¿Por qué eran precisamente estas proporciones de números sencillos -2 a 1, 3 a 2, 4 a 3- las que originaban sonidos especialmente agradables? Cuando se elegían cuerdas cuyas longitudes guardaban proporciones menos simples -23 a 13, por ejemplo- la combinación de sonidos no era grata al oído.
Puede ser, quién sabe, que a Pitágoras se le ocurriera aquí una idea luminosa: que los números no eran simples herramientas para contar y medir, sino que gobernaban la música y hasta el universo entero.
Si los números eran tan importantes, valía la pena estudiarlos en sí mismos. Había que empezar a pensar, por ejemplo, en el número 2 a secas, no en dos hombres o dos manzanas. El número 2 era divisible por 2; era un número par. El número 3 no se podía dividir exactamente por 2; era un número impar. ¿Qué propiedades compartían todos los números pares? ¿Y los impares? Cabía empezar por el hecho de que la suma de dos números pares o de dos impares es siempre un número par, y la de un par y un impar es siempre impar.
O imaginemos que dibujásemos cada número como una colección de puntos. El 6 vendría representado por seis puntos; el 23, por veintitrés, etc. Espaciando regularmente los puntos se comprueba que ciertos números, conocidos por números triangulares, se pueden representar mediante triángulos equiláteros. Otros, llamados cuadrados, se pueden disponer en formaciones cuadradas.
Números triangulares
Pitágoras sabía que no todos los números de puntos se podían disponer en triángulo. De los que sí admitían esta formación, el más pequeño era el conjunto de un solo punto, equivalente al número triangular 1.
Para construir triángulos más grandes bastaba con ir añadiendo filas adicionales que corrieran paralelas a uno de los lados del triángulo. Colocando dos puntos más a un lado del triángulo de 1 punto se obtenía el triángulo de tres puntos, que representa el número 3. Y el triángulo de seis, que representa el número 6, se obtiene al añadir tres puntos más al triángulo de tres.
Los siguientes triángulos de la serie estaban constituidos por diez puntos (el triángulo de seis, más cuatro puntos), quince puntos (diez más cinco), veintiuno (quince más seis), etc. La serie de números triangulares era, por tanto, 1, 3, 6, 10, 15, 21,...
Al formar la serie de triángulos a base de añadir puntos, Pitágoras se percató de un hecho interesante, y es que para pasar de un triángulo al siguiente había que añadir siempre un punto más que la vez anterior (la letra cursiva así lo indica en los dos párrafos anteriores).
Dicho con otras palabras, era posible construir los triángulos, o los números triangulares, mediante una sucesión de sumas de números consecutivos:
1 = 1
3 = 1 + 2
6 = 1 + 2 + 3
10 = 1 + 2 + 3 + 4
15 = 1+ 2 + 3 + 4 + 5
21 = 1 + 2 + 3 + 4 + 5 + 6
… etcétera.
Números cuadrados
Si el triángulo tiene tres lados, el cuadrado tiene cuatro (y cuatro ángulos rectos, de 90 grados), por lo cual era de esperar que la sucesión de los números cuadrados fuese muy distinta de la de los triangulares. Ahora bien, un solo punto aislado encajaba igual de bien en un cuadrado que en un triángulo, de manera que la sucesión de cuadrados empezaba también por el número 1.
Los siguientes cuadrados se podían formar colocando orlas de puntos adicionales a lo largo de dos lados adyacentes del cuadrado anterior. Añadiendo tres puntos al cuadrado de uno se formaba un cuadrado de cuatro puntos, que representaba el número 4. Y el de nueve se obtenía de forma análoga, orlando con cinco puntos más el cuadrado de cuatro.
La secuencia proseguía con cuadrados de dieciséis puntos (el cuadrado de nueve, más siete puntos), veinticinco puntos (dieciséis más nueve), treinta y seis (veinticinco más once), etc. El resultado era la sucesión de números cuadrados: 1, 4, 9, 16, 25, 36,...
Como los triángulos crecían de manera regular, no le cogió de sorpresa a Pitágoras el que los cuadrados hicieran lo propio. El número de puntos añadidos a cada nuevo cuadrado era siempre un número impar, y siempre era dos puntos mayor que el número añadido la vez anterior. (Las cursivas vuelven a indicarlo.)
Dicho de otro modo, los números cuadrados podían formarse mediante una sucesión de sumas de números impares consecutivos:
1 = 1
4 = 1 + 3
9 = 1 + 3 + 5
16 = 1 + 3 + 5 + 7
25 = 1 + 3 + 5 + 7 + 9
… etcétera.
Los cuadrados también se podían construir a base de sumar dos números triangulares consecutivos:
4 = 1 + 3
9 = 3 + 6
16 = 6 + 10
25 = 10 + 15
… O multiplicando un número por sí mismo: 1 = 1 x 1; 4 = 2 x 2; 9 = 3 x 3;...
Este último método es una manera especialmente importante de formar cuadrados. Puesto que 9 = 3 x 3, decimos que 9 es el cuadrado de 3; y lo mismo para 16, el cuadrado de 4, o para 25, el cuadrado de 5, etc. Por otro lado, decimos que el número más pequeño -el que multiplicamos por sí mismo- es la raíz cuadrada de su producto: 3 es la raíz cuadrada de 9, 4 la de 16, etcétera.

Triángulos rectángulos
El interés de Pitágoras por los números cuadrados le llevó a estudiar los triángulos rectángulos, es decir, los triángulos que tienen un ángulo recto. Un ángulo recto está formado por dos lados perpendiculares, lo que quiere decir que si colocamos uno de ellos en posición perfectamente horizontal, el otro quedará perfectamente vertical. El triángulo rectángulo queda formado al añadir un tercer lado que va desde el extremo de uno de los lados del ángulo recto hasta el extremo del otro. Este tercer lado, llamado «hipotenusa», es siempre más largo que cualquiera de los otros dos, que se llaman «catetos».
Imaginemos que Pitágoras trazase un triángulo rectángulo al azar y midiese la longitud de los lados. Dividiendo uno de ellos en un número entero de unidades, lo normal es que los otros dos no contuvieran un número entero de las mismas unidades.
Pero había excepciones. Volvamos a imaginarnos a Pitágoras ante un triángulo cuyos catetos midiesen exactamente tres y cuatro unidades, respectivamente. La hipotenusa tendría entonces exactamente cinco unidades.
Los números 3, 4 y 5 ¿por qué formaban un triángulo rectángulo? Los números 1, 2 y 3 no lo formaban, ni tampoco los números 2, 3 y 4; de hecho, casi ningún trío de números elegidos al azar.
Supongamos ahora que Pitágoras se fijara en los cuadrados de los números: en lugar de 3, 4 y 5 tendría ahora 9, 16 y 25. Pues bien, lo interesante es que 9+16=25. La suma de los cuadrados de los catetos de este triángulo rectángulo resultaba ser igual al cuadrado de la hipotenusa.
Pitágoras fue más lejos y observó que la diferencia entre dos números cuadrados sucesivos era siempre un número impar:
4 - 1 = 3
9 - 4 = 5
16 - 9 = 7
25 - 16 = 9
…etc.
Cada cierto tiempo, esta diferencia impar era a su vez un cuadrado, como en 25 -  16 = 9 (que es lo mismo que 9 + 16 = 25). Cuando ocurría esto, volvía a ser posible construir un triángulo rectángulo con números enteros.
Puede ser, por ejemplo, que Pitágoras restase 144 de 169, que son dos cuadrados sucesivos: 169 - 144 = 25. Las raíces cuadradas de estos números resultan ser 13, 12 y 5, porque
169 = 13 X 13
144 = 12 X 12
25 = 5 X 5
Por consiguiente, se podía formar un triángulo rectángulo con catetos de cinco y doce unidades, respectivamente, e hipotenusa de trece unidades.
El teorema de Pitágoras
Pitágoras tenía ahora gran número de triángulos rectángulos en los que el cuadrado de la hipotenusa era igual a la suma de los cuadrados de los catetos. No tardó en demostrar que esta propiedad era cierta para todos los triángulos rectángulos.
Los egipcios, los babilonios y los chinos sabían ya, cientos de años antes que Pitágoras, que esa relación se cumplía para el triángulo de 3, 4 y 5. Y es incluso probable que los babilonios supiesen a ciencia cierta que era válida para todos los triángulos rectángulos. Pero, que sepamos, fue Pitágoras el primero que lo demostró.
El enunciado que dio es: En cualquier triángulo rectángulo la suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa. Como fue él quien primero lo demostró, se conoce con el nombre de «teorema de Pitágoras». Veamos cómo lo hizo.
Prueba de deducción
Para ello tenemos que volver a Tales de Mileto, el pensador griego de que hablamos en el Capítulo 1. Dice la tradición que Pitágoras fue discípulo suyo.
Tales había elaborado un pulcro sistema para demostrar razonadamente la verdad de enunciados o teoremas matemáticos. El punto de arranque eran los «axiomas» o enunciados cuya verdad no se ponía en duda. A partir de los axiomas se llegaba a una determinada conclusión; aceptada ésta, se podía obtener una segunda, y así sucesivamente. Pitágoras utilizó el sistema de Tales -llamado «deducción»-, para demostrar el teorema que lleva su nombre. Y es un método que se ha aplicado desde entonces hasta nuestros días.
Puede que no fuese realmente Tales quien inventara el sistema de demostración por deducción; es posible que lo aprendiera de los babilonios y que el nombre del verdadero inventor permanezca en la penumbra. Pero aunque Tales fuese el inventor de la deducción matemática, fue Pitágoras quien le dio fama.
El nacimiento de la geometría
Las enseñanzas de Pitágoras, y sobre todo su gran éxito al hallar una prueba deductiva del famoso teorema, fueron fuente de inspiración para los griegos, que prosiguieron trabajando en esta línea. En los 300 años siguientes erigieron una compleja estructura de pruebas matemáticas que se refieren principalmente a líneas y formas. Este sistema se llama «geometría» (véase el Capítulo 3).
En los miles de años que han transcurrido desde los griegos ha progresado mucho la ciencia. Pero, por mucho que el hombre moderno haya logrado en el terreno de las matemáticas y penetrado en sus misterios, todo reposa sobre dos pilares: primero, el estudio de las propiedades de los números, y segundo, el uso del método de deducción. Lo primero nació con Pitágoras y lo segundo lo divulgó él.
Lo que Pitágoras había arrancado de sus cuerdas no fueron sólo notas musicales: era también el vasto mundo de las matemáticas.

 
 Arquímedes y la matemática aplicada
Biografía.
Arquímedes, nacido en Siracusa 298 AC, muerto en Siracusa 212 AC, fue el matemático más grande de los tiempos antiguos. Nativo de Siracusa, Sicilia, fue asesinado durante su captura por los romanos en la Segunda Guerra Púnica. Cuentos de Plutarco, Livio y Polibio describen máquinas, incluso la catapulta, la polea compuesta, y un ardiente-espejo, inventadas por Arquímedes para la defensa de Siracusa. Pasó algún tiempo en Egipto, donde inventó un aparato ahora conocido como el tornillo de Arquímedes.
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Arquímedes, nacido en Siracusa 298 AC, muerto en Siracusa 212 AC

Arquímedes hizo muchas contribuciones originales a la Geometría en las áreas de figuras planas y las áreas y volúmenes de superficies curvas. Sus métodos anticipaban el Cálculo Integral 2.000 años antes de ser "inventado" por el Señor Isaac Newton y Gottfried Wilhelm von Leibniz. El fue conocido también por su aproximación de pi (entre los valores 310/ 71 y 31/ 7) obtenido por circunscribir e inscribir un círculo con polígonos regulares de 96 lados.
En la Mecánica Teórica Arquímedes es responsable por teoremas fundamentales acerca de los centros de gravedad de figuras planas y sólidos, y es famoso por su teorema en el peso de un cuerpo sumergido en un líquido, llamado PRINCIPIO de ARQUÍMEDES. Un cuento famoso, desgraciadamente sin fundamento, le relata que al llegar a la solución de uno de sus problemas matemáticos en el baño, el corrió desnudo por las calles gritando: "Eureka, lo he hallado”. Los tratados de Arquímedes son notables por sus ideas originales, demostraciones rigurosas, y su excelente técnica computacional. Títulos de sus trabajos: En la Esfera y Cilindro, Medida de un Círculo, En los Conos y Esferas, En los Espirales, En los Planos Equilibrados, El Contador de la Arena, Cuadratura de la Parábola, En los Cuerpos Flotantes

* * *
Cualquiera diría que un aristócrata de una de las ciudades más grandes y opulentas de la Grecia antigua tenía cosas mejores que hacer que estudiar el funcionamiento de las palancas. Nuestro aristócrata, a lo que se ve, pensaba lo mismo, porque se avergonzaba de cultivar aficiones tan «plebeyas».
Nos referimos a Arquímedes, natural de Siracusa, ciudad situada en la costa oriental de Sicilia. Arquímedes nació hacia el año 287 a. C, era hijo de un distinguido astrónomo y probablemente pariente de Herón II, rey de Siracusa.
Un inventor de artilugios
El sentir general en los tiempos de Arquímedes era que las personas de bien no debían ocuparse de artilugios mecánicos, que asuntos como esos sólo convenían a esclavos y trabajadores manuales. Pero Arquímedes no lo podía remediar. La maquinaria le interesaba, y a lo largo de su vida inventó multitud de artilugios de uso bélico y pacífico.
Tampoco es cierto que cediera del todo a intereses tan «bajos», porque nunca se atrevió a dejar testimonio escrito de sus artilugios mecánicos; le daba vergüenza. Sólo tenemos noticia de ellos a través del relato inexacto y quizá exagerado, de terceros. La única salvedad es la descripción que hizo el propio Arquímedes de un dispositivo que imitaba los movimientos celestes del Sol, la Luna y los planetas; pero no es menos cierto que era un instrumento destinado a la ciencia de la astronomía y no a burdas faenas mecánicas.
¿Ingeniería o matemáticas?
Las máquinas no eran la única afición de Arquímedes. En sus años jóvenes había estado en Alejandría (Egipto), la sede del gran Museo. El Museo era algo así como una gran universidad adonde acudían todos los eruditos griegos para estudiar y enseñar. Arquímedes había sido allí discípulo del gran matemático Conon de Samos, a quien superó luego en este campo, pues inventó una forma de cálculo dos mil años antes de que los matemáticos modernos elaboraran luego los detalles.
A Arquímedes, como decimos, le interesaban las matemáticas y también la ingeniería; y en aquel tiempo tenían muy poco en común estos dos campos.
Es muy cierto que los ingenieros griegos y los de épocas anteriores, como los babilonios y egipcios, tuvieron por fuerza que utilizar las matemáticas para realizar sus proyectos. Los egipcios habían construido grandes pirámides que ya eran históricas en tiempos de Arquímedes; con instrumentos tosquísimos arrastraban bloques inmensos de granito a kilómetros y kilómetros de distancia, para luego izarlos a alturas nada desdeñables.
También los babilonios habían erigido estructuras imponentes, y los propios griegos no se quedaron atrás. El ingeniero griego Eupalino, por citar un caso, construyó un túnel en la isla de Samos tres siglos antes de Arquímedes. A ambos lados de una montaña puso a trabajar a dos equipos de zapadores, y cuando se reunieron a mitad de camino las paredes del túnel coincidían casi exactamente.
Para realizar estas obras y otras de parecido calibre, los ingenieros de Egipto, Babilonia y Grecia tuvieron que utilizar, repetimos, las matemáticas. Tenían que entender qué relación guardaban las líneas entre sí y cómo el tamaño de una parte de una estructura determinaba el tamaño de otra.
Arquímedes, sin embargo, no estaba familiarizado con estas matemáticas, sino con otra modalidad, abstracta, que los griegos habían comenzado a desarrollar en tiempos de Eupalino.
Pitágoras había divulgado el sistema de deducción matemática (véase el capítulo 2), en el cual se partía de un puñado de nociones elementales, aceptadas por todos, para llegar a conclusiones más complicadas a base de proceder, paso a paso, según los principios deductivos.
Un teorema magnífico
Otros matemáticos griegos siguieron los pasos de Pitágoras y construyeron poco a poco un hermoso sistema de teoremas (de enunciados matemáticos) relativos a ángulos, líneas paralelas, triángulos, cuadrados, círculos y otras figuras. Aprendieron a demostrar que dos figuras tenían igual área o ángulos iguales o ambas cosas a la vez, y descubrieron cómo determinar números, tamaños y áreas.
Sin negar que la maravillosa estructura de la matemática griega sobrepasaba con mucho el sistema matemático de anteriores civilizaciones, hay que decir también que era completamente teórico. Los círculos y triángulos eran imaginarios, construidos con líneas infinitamente delgadas y perfectamente rectas o que se curvaban con absoluta suavidad. La matemática no tenía uso práctico.
La siguiente historia lo ilustra muy bien. Un siglo antes de que naciera Arquímedes, el filósofo Platón fundó una academia en Atenas, donde enseñaba matemática. Un día, durante una demostración matemática, cierto estudiante le preguntó: «Pero maestro, ¿qué uso práctico tiene esto?». Platón, indignado, ordenó a un esclavo que le diera una moneda pequeña para hacerle así sentir que su estudio tenía uso práctico; y luego lo expulsó de la academia.
Una figura importante en la historia de las matemáticas griegas fue Euclides, y discípulo de él fue Conon de Samos, maestro de Arquímedes. Poco antes de nacer éste, Euclides compiló en Alejandría todas las deducciones obtenidas por pensadores anteriores y las organizó en un bello sistema, demostración por demostración, empezando por un puñado de «axiomas» o enunciados aceptados con carácter general. Los axiomas eran tan evidentes, según los griegos, que no requerían demostración. Ejemplos de axiomas son «la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos» y «el todo es igual a la suma de sus partes».
Todo teoría, nada de práctica
El libro de Euclides era de factura tan primorosa, que desde entonces ha sido un texto básico. Sin embargo, en toda su magnífica estructura no había indicio de que ninguna de sus conclusiones tuviera que ver con las labores cotidianas de los mortales. La aplicación más intensa que los griegos dieron a las matemáticas fue el cálculo de los movimientos de los planetas y la teoría de la armonía. Al fin y al cabo, la astronomía y la música eran ocupaciones aptas para aristócratas.
Arquímedes sobresalía, pues, en dos mundos: uno práctico, el de la ingeniería, sin las brillantes matemáticas de los griegos, y otro, el de las matemáticas griegas, que carecían de uso práctico. Sus aptitudes ofrecían excelente oportunidad para combinar ambos mundos. Pero ¿cómo hacerlo?
Un dispositivo maravilloso
Existe una herramienta que se llama «pie de cabra», un dispositivo mecánico elemental ¡pero maravilloso! Sin su ayuda hacen falta muchos brazos para levantar un bloque de piedra grande. Pero basta colocar el pie de cabra debajo del bloque y apoyarlo en un saliente (una roca más pequeña, por ejemplo) para que pueda moverlo fácilmente una sola persona.
Los pies de cabra, espeques y dispositivos parecidos son tipos de palancas. Cualquier objeto relativamente largo y rígido, un palo, un listón o una barra, sirve de palanca. Es un dispositivo tan sencillo que lo debió de usar ya el hombre prehistórico. Pero ni él ni los sapientísimos filósofos griegos sabían cómo funcionaba. El gran Aristóteles, que fue discípulo de Platón, observó que los dos extremos de la palanca, al empujar hacia arriba y abajo respectivamente, describían una circunferencia en el aire. Aristóteles concluyó que la palanca poseía propiedades maravillosas, pues la forma del círculo era tenida por perfecta.
Arquímedes había experimentado con palancas y sabía que la explicación de Aristóteles era incorrecta. En uno de los experimentos había equilibrado una larga palanca apoyada sobre un fulcro. Si colocaba peso en un solo brazo de la barra, ese extremo bajaba. Poniendo peso a ambos lados del punto de apoyo se podía volver a equilibrar. Cuando los pesos eran iguales, ocupaban en el equilibrio posiciones distintas de las ocupadas cuando eran desiguales.
El lenguaje de las matemáticas
Arquímedes comprobó que las palancas se comportaban con gran regularidad. ¿Por qué no utilizar las matemáticas para explicar ese comportamiento regular? De acuerdo con los principios de la deducción matemática tendría que empezar por un axioma, es decir, por algún enunciado incuestionable.
El axioma que utilizó descansaba en el principal resultado de sus experimentos con palancas. Decía así: Pesos iguales a distancias iguales del punto de apoyo equilibran la palanca. Pesos iguales a distancias desiguales del punto de apoyo hacen que el lado que soporta el peso más distante descienda.
Arquímedes aplicó luego el método de deducción matemática para obtener conclusiones basadas en este axioma y descubrió que los factores más importantes en el funcionamiento de cualquier palanca son la magnitud de los pesos o fuerzas que actúan sobre ella y sus distancias al punto de apoyo.
Supongamos que una palanca está equilibrada por pesos desiguales a ambos lados del punto de apoyo. Según los hallazgos de Arquímedes, estos pesos desiguales han de hallarse a distancias diferentes del fulcro. La distancia del peso menor ha de ser más grande para compensar su menor fuerza. Así, un peso de diez kilos a veinte centímetros del apoyo equilibra cien kilos colocados a dos centímetros. La pesa de diez kilos es diez veces más ligera, por lo cual su distancia es diez veces mayor.
Eso explica por qué un solo hombre puede levantar un bloque inmenso de piedra con una palanca. Al colocar el punto de apoyo muy cerca de la mole consigue que su exigua fuerza, aplicada lejos de aquél, equilibre el enorme peso del bloque, que actúa muy cerca del fulcro.
Arquímedes se dio cuenta de que aplicando la fuerza de un hombre a gran distancia del punto de apoyo podían levantarse pesos descomunales, y a él se le atribuye la frase: «Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo».
Pero no hacía falta que le dieran nada, porque su trabajo sobre la palanca ya había conmovido el mundo. Arquímedes fue el primero en aplicar la matemática griega a la ingeniería. De un solo golpe había inaugurado la matemática aplicada y fundado la ciencia de la mecánica, encendiendo así la mecha de una revolución científica que explotaría dieciocho siglos más tarde.
 
El siguiente segmento fue tomado del libro. Momentos estelares de la Ciencia. Isaac Asimov.
El rey Hierón, creyendo que aquello era un farol, le pidió que moviera algún objeto pesado: quizá no el mundo, pero algo de bastante volumen. Arquímedes eligió una nave que había en el dique y pidió que la cargaran de pasajeros y mercancías; ni siquiera vacía podrían haberla botado gran número de hombres tirando de un sinfín de sogas.
Arquímedes anudó los cabos y dispuso un sistema de poleas (una especie de palanca, pero utilizando sogas en lugar de vigas). Tiró de la soga y con una sola mano botó lentamente la nave.
Hierón estaba ahora más que dispuesto a creer que su gran pariente podía mover la tierra si quería, y tenía suficiente confianza en él para plantearle problemas aparentemente imposibles.
Cierto orfebre le había fabricado una corona de oro. El rey no estaba muy seguro de que el artesano hubiese obrado rectamente; podría haberse guardado parte del oro que le habían entregado y haberlo sustituido por plata o cobre. Así que Hierón encargó a Arquímedes averiguar si la corona era de oro puro, sin estropearla, se entiende.
Arquímedes no sabía qué hacer. El cobre y la plata eran más ligeros que el oro. Si el orfebre hubiese añadido cualquiera de estos metales a la corona, ocuparían un espacio mayor que el de un peso equivalente de oro. Conociendo el espacio ocupado por la corona (es decir, su volumen) podría contestar a Hierón. Lo que no sabía era cómo averiguar el volumen de la corona sin transformarla en una masa compacta.
Arquímedes siguió dando vueltas al problema en los baños públicos, suspirando probablemente con resignación mientras se sumergía en una tinaja llena y observaba cómo rebosaba el agua. De pronto se puso en pie como impulsado por un resorte: se había dado cuenta de que su cuerpo desplazaba agua fuera de la bañera. El volumen de agua desplazado tenía que ser igual al volumen de su cuerpo. Para averiguar el volumen de cualquier cosa bastaba con medir el volumen de agua que desplazaba.  ¡En un golpe de intuición había descubierto el principio del desplazamiento! A partir de él dedujo las leyes de la flotación y de la gravedad específica.
Arquímedes no pudo esperar: saltó de la bañera y, desnudo y empapado, salió a la calle y corrió a casa, gritando una y otra vez: «¡Lo encontré, lo encontré!» Sólo que en griego, claro está: «¡Eureka! ¡Eureka!» Y esta palabra se utiliza todavía hoy para anunciar un descubrimiento feliz.
Llenó de agua un recipiente, metió la corona y midió el volumen de agua desplazada. Luego hizo lo propio con un peso igual de oro puro; el volumen desplazado era menor. El oro de la corona había sido mezclado con un metal más ligero, lo cual le daba un volumen mayor y hacía que la cantidad de agua que rebosaba fuese más grande. El rey ordenó ejecutar al orfebre.
Arquímedes jamás pudo ignorar el desafío de un problema, ni siquiera a edad ya avanzada. En el año 218 a. C. Cartago (en el norte de África) y Roma se declararon la guerra; Aníbal, general cartaginés, invadió Italia y parecía estar a punto de destruir Roma. Mientras vivió el rey Hierón, Siracusa se mantuvo neutral, pese a ocupar una posición peligrosa entre dos gigantes en combate.
Tras la muerte de Hierón ascendió al poder un grupo que se inclinó por Cartago. En el año 213 a. C. Roma puso sitio a la ciudad.
El anciano Arquímedes mantuvo a raya al ejército romano durante tres años. Pero un solo hombre no podía hacer más y la ciudad cayó al fin en el año 211 a. C. Ni siquiera la derrota fue capaz de detener el cerebro incansable de Arquímedes. Cuando los soldados entraron en la ciudad estaba resolviendo un problema con ayuda de un diagrama. Uno de aquellos le ordenó que se rindiera, a lo cual Arquímedes no prestó atención; el problema era para él más importante que una minucia como el saqueo de una ciudad. «No me estropeéis mis círculos», sé limitó a decir. El soldado le mató.
Los descubrimientos de Arquímedes han pasado a formar parte de la herencia de la humanidad. Demostró que era posible aplicar una mente científica a los problemas de la vida cotidiana y que una teoría abstracta de la ciencia pura —el principio que explica la palanca— puede ahorrar esfuerzo a los músculos del hombre.
Y también demostró lo contrario: porque arrancando de un problema práctico —el de la posible adulteración del oro— descubrió un principio científico.
Hoy día creemos que el gran deber de la ciencia es comprender el universo, pero también mejorar las condiciones de vida de la humanidad en cualquier rincón de la tierra.
 
Galileo y la experimentación
Biografía.
Galileo Galilei nació en Pisa el 15 de febrero de 1564. Lo poco que, a través de algunas cartas, se conoce de su madre, Giulia Ammannati di Pescia, no compone de ella una figura demasiado halagüeña.

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Galileo Galilei (Retrato de Domenico Crespi)


Su padre, Vincenzo Galilei, era florentino y procedía de una familia que tiempo atrás había sido ilustre; músico de vocación, las dificultades económicas lo habían obligado a dedicarse al comercio, profesión que lo llevó a instalarse en Pisa. Hombre de amplia cultura humanista, fue un intérprete consumado y un compositor y teórico de la música, cuyas obras sobre el tema gozaron de una cierta fama en la época. De él hubo de heredar Galileo no sólo el gusto por la música (tocaba el laúd), sino también el carácter independiente y el espíritu combativo, y hasta puede que el desprecio por la confianza ciega en la autoridad y el gusto por combinar la teoría con la práctica. Galileo fue el primogénito de siete hermanos de los que tres (Virginia, Michelangelo y Livia) hubieron de contribuir, con el tiempo, a incrementar sus problemas económicos. En 1574 la familia se trasladó a Florencia y Galileo fue enviado un tiempo al monasterio de Santa Maria di Vallombrosa, como alumno o quizá como novicio.
En 1581 Galileo ingresó en la Universidad de Pisa, donde se matriculó como estudiante de medicina por voluntad de su padre. Cuatro años más tarde, sin embargo, abandonó la universidad sin haber obtenido ningún título, aunque con un buen conocimiento de Aristóteles. Entretanto, se había producido un hecho determinante en su vida: su iniciación en las matemáticas, al margen de sus estudios universitarios, y la consiguiente pérdida de interés por su carrera como médico. De vuelta en Florencia en 1585, Galileo pasó unos años dedicado al estudio de las matemáticas, aunque interesado también por la filosofía y la literatura (en la que mostraba sus preferencias por Ariosto frente a Tasso); de esa época data su primer trabajo sobre el baricentro de los cuerpos, que luego recuperaría, en 1638, como apéndice de la que habría de ser su obra científica principal, y la invención de una balanza hidrostática para la determinación de pesos específicos, dos contribuciones situadas en la línea de Arquímedes, a quien Galileo no dudaría en calificar de «sobrehumano».
Tras dar algunas clases particulares de matemáticas en Florencia y en Siena, trató de obtener un empleo regular en las universidades de Bolonia, Padua y en la propia Florencia. En 1589 consiguió por fin una plaza en el Estudio de Pisa, donde su descontento por el paupérrimo sueldo percibido no pudo menos que ponerse de manifiesto en un poema satírico contra la vestimenta académica. En Pisa compuso Galileo un texto sobre el movimiento, que mantuvo inédito, en el cual, dentro aún del marco de la mecánica medieval, criticó las explicaciones aristotélicas de la caída de los cuerpos y del movimiento de los proyectiles; en continuidad con esa crítica, una cierta tradición historiográfica ha forjado la anécdota (hoy generalmente considerada como inverosímil) de Galileo refutando materialmente a Aristóteles mediante el procedimiento de lanzar distintos pesos desde lo alto del Campanile, ante las miradas contrariadas de los peripatéticos...
En 1591 la muerte de su padre significó para Galileo la obligación de responsabilizarse de su familia y atender a la dote de su hermana Virginia. Comenzaron así una serie de dificultades económicas que no harían más que agravarse en los años siguientes; en 1601 hubo de proveer a la dote de su hermana Livia sin la colaboración de su hermano Michelangelo, quien había marchado a Polonia con dinero que Galileo le había prestado y que nunca le devolvió (por el contrario, se estableció más tarde en Alemania, gracias de nuevo a la ayuda de su hermano, y envió luego a vivir con él a toda su familia).
La necesidad de dinero en esa época se vio aumentada por el nacimiento de los tres hijos del propio Galileo: Virginia (1600), Livia (1601) y Vincenzo (1606), habidos de su unión con Marina Gamba, que duró de 1599 a 1610 y con quien no llegó a casarse. Todo ello hizo insuficiente la pequeña mejora conseguida por Galileo en su remuneración al ser elegido, en 1592, para la cátedra de matemáticas de la Universidad de Padua por las autoridades venecianas que la regentaban. Hubo de recurrir a las clases particulares, a los anticipos e, incluso, a los préstamos. Pese a todo, la estancia de Galileo en Padua, que se prolongó hasta 1610, constituyó el período más creativo, intenso y hasta feliz de su vida.
En Padua tuvo ocasión de ocuparse de cuestiones técnicas como la arquitectura militar, la castrametación, la topografía y otros temas afines de los que trató en sus clases particulares. De entonces datan también diversas invenciones, como la de una máquina para elevar agua, un termoscopio y un procedimiento mecánico de cálculo que expuso en su primera obra impresa: Le operazioni del compasso geometrico e militare, 1606. Diseñado en un principio para resolver un problema práctico de artillería, el instrumento no tardó en ser perfeccionado por Galileo, que amplió su uso en la solución de muchos otros problemas. La utilidad del dispositivo, en un momento en que no se habían introducido todavía los logaritmos, le permitió obtener algunos ingresos mediante su fabricación y comercialización.
En 1602 Galileo reemprendió sus estudios sobre el movimiento, ocupándose del isocronismo del péndulo y del desplazamiento a lo largo de un plano inclinado, con el objeto de establecer cuál era la ley de caída de los graves. Fue entonces, y hasta 1609, cuando desarrolló las ideas que treinta años más tarde, constituirían el núcleo de sus Discorsi.
En julio de 1609, de visita en Venecia (para solicitar un aumento de sueldo), Galileo tuvo noticia de un nuevo instrumento óptico que un holandés había presentado al príncipe Mauricio de Nassau; se trataba del anteojo, cuya importancia práctica captó Galileo inmediatamente, dedicando sus esfuerzos a mejorarlo hasta hacer de él un verdadero telescopio. Aunque declaró haber conseguido perfeccionar el aparato merced a consideraciones teóricas sobre los principios ópticos que eran su fundamento, lo más probable es que lo hiciera mediante sucesivas tentativas prácticas que, a lo sumo, se apoyaron en algunos razonamientos muy sumarios.
Sea como fuere, su mérito innegable residió en que fue el primero que acertó en extraer del aparato un provecho científico decisivo. En efecto, entre diciembre de 1609 y enero de 1610 Galileo realizó con su telescopio las primeras observaciones de la Luna, interpretando lo que veía como prueba de la existencia en nuestro satélite de montañas y cráteres que demostraban su comunidad de naturaleza con la Tierra; las tesis aristotélicas tradicionales acerca de la perfección del mundo celeste, que exigían la completa esfericidad de los astros, quedaban puestas en entredicho. El descubrimiento de cuatro satélites de Júpiter contradecía, por su parte, el principio de que la Tierra tuviera que ser el centro de todos los movimientos que se produjeran en el cielo. En cuanto al hecho de que Venus presentara fases semejantes a las lunares, que Galileo observó a finales de 1610, le pareció que aportaba una confirmación empírica al sistema heliocéntrico de Copérnico, ya que éste, y no el de Tolomeo, estaba en condiciones de proporcionar una explicación para el fenómeno.
Ansioso de dar a conocer sus descubrimientos, Galileo redactó a toda prisa un breve texto que se publicó en marzo de 1610 y que no tardó en hacerle famoso en toda Europa: el Sidereus Nuncius, el “mensajero sideral” o “mensajero de los astros”, aunque el título permite también la traducción de “mensaje”, que es el sentido que Galileo, años más tarde, dijo haber tenido en mente cuando se le criticó la arrogancia de atribuirse la condición de embajador celestial.
El libro estaba dedicado al gran duque de Toscana, Cósimo II de Médicis y, en su honor los satélites de Júpiter recibían allí el nombre de «planetas Medíceos». Con ello se aseguró Galileo su nombramiento como matemático y filósofo de la corte toscana y la posibilidad de regresar a Florencia, por la que venía luchando desde hacía ya varios años. El empleo incluía una cátedra honoraria en Pisa, sin obligaciones docentes, con lo que se cumplía una esperanza largamente abrigada y que le hizo preferir un monarca absoluto a una república como la veneciana, ya que, como él mismo escribió, «es imposible obtener ningún pago de una república, por espléndida y generosa que pueda ser, que no comporte alguna obligación; ya que, para conseguir algo de lo público, hay que satisfacer al público».
El 1611 un jesuita alemán, Christof Scheiner, había observado las manchas solares publicando bajo seudónimo un libro acerca de las mismas. Por las mismas fechas Galileo, que ya las había observado con anterioridad, las hizo ver a diversos personajes durante su estancia en Roma, con ocasión de un viaje que se calificó de triunfal y que sirvió, entre otras cosas, para que Federico Cesi le hiciera miembro de la Accademia dei Lincei que él mismo había fundado en 1603 y que fue la primera sociedad científica de una importancia perdurable.
Bajo sus auspicios se publicó en 1613 la Istoria e dimostrazione interno alle macchie solari, donde Galileo salía al paso de la interpretación de Scheiner, quien pretendía que las manchas eran un fenómeno extrasolar («estrellas» próximas al Sol, que se interponían entre éste y la Tierra). El texto desencadenó una polémica acerca de la prioridad en el descubrimiento, que se prolongó durante años e hizo del jesuita uno de los más encarnizados enemigos de Galileo, lo cual no dejó de tener consecuencias en el proceso que había de seguirle la Inquisición. Por lo demás, fue allí donde, por primera y única vez, Galileo dio a la imprenta una prueba inequívoca de su adhesión a la astronomía copernicana, que ya había comunicado en una carta a Kepler en 1597.
Ante los ataques de sus adversarios académicos y las primeras muestras que sus opiniones podían tener consecuencias conflictivas con la autoridad eclesiástica, la postura adoptada por Galileo fue la de defender (en una carta dirigida a mediados de 1615 a Cristina de Lorena) que, aun admitiendo que no podía existir contradicción ninguna entre las Sagradas Escrituras y la ciencia, era preciso establecer la absoluta independencia entre la fe católica y los hechos científicos. Ahora bien, como hizo notar el cardenal Bellarmino, no podía decirse que se dispusiera de una prueba científica concluyente en favor del movimiento de la Tierra, el cual, por otra parte, estaba en contradicción con las enseñanzas bíblicas; en consecuencia, no cabía sino entender el sistema copernicano como hipotético. En este sentido, el Santo Oficio condenó el 23 de febrero de 1616 al sistema copernicano como «falso y opuesto a las Sagradas Escrituras», y Galileo recibió la admonición de no enseñar públicamente las teorías de Copérnico.
Galileo, conocedor que no poseía la prueba que Bellarmino reclamaba, por más que sus descubrimientos astronómicos no le dejaran lugar a dudas sobre la verdad del copernicanismo, se refugió durante unos años en Florencia en el cálculo de unas tablas de los movimientos de los satélites de Júpiter, con el objeto de establecer un nuevo método para el cálculo de las longitudes en alta mar, método que trató en vano de vender al gobierno español y al holandés.
En 1618 se vio envuelto en una nueva polémica con otro jesuita, Orazio Grassi, a propósito de la naturaleza de los cometas, que dio como resultado un texto, Il Saggiatore (1623), rico en reflexiones acerca de la naturaleza de la ciencia y el método científico, que contiene su famosa idea de que «el Libro de la Naturaleza está escrito en lenguaje matemático». La obra, editada por la Accademia dei Lincei, venía dedicada por ésta al nuevo papa Urbano VIII, es decir, el cardenal Maffeo Barberini, cuya elección como pontífice llenó de júbilo al mundo culto en general y, en particular, a Galileo, a quien el cardenal había ya mostrado su afecto.
La nueva situación animó a Galileo a redactar la gran obra de exposición de la cosmología copernicana que ya había anunciado en 1610: el Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo, tolemaico e copernicano; en ella, los puntos de vista aristotélicos defendidos por Simplicio se confrontaban con los de la nueva astronomía abogados por Salviati, en forma de diálogo moderado por la bona mens de Sagredo. Aunque la obra fracasó en su intento de estar a la altura de las exigencias expresadas por Bellarmino, ya que aportaba, como prueba del movimiento de la Tierra, una explicación falsa de las mareas, la inferioridad de Simplicio ante Salviati era tan manifiesta que el Santo Oficio no dudó en abrirle un proceso a Galileo, pese a que éste había conseguido un imprimatur para publicar el libro en 1632. Iniciado el 12 de abril de 1633, el proceso terminó con la condena a prisión perpetua, pese a la renuncia de Galileo a defenderse y a su retractación formal. La pena fue suavizada al permitírsele que la cumpliera en su quinta de Arcetri, cercana al convento donde en 1616 y con el nombre de sor Maria Celeste había ingresado su hija más querida, Virginia, que falleció en 1634.
En su retiro, donde a la aflicción moral se sumaron las del artritismo y la ceguera, Galileo consiguió completar la última y más importante de sus obras: los Discorsi e dimostrazioni matematiche intorno à due nueve scienze, publicado en Leiden por Luis Elzevir en 1638. En ella, partiendo de la discusión sobre la estructura y la resistencia de los materiales, Galileo sentó las bases físicas y matemáticas para un análisis del movimiento, que le permitió demostrar las leyes de caída de los graves en el vacío y elaborar una teoría completa del disparo de proyectiles. La obra estaba destinada a convertirse en la piedra angular de la ciencia de la mecánica construida por los científicos de la siguiente generación, con Newton a la cabeza.
En la madrugada del 8 al 9 de enero de 1642, Galileo falleció en Arcetri confortado por dos de sus discípulos, Vincenzo Viviani y Evangelista Torricelli, a los cuales se les había permitido convivir con él los últimos años.
* * *
Entre los asistentes a la misa celebrada en la catedral de Pisa, aquel domingo de 1581, se hallaba un joven de diecisiete años. Era devotamente religioso y no hay por qué dudar que intentaba concentrarse en sus oraciones; pero le distraía un candelero que pendía del techo cerca de él. Había corriente y el candelero oscilaba de acá para allá.
En su movimiento de vaivén, unas veces corto y otras de vuelo más amplio, el joven observó algo curioso: el candelero parecía batir tiempos iguales, fuese el vuelo corto o largo. ¡Qué raro! ¡Cualquiera diría que tenía que tardar más en recorrer el arco más grande!
A estas alturas el joven, cuyo nombre era Galileo, tenía que haberse olvidado por completo de la misa. Sus ojos estaban clavados en el candelero oscilante y los dedos de su mano derecha palpaban la muñeca contraria. Mientras la música de órgano flotaba alrededor de él, contó el número de pulsos: tantos para esta oscilación, tantos otros para la siguiente, etc. El número de pulsos era siempre el mismo, independientemente de que la oscilación fuese amplia o corta. O lo que es lo mismo, el candelero tardaba exactamente igual en recorrer un arco pequeño que uno grande.
Galileo no veía el momento de que acabara la misa. Cuando por fin terminó, corrió a casa y ató diferentes pesas en el extremo de varias cuerdas. Cronometrando las oscilaciones comprobó que un peso suspendido de una cuerda larga tardaba más tiempo en ir y venir que un peso colgado de una cuerda corta. Sin embargo, al estudiar cada peso por separado, comprobó que siempre tardaba lo mismo en una oscilación, fuese ésta amplia o breve. ¡Galileo había descubierto el principio del péndulo!
Pero había conseguido algo más: hincar el diente a un problema que había traído de cabeza a los sabios durante dos mil años: el problema de los objetos en movimiento.
Viejas teorías
Los antiguos habían observado que las cosas vivas podían moverse ellas mismas y mover también objetos inertes, mientras que las cosas inertes eran, por lo general, incapaces de moverse a menos que un ser animado las impulsara. Había, sin embargo, excepciones que no pasaron inadvertidas: el mar, el viento, el Sol y la Luna se movían sin ayuda de las cosas vivientes, y otro movimiento que no dependía del mundo de lo vivo era el de los cuerpos en caída libre.
El filósofo griego Aristóteles pensaba que el movimiento de caída era propio de todas las cosas pesadas y creía que cuanto más pesado era el objeto, más deprisa caía: un guijarro caería más aprisa que una hoja, y la piedra grande descendería más rápidamente que la pequeña.
Un siglo después Arquímedes aplicó las matemáticas a situaciones físicas, pero de carácter puramente estático, sin movimiento (véase el capítulo 3). Un ejemplo es el de la palanca en equilibrio. El problema del movimiento rápido desbordaba incluso un talento como el suyo. En los dieciocho siglos siguientes nadie desafió las ideas de Aristóteles sobre el movimiento, y la física quedó empantanada
Cómo retardar la caída
Hacia 1589 había terminado Galileo su formación universitaria y era ya famoso por su labor en el campo de la mecánica. Al igual que Arquímedes, había aplicado las matemáticas a situaciones estáticas, inmóviles; pero su espíritu anhelaba volver sobre el problema del movimiento.
Toda su preocupación era hallar la manera de retardar la caída de los cuerpos para así poder experimentar con ellos y estudiar detenidamente su movimiento. (Lo que hace el científico en un experimento es establecer condiciones especiales que le ayuden a estudiar y observar los fenómenos con mayor sencillez que en la naturaleza.)
Galileo se acordó entonces del péndulo. Al desplazar un peso suspendido de una cuerda y soltarlo, comienza a caer. La cuerda a la que está atado le impide, sin embargo, descender en línea recta, obligándole a hacerlo oblicuamente y con suficiente lentitud como para poder cronometrarlo.
Como decimos, el péndulo, a diferencia de un cuerpo en caída libre, no cae en línea recta, lo cual introducía ciertas complicaciones. La cuestión era cómo montar un experimento en el que la caída fuese oblicua y en línea recta.
¡Estaba claro! Bastaba con colocar un tablero de madera inclinado, que llevara en el centro un surco largo, recto y bien pulido. Una bola que ruede por el surco se mueve en línea recta. Y si se coloca la tabla en posición casi horizontal, las bolas rodarán muy despacio, permitiendo así estudiar su movimiento.
Galileo dejó rodar por el surco bolas de diferentes pesos y cronometró su descenso por el número de gotas de agua que caían a través de un agujero practicado en el fondo de un recipiente. Comprobó que, exceptuando objetos muy ligeros, el peso no influía para nada: todas las bolas cubrían la longitud del surco en el mismo tiempo.
Aristóteles, superado
Según Galileo, todos los objetos, al caer, se veían obligados a apartar el aire de su camino. Los objetos muy ligeros sólo podían hacerlo con dificultad y eran retardados por la resistencia del aire. Los más pesados apartaban el aire fácilmente y no sufrían ningún retardo. En el vacío, donde la resistencia del aire es nula, la pluma y el copo de nieve tenían que caer tan aprisa como las bolas de plomo.
Aristóteles había afirmado que la velocidad de caída de los objetos dependía de su peso. Galileo demostró que eso sólo era cierto en casos excepcionales, concretamente para objetos muy ligeros, y que la causa estribaba en la resistencia del aire. Galileo tenía razón; Aristóteles estaba equivocado.
Galileo subdividió luego la ranura en tramos iguales mediante marcas laterales y comprobó que cualquier bola, al rodar hacia abajo, tardaba en recorrer cada tramo menos tiempo que el anterior. Estaba claro que los objetos aceleraban al caer, es decir se movían cada vez más deprisa por unidad de tiempo.
Galileo logró establecer relaciones matemáticas sencillas para calcular la aceleración de la caída de un cuerpo. Aplicó, pues, las matemáticas a los cuerpos en movimiento, igual que Arquímedes las aplicara antes a los cuerpos en reposo.
Con esta aplicación, y con los conocimientos que había adquirido en los experimentos con bolas rodantes, llegó a resultados asombrosos. Calculó exactamente, por ejemplo, el movimiento de una bala después de salir del cañón.
Galileo no fue el primero en experimentar, pero sus espectaculares resultados en el problema de la caída de los cuerpos ayudaron a difundir la experimentación en el mundo de la ciencia. Los científicos no se contentaban ya con razonar a partir de axiomas, sino que empezaron a diseñar experimentos y hacer medidas. Y podían utilizar los experimentos para comprobar sus inferencias y para construir nuevos razonamientos. Por eso fechamos en 1589 los inicios de la ciencia experimental.
Ahora bien, para que la ciencia experimental cuajara hacían falta mediciones exactas del cambio en general, y concretamente del paso del tiempo.
La humanidad sabía, desde tiempos muy antiguos, cómo medir unidades grandes de tiempo a través de los cambios astronómicos. La marcha sostenida de las estaciones marcaba el año, el cambio constante de las fases de la Luna determinaba el mes y la rotación continua de la Tierra señalaba el día.
Para unidades de tiempo menores que el día había que recurrir a métodos menos exactos. El reloj mecánico había entrado en uso en la Edad Media. Las manillas daban vueltas a la esfera movidas por ruedas dentadas, que a su vez eran gobernadas por pesas suspendidas. A medida que éstas caían, hacían girar las ruedas.
Sin embargo, era difícil regular la caída de las pesas y hacer que las ruedas giraran suave y uniformemente. Estos relojes siempre adelantaban o atrasaban, y ninguno tenía una precisión superior a una hora.
La revolución en la medida del tiempo
Lo que hacía falta era un movimiento muy constante que regulara las ruedas dentadas. En 1656 (catorce años después de morir Galileo), Christian Huygens, un científico holandés, se acordó del péndulo.
El péndulo bate a intervalos regulares. Acoplándolo a un reloj para que gobierne los engranajes se consigue que éstos adquieran un movimiento tan uniforme como el de la oscilación del péndulo.
Huygens inventó así el reloj de péndulo, basado en un principio descubierto por el joven Galileo. El reloj de Huygens fue el primer cronómetro de precisión que tuvo la humanidad y una bendición para la ciencia experimental.

 
 
Demócrito y los átomos
Biografía
Demócrito de Adbera vivió entre los años 460 al 370 a. C, siendo contemporáneo a Sócrates. Hiparco de Nicea asegura, según Diógenes de Laertes, que Demócrito murió a los 110 años de edad; y todos los autores de la antigüedad que hayan hecho referencia a su edad, coinciden en que vivió más de cien años. Fue conocido en su época por su carácter extravagante, ya que según relatos solía reír muy a menudo. Se cuenta que se arrancó los ojos en un jardín para que no le estorbara en la contemplación del mundo externo en sus meditaciones.
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Demócrito fue un filósofo griego presocrático (n. Abdera, Tracia ca. 460 a. C. - m. ca. 370 a. C.) discípulo de Leucipo.
Diógenes de Laertes listó una serie de escritos que superan las 70 obras sobre ética, física, matemática, técnica e incluso música, por lo que Demócrito es considerado un autor enciclopédico.
Junto con su maestro, Leucipo, Demócrito es considerado fundador de la escuela atomista. Se inscribe entre los post-eleatas, en tanto que acepta los principios establecidos por Jenófanes y Parménides, pero desarrolla una filosofía pluralista como Anaxágoras o Empédocles. Para Demócrito, la realidad está compuesta por dos causas (o elementos): lo que es, representado por los átomos homogéneos e indivisibles, y lo que no es, representado por el vacío. Este último es un no-ser no-absoluto, aquello que no es átomo, el elemento que permite la pluralidad de partículas diferenciadas y el espacio en el cual se mueven. Demócrito pensaba y postulaba que los átomos son indivisibles, y se distinguen por forma, tamaño, orden y posición. Se cree que la distinción por tamaño fue introducida por Epicuro años más tarde o que Demócrito mencionó esta cualidad sin desarrollarla demasiado. Gracias a la forma que tiene cada átomo es que pueden ensamblarse, aunque nunca fusionarse (siempre subsiste una cantidad mínima de vacío entre ellos que permite su diferenciación) y formar cuerpos, que volverán a separarse, quedando libres los átomos de nuevo hasta que se junten con otros. Los átomos de un cuerpo se separan cuando colisionan con otro conjunto de átomos; los átomos que quedan libres chocan con otros y se ensamblan o siguen desplazándose hasta volver a encontrar otro cuerpo. Para Demócrito, los átomos estuvieron y estarán siempre en movimiento. Su modelo atomista constituye un claro ejemplo de modelo mecanicista, dado que el azar y las reacciones en cadena son las únicas formas de interpretarlo. La psyché (alma) del hombre estaría formada por átomos esféricos livianos, y el soma (cuerpo), por átomos más pesados. Las percepciones sensibles, tales como la audición o la visión, son explicables por la interacción entre los átomos de los efluvios que parten de la cosa percibida y los átomos del receptor. Esto último justifica la relatividad de las sensaciones.
* * *
Le llamaban el «filósofo risueño» por su eterna y amarga sonrisa ante la necedad humana.
Su nombre era Demócrito y nació hacia el año 470 a. C. en la ciudad griega de Abdera. Sus conciudadanos puede que tomaran esa actitud suya por síntoma de locura, porque dice la leyenda que le tenían por lunático y que llegaron a recabar la ayuda de doctores para que le curaran.
Demócrito parecía albergar, desde luego, ideas muy peregrinas. Le preocupaba, por ejemplo, hasta dónde se podía dividir una gota de agua. Uno podía ir obteniendo gotas cada vez más pequeñas hasta casi perderlas de vista. Pero ¿había algún límite? ¿Se llegaba alguna vez hasta un punto en que fuese imposible seguir dividiendo?
¿El final de la escisión?
Leucipo, maestro de Demócrito, había intuido que esa escisión tenía un límite. Demócrito hizo suya esta idea y anunció finalmente su convicción de que cualquier sustancia podía dividirse hasta allí y no más. El trozo más pequeño o partícula de cualquier clase de sustancia era indivisible, y a esa partícula mínima la llamó átomos, que en griego quiere decir «indivisible». Según Demócrito, el universo estaba constituido por esas partículas diminutas e indivisibles. En el universo no había otra cosa que partículas y espacio vacío entre ellas.
Según él, había distintos tipos de partículas que, al combinarse en diferentes ordenaciones, formaban las diversas sustancias. Si la sustancia hierro se aherrumbraba, es decir, se convertía en la sustancia herrumbre, era porque las distintas clases de partículas que había en el hierro se reordenaban. Si el mineral se convertía en cobre, otro tanto de lo mismo; e igual para la madera al arder y convertirse en ceniza.
La mayoría de los filósofos griegos se rieron de Demócrito. ¿Cómo iba a existir algo que fuera indivisible? Cualquier partícula, o bien ocupaba espacio, o no lo ocupaba. En el primer caso tenía que dejarse escindir, y cada una de las nuevas partículas ocuparía menos espacio que la original. Y en el segundo caso, si era indivisible, no podía ocupar espacio, por lo cual no era nada; y las sustancias ¿cómo podían estar hechas de la nada?
En cualquier caso, dictaminaron los filósofos, la idea del átomo era absurda. No es extraño que las gentes miraran a Demócrito de reojo y pensaran que estaba loco. Ni siquiera juzgaron conveniente confeccionar, muchos ejemplares de sus escritos. Demócrito escribió más de setenta obras; ninguna se conserva.
Hubo algunos filósofos, para ser exactos, en quienes sí prendió la idea de las partículas indivisibles. Uno de ellos fue Epicuro, otro filósofo, que fundó una escuela en Atenas, en el año 306 a. C, casi un siglo después de morir Demócrito. Epicuro era un maestro de gran renombre y tenía numerosos discípulos. Su estilo filosófico, el epicureismo, retuvo su importancia durante siglos. Parte de esta filosofía eran las teorías de Demócrito sobre las partículas.
Aun así, Epicuro no logró convencer a sus coetáneos, y sus seguidores permanecieron en minoría. Lo mismo que en el caso de Demócrito, ninguna de las muchas obras de Epicuro ha logrado sobrevivir hasta nuestros días.
Hacia el año 60 a. C. ocurrió algo afortunado, y es que el poeta romano Lucrecio, interesado por la filosofía epicúrea, escribió un largo poema, de título Sobre la naturaleza de las cosas, en el que describía el universo como si estuviera compuesto de las partículas indivisibles de Demócrito. La obra gozó de gran popularidad, y se confeccionaron ejemplares bastantes para que sobreviviera a los tiempos antiguos y medievales. Fue a través de este libro como el mundo tuvo noticia puntual de las teorías de Demócrito.
En los tiempos antiguos, los libros se copiaban a mano y eran caros. Incluso de las grandes obras se podían confeccionar solamente unos cuantos ejemplares, asequibles tan sólo a las economías más saneadas. La invención de la imprenta hacia el año 1450 d. C. supuso un gran cambio, porque permitía tirar miles de ejemplares a precios más moderados. Uno de los primeros libros que se imprimieron fue Sobre la naturaleza de las cosas, de Lucrecio.
De Gassendi a Boyle
Así fue como hasta los sabios más menesterosos de los tiempos modernos tuvieron acceso a las teorías de Demócrito. En algunos, como Pierre Gassendi, filósofo francés del siglo XVII, dejaron huella indeleble. Gassendi se convirtió en epicúreo convencido y defendió a capa y espada la teoría de las partículas indivisibles.
Uno de los discípulos de Gassendi era el inglés Robert Boyle, quien en 1660 estudió el aire y se preguntó por qué se podía comprimir, haciendo que ocupara menos y menos espacio.
Boyle supuso que el aire estaba compuesto de partículas minúsculas que dejaban grandes vanos entre ellas. Comprimir el aire equivaldría a juntar más las partículas, dejando menos espacio vacío. La idea tenía sentido.
Por otro lado, el agua podría consistir en partículas muy juntas, tan juntas que estaban en contacto. Por eso, razonó Boyle, el agua no se puede comprimir más, mientras que, al separar las partículas, el agua se convertía en vapor, sustancia tenue parecida al aire.
Boyle se convirtió así en nuevo seguidor de Demócrito. Como vemos, durante dos mil años hubo una cadena ininterrumpida de partidarios de la teoría de las partículas indivisibles: Demócrito, Epicuro, Lucrecio, Gassendi y Boyle. La mayoría, sin embargo, jamás aceptó sus ideas. « ¿Qué? ¿Una partícula que no puede dividirse en otras menores? ¡Absurdo!»
Vigilantes del peso
Pero llegó el siglo XVIII y los químicos empezaron a reconsiderar la manera en que se formaban los compuestos químicos. Sabían que eran producto de la combinación de otras sustancias: el cobre, el oxígeno y el carbono, pongamos por caso, se unían para formar el compuesto llamado carbonato cúprico. Pero por primera vez en la historia se hizo el intento de medir los pesos relativos de las sustancias componentes.
Joseph Louis Proust, químico francés, realizó mediciones muy cuidadosas hacia finales de siglo. Comprobó, por ejemplo, que siempre que el cobre, el oxígeno y el carbono formaban carbonato de cobre, se combinaban en las mismas proporciones de peso: cinco unidades de cobre por cuatro de oxígeno por una de carbono. Dicho de otro modo, si Proust usaba cinco onzas de cobre para formar el compuesto, tenía que usar cuatro de oxígeno y una de carbono.
Y aquello no era como hacer un bizcocho, donde uno puede echar una pizca más de harina o quitar un poco de leche. La «receta» del carbonato de cobre era inmutable; hiciese uno lo que hiciese la proporción era siempre 5:4:1, y punto.
Proust ensayó con otras sustancias y constató el mismo hecho: la receta inflexible. En 1779 anunció sus resultados, de los cuales proviene lo que hoy conocemos por «ley de Proust» o «ley de las proporciones fijas».
¡Qué extraño!, pensó el químico inglés John Dalton cuando supo de los resultados de Proust. « ¿Por qué ha de ser así?»
Dalton pensó en la posibilidad de las partículas indivisibles. ¿No sería que la partícula de oxígeno pesa siempre cuatro veces más que la de carbono, y la de cobre cinco veces más que ésta? Al formar carbonato de cobre por combinación de una partícula de cobre, otra de oxígeno y otra de carbono, la proporción de pesos sería entonces 5:4:1.
Para alterar ligeramente la proporción del carbonato de cobre habría que quitar un trozo a una de las tres partículas; pero Proust y otros químicos habían demostrado que las proporciones de un compuesto no podían alterarse, lo cual quería decir que era imposible romper las partículas. Dalton concluyó que eran indivisibles, como pensaba Demócrito.
Dalton, buscando nuevas pruebas, halló compuestos diferentes que, sin embargo, estaban constituidos por las mismas sustancias; lo que difería era la proporción en que entraba cada una de ellas. El anhídrido carbónico, pongamos por caso, estaba compuesto por carbono y oxígeno en la proporción, por pesos, de 3 unidades del primero por 8 del segundo. El monóxido de carbono también constaba de carbono y oxígeno, pero en la proporción de 3 a 4.
He aquí algo interesante. El número de unidades de peso de carbono era el mismo en ambas proporciones: tres unidades en el monóxido y tres unidades en el anhídrido. Podría ser, por tanto, que en cada uno de los dos compuestos hubiese una partícula de carbono que pesara tres unidades.
Al mismo tiempo, las ocho unidades de oxígeno en la proporción del anhídrido carbónico doblaban exactamente las cuatro unidades en la proporción del monóxido. Dalton pensó: si la partícula de oxígeno pesara cuatro unidades, entonces el monóxido de carbono estaría compuesto, en parte, por una partícula de oxígeno y el anhídrido por dos.
Puede que Dalton se acordara entonces del carbonato de cobre. La proporción de pesos del carbono y el oxígeno eran allí de 1 a 4 (que es lo mismo que 3 a 12). La proporción podía explicarse si uno suponía que el carbonato de cobre estaba compuesto de una partícula de carbono y tres de oxígeno. Siempre se podía arbitrar un sistema que hiciese aparecer números enteros de partículas, nunca fracciones.
Dalton anunció su teoría de las partículas indivisibles hacía el año 1803, pero ahora en forma algo diferente. Ya no era cuestión de creérsela o no. A sus espaldas tenía todo un siglo de experimentación química.
Átomos por experimento
El cambio que introdujo Galileo en la ciencia demostró su valor (véase el capítulo 4). Los argumentos teóricos por sí solos nunca habían convencido a la humanidad de la existencia real de partículas indivisibles; los argumentos, más los resultados experimentales, surtieron casi de inmediato el efecto apetecido.
Dalton reconoció que su teoría tenía sus orígenes en el filósofo risueño, y para demostrarlo utilizó humildemente la palabra átomos de Demócrito (que en castellano es átomo). Dalton dejó establecida así la teoría atómica.
Este hecho revolucionó la química. Hacia 1900, los físicos utilizaron métodos hasta entonces insólitos para descubrir que el átomo estaba constituido por partículas aún más pequeñas, lo cual revolucionó a su vez la física. Y cuando se extrajo energía del interior del átomo para producir energía atómica, lo que se revolucionó fue el curso de la historia humana.

Lavoisier y los gases
Biografía
Antoine-Laurent de Lavoisier (París, 1743 - id., 1794) Químico francés, padre de la química moderna. Orientado por su familia en un principio a seguir la carrera de derecho, Antoine-Laurent de Lavoisier recibió una magnífica educación en el Collège Mazarino, en donde adquirió no sólo buenos fundamentos en materia científica, sino también una sólida formación humanística.
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Antoine-Laurent de Lavoisier (París, 1743 - id., 1794)
Lavoisier ingresó luego en la facultad de derecho de París, donde se graduó en 1764, por más que en esta época su actividad se orientó sobre todo hacia la investigación científica. En 1766 recibió la medalla de oro de la Academia de Ciencias francesa por un ensayo sobre el mejor método de alumbrado público para grandes poblaciones. Con el geólogo J. E. Guettard, confeccionó un atlas mineralógico de Francia. En 1768 presentó una serie de artículos sobre análisis de muestras de agua, y fue admitido en la Academia, de la que fue director en 1785 y tesorero en 1791.
Su esposa, Marie Paulze, con quien se casó en 1771, fue además su más estrecha colaboradora, e incluso tradujo al inglés los artículos redactados por su esposo. Un año antes, éste se había ganado una merecida reputación entre la comunidad científica de la época al demostrar la falsedad de la antigua idea, sostenida incluso por Robert Boyle, que el agua podía ser convertida en tierra mediante sucesivas destilaciones.
La especulación acerca de la naturaleza de los cuatro elementos tradicionales (aire, agua, tierra y fuego) llevó a Lavoisier a emprender una serie de investigaciones sobre el papel desempeñado por el aire en las reacciones de combustión. Presentó a la Academia los resultados de su investigación en 1772, e hizo hincapié en el hecho que cuando se quema el azufre o el fósforo, éstos ganan peso por absorber «aire», mientras que el plomo metálico formado tras calentar el plomo mineral lo pierde por haber perdido «aire». A partir de los trabajos de Priestley, acertó a distinguir entre un «aire» que no se combina tras la combustión o calcinación (el nitrógeno) y otro que sí lo hace, al que denominó oxígeno (productor de ácido).
Los resultados cuantitativos y demás evidencias que obtuvo Lavoisier se oponían a la teoría del flogisto, aceptada incluso por Priestley, según la cual una sustancia hipotética, el flogisto, era la que se liberaba o se adquiría en los procesos de combustión de las sustancias. Lavoisier publicó en 1786 una brillante refutación de dicha teoría, que logró persuadir a gran parte de la comunidad científica del momento, en especial la francesa; en 1787 se publicó el Méthode de nomenclature chimique, bajo la influencia de las ideas de Lavoisier, en el que se clasificaron y denominaron los elementos y compuestos entonces conocidos.
* * *
Cuesta creer que el aire sea realmente algo. No se puede ver y normalmente tampoco se deja sentir; y, sin embargo, está ahí. Cuando cobra suficiente velocidad, sopla un viento huracanado que es capaz de hacer naufragar barcos y tronchar árboles. Su presencia resulta entonces innegable.
El aire ¿es la única sustancia invisible? Los alquimistas de la Edad Media pensaban que sí, pues las pompas o vapores incoloros que emanaban sus pócimas recibían el nombre de «aires».
Si los alquimistas vivieran hoy día, no tomaríamos en serio muchos de sus hallazgos. Al fin y al cabo, la alquimia era una falsa ciencia, más interesada en convertir metales en oro que en contribuir al conocimiento de la materia. Con todo, hubo alquimistas de talento que observaron y estudiaron el comportamiento de los metales y otras sustancias con las que trabajaban e hicieron importantes aportaciones a la química moderna.
Un alquimista de talento
Uno de estos alquimistas brillantes fue Jan Baptista van Helmont. A decir verdad era médico y tenía la alquimia como afición. Pues bien, corría el año 1630 aproximadamente y el tal van Helmont estaba muy descontento con la idea que todos los vapores incoloros fuesen aire. Los «aires» que veía borbotear de sus mixturas no parecían aire ni nada que se le pareciera.
Al echar, por ejemplo, trocitos de plata en un corrosivo muy fuerte llamado ácido nítrico, la plata se disolvía y un vapor rojo borboteaba y dibujaba rizos por encima de la superficie del líquido. ¿Era aquello aire? ¿Quién había visto jamás aire rojo? ¿Quién había oído jamás hablar de un aire que podía verse?
Van Helmont echó luego caliza sobre vinagre y observó de nuevo una serie de pompas que ascendían a la superficie. Al menos esta vez eran incoloras y tenían todo el aspecto de ser burbujas de aire. Pero al colocar una vela encendida sobre la superficie del líquido, la llama se apagaba. ¿Qué clase de aire era aquél en el que no podía arder una vela? Esos mismos vapores ignífugos emanaban del jugo de fruta en fermentación y de las ascuas de madera.
Los así llamados aires obtenidos por van Helmont y otros alquimistas no eran realmente aire. Pero se parecían tanto que engañaron a todos... menos a van Helmont, quien concluyó que el aire era sólo un ejemplo de un grupo de sustancias similares.
Estas sustancias eran más difíciles de estudiar que los materiales corrientes, que uno podía ver y sentir fácilmente; tenían formas definidas y ocupaban cantidades fijas de espacio; se daban en trozos o en cantidades: un terrón de azúcar, medio vaso de agua. Las sustancias aéreas, por el contrario, parecían esparcirse uniformemente por doquier y carecían de estructura.
Del «caos» al «gas»
Este nuevo grupo de sustancias necesitaba un nombre. Van Helmont conocía el mito griego según el cual el universo fue en su origen materia tenue e informe que llenaba todo el espacio. Los griegos llamaban a esta materia primigenia caos. ¡Una buena palabra! Pero van Helmont era flamenco, vivía en lo que hoy es Bélgica, y escribió la palabra tal y como la pronunciaba: «gas».
Van Helmont fue el primero en darse cuenta que el aire era sólo uno de tantos gases. A ese gas rojo que observó lo llamamos hoy dióxido de nitrógeno, y al gas que apagaba la llama, anhídrido carbónico.
A van Helmont no le fue fácil estudiar los gases, porque tan pronto como surgían se mezclaban con el aire y desaparecían. Unos cien años más tarde, el inglés Stephen Hales, que era pastor protestante, inventó un método para impedir esa difusión.
Hales dispuso las cosas de manera que las burbujas de gas se formaran en un matraz cuya única salida era un tubo acodado que conducía hasta la boca de otro matraz en posición invertida y lleno de agua. Las burbujas salían por el tubo y subían por el segundo matraz, desplazando el agua. Al final tenía un recipiente lleno de un gas determinado con el que podía experimentar.
La nueva bebida de Priestley
Había gases que, para desesperación de los químicos, no podían recogerse en un matraz lleno de agua porque se disolvían en este líquido. Joseph Priestley, otro pastor inglés, sustituyó hacia 1770 el agua por mercurio. Los gases no se disuelven en mercurio, por lo cual el método servía para recoger cualquier gas.
Priestley obtuvo los dos gases de van Helmont con ayuda del mercurio. El que más le interesaba era el dióxido de carbono, así que, tras obtenerlo con mercurio, disolvió un poco en agua y comprobó que la bebida resultante tenía un sabor agradable. Había inventado el agua de soda.
Priestley recogió también los gases amoníaco, cloruro de hidrógeno y dióxido de azufre y descubrió el oxígeno. Evidentemente, existían docenas de gases distintos.
Una cuestión candente
Hacia la misma época en que Priestley descubría gases, en los años 70 del siglo XVIII, el químico francés Antoine-Laurent Lavoisier estaba enfrascado en el problema de la combustión. La combustión, es decir, el proceso de arder u oxidarse una sustancia en el aire, era algo que nadie terminaba de comprender.
Lavoisier no fue, claro está, el primero en estudiar la combustión; pero tenía una ventaja sobre sus predecesores, y es que creía firmemente que las mediciones precisas eran parte esencial de un experimento. La idea de tomar medidas cuidadosas tampoco era nueva, pues la introdujo doscientos años antes Galileo (véase el capítulo 4); pero fue Lavoisier quien la extendió a la química.
Lavoisier, como decimos, no se limitaba a observar la combustión de una sustancia y examinar las cenizas residuales; ni a observar solamente la oxidación de los metales y examinar la herrumbre, esa sustancia escamosa y pulverulenta que se formaba en la superficie. Antes de arder o aherrumbrarse la sustancia, la pesaba con todo cuidado; y al final del proceso volvía a pesarla.
Estas mediciones no hicieron más que aumentar la confusión al principio. La madera ardía, y la ceniza residual era mucho más ligera que aquélla. Una vela se consumía y desaparecía por completo; no dejaba ni rastro. Lavoisier y varios amigos suyos compraron un pequeño diamante y lo calentaron hasta que ardió; y tampoco dejó rastro alguno. La combustión de un metal ¿destruía parte o la totalidad de su sustancia?
Por otro lado, Lavoisier comprobó que cuando un metal se oxidaba, la herrumbre era más pesada que el metal original. Parecía como si un material sólido, sin saber de dónde venía, se agregara al metal. ¿Por qué la oxidación añadía materia, mientras que la combustión parecía destruirla?
Un problema de peso
Los químicos anteriores no habían perdido el sueño por cuestiones de esta índole, porque no tenían la costumbre de pesar las sustancias. ¿Qué más daba un poco más o un poco menos de peso?
A Lavoisier sí le importaba. ¿No sería que el material quemado se disipaba en el aire? Si las sustancias formaban gases al arder, ¿no se mezclarían éstos con el aire y desaparecerían?
van Helmont había demostrado que la combustión de la madera producía dióxido de carbono. Lavoisier había obtenido el mismo gas en la combustión del diamante. Una cosa era cierta, por tanto: que la combustión podía producir gas. Pero ¿cuánto? ¿En cantidad suficiente para compensar la pérdida de peso?
Lavoisier pensó que podría ser así. Veinte años atrás, Joseph Black, un químico escocés, había calentado caliza (carbonato de calcio) y comprobado que liberaba dióxido de carbono. La caliza perdió peso, pero el peso del gas producido compensaba exactamente la pérdida.
«Bien», pensó Lavoisier, «supongamos que una sustancia, al arder, pierde peso porque libera un gas. ¿Qué ocurre entonces con los metales? ¿Ganan peso cuando se aherrumbran porque se combinan con un gas?».
El trabajo de Black volvió a dar una pista. Black había hecho burbujear dióxido de carbono a través de agua de cal (una solución de hidróxido de calcio), y el gas y el hidróxido se habían combinado para formar caliza en polvo. Si el hidróxido de calcio podía combinarse con un gas y formar otra sustancia, pensó Lavoisier, es posible que los metales hagan lo propio.
Dejar el aire afuera
Lavoisier tenía, pues, buenas razones para sospechar que detrás de los cambios de peso que se producían en la combustión estaban los gases. Mas ¿cómo probar su sospecha? No bastaba con pesar las cenizas y la herrumbre; había que pesar también los gases.
El problema era la ancha capa de aire que rodea a la Tierra, tanto a la hora de pesar los gases que escapaban de un objeto en combustión como a la hora de medir la cantidad de gas que abandonaba el aire para combinarse con un metal, porque en este segundo caso no pasaría mucho tiempo sin que el espacio dejado por el gas lo ocupara una cantidad parecida de aire.
Lavoisier cayó en la cuenta que la solución consistía en encerrar los gases y dejar afuera todo el aire, menos una cantidad determinada. Ambas cosas podía conseguirlas si preveía que las reacciones químicas ocurrieran en un recipiente sellado. Los gases liberados en la combustión de una sustancia quedarían capturados entonces dentro del recipiente; y los necesarios para formar la herrumbre sólo podían provenir del aire retenido dentro del mismo.
Sopesar la evidencia
Lavoisier comenzó por pesar con todo cuidado el recipiente estanco, junto con la sustancia sólida y el aire retenido dentro. Luego calentó aquélla enfocando la luz solar por medio de una gran lupa o encendiendo un fuego debajo. Una vez que la sustancia se había quemado o aherrumbrado, volvió a pesar el recipiente junto con su contenido.
El proceso lo repitió con diversas sustancias, y en todos los casos, independientemente de qué fuese lo que se quemara o aherrumbrara, el recipiente sellado no mostró cambios de peso.
Imaginemos, por ejemplo, un trozo de madera reducido a cenizas por combustión. Las cenizas, como es lógico, pesaban menos que la madera, pero la diferencia de peso quedaba compensada por el del gas liberado, de manera que, a fin de cuentas, el peso del recipiente no variaba.
Lo mismo con la oxidación. El trozo de hierro absorbía gas del aire retenido en el recipiente y se transformaba en herrumbre. La herrumbre era más pesada que el hierro, pero la ganancia quedaba exactamente compensada por la pérdida de peso del aire, de modo que, al final, el peso del recipiente tampoco variaba.
Los experimentos y mediciones de Lavoisier ejercieron gran influencia en el desarrollo de la química. Constituyeron los cimientos para su interpretación de la combustión (que es la que seguimos aceptando hoy) y le llevaron a inferir que la materia ni se crea ni se destruye, sino sólo cambia de una forma a otra (de sólido a gas, por ejemplo).
Este es el famoso «principio de conservación de la materia». Y esta idea que la materia es indestructible ayudó a aceptar, treinta años más tarde, la teoría que la materia se compone de átomos indestructibles (véase el capítulo 5).
Tanto el principio de conservación de la materia como la teoría atómica han sufrido retoques y mejoras en el siglo XX. Pero, a grandes rasgos, constituyen la sólida plataforma sobre la que se alza la química moderna. En reconocimiento a su contribución a esta tarea, Lavoisier lleva el título de «padre de la química moderna».


Newton y la inercia
Biografía
Científico inglés (Woolsthorpe, Lincolnshire, 1642 - Londres, 1727). Hijo póstumo y prematuro, su madre preparó para él un destino de granjero; pero finalmente se convenció del talento del muchacho y le envió a la Universidad de Cambridge, en donde hubo de trabajar para pagarse los estudios. Allí Newton no destacó especialmente, pero asimiló los conocimientos y principios científicos de mediados del siglo XVII, con las innovaciones introducidas por Galileo, Bacon, Descartes, Kepler y otros.
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Isaac Newton, nacido en (Woolsthorpe, Lincolnshire, 1642, muerto en Londres, 1727
Tras su graduación en 1665, Isaac Newton se orientó hacia la investigación en Física y Matemáticas, con tal acierto que a los 29 años ya había formulado teorías que señalarían el camino de la ciencia moderna hasta el siglo XX; por entonces ya había obtenido una cátedra en su universidad (1669).
Suele considerarse a Isaac Newton uno de los protagonistas principales de la llamada «Revolución científica» del siglo XVII y, en cualquier caso, el padre de la mecánica moderna. No obstante, siempre fue remiso a dar publicidad a sus descubrimientos, razón por la que muchos de ellos se conocieron con años de retraso.
Newton coincidió con Leibniz en el descubrimiento del cálculo integral, que contribuiría a una profunda renovación de las Matemáticas; también formuló el teorema del binomio (binomio de Newton). Pero sus aportaciones esenciales se produjeron en el terreno de la Física.
Sus primeras investigaciones giraron en torno a la óptica: explicando la composición de la luz blanca como mezcla de los colores del arco iris, Isaac Newton formuló una teoría sobre la naturaleza corpuscular de la luz y diseñó en 1668 el primer telescopio de reflector, del tipo de los que se usan actualmente en la mayoría de los observatorios astronómicos; más tarde recogió su visión de esta materia en la obra Óptica (1703).
También trabajó en otras áreas, como la termodinámica y la acústica; pero su lugar en la historia de la ciencia se lo debe sobre todo a su refundación de la mecánica. En su obra más importante, Principios matemáticos de la filosofía natural (1687), formuló rigurosamente las tres leyes fundamentales del movimiento: la primera ley de Newton o ley de la inercia, según la cual todo cuerpo permanece en reposo o en movimiento rectilíneo uniforme si no actúa sobre él ninguna fuerza; la segunda o principio fundamental de la dinámica, según el cual la aceleración que experimenta un cuerpo es igual a la fuerza ejercida sobre él dividida por su masa; y la tercera, que explica que por cada fuerza o acción ejercida sobre un cuerpo existe una reacción igual de sentido contrario.
De estas tres leyes dedujo una cuarta, que es la más conocida: la ley de la gravedad, que según la leyenda le fue sugerida por la observación de la caída de una manzana del árbol. Descubrió que la fuerza de atracción entre la Tierra y la Luna era directamente proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que las separa, calculándose dicha fuerza mediante el producto de ese cociente por una constante G; al extender ese principio general a todos los cuerpos del Universo lo convirtió en la ley de gravitación universal.
La mayor parte de estas ideas circulaban ya en el ambiente científico de la época; pero Newton les dio el carácter sistemático de una teoría general, capaz de sustentar la concepción científica del Universo durante varios siglos. Hasta que terminó su trabajo científico propiamente dicho (hacia 1693), Newton se dedicó a aplicar sus principios generales a la resolución de problemas concretos, como la predicción de la posición exacta de los cuerpos celestes, convirtiéndose en el mayor astrónomo del siglo. Sobre todos estos temas mantuvo agrios debates con otros científicos (como Halley, Hooker, Leibniz o Flamsteed), en los que encajó mal las críticas y se mostró extremadamente celoso de sus posiciones.
Como profesor de Cambridge, Newton se enfrentó a los abusos de Jacobo II contra la universidad, lo cual le llevó a aceptar un escaño en el Parlamento surgido de la «Gloriosa Revolución» (1689-90). En 1696 el régimen le nombró director de la Casa de la Moneda, buscando en él un administrador inteligente y honrado para poner coto a las falsificaciones. Volvería a representar a su universidad en el Parlamento en 1701. En 1703 fue nombrado presidente de la Royal Society de Londres. Y en 1705 culminó la ascensión de su prestigio al ser nombrado caballero.
* * *
Es natural pensar que el universo se compone de dos partes, los cielos y la tierra; y, según el filósofo griego Aristóteles, esas dos partes parecían comportarse de manera completamente diferente.
Aristóteles observó que aquí abajo, en la tierra, todo cambia o se desintegra: los hombres envejecen y mueren, los edificios se deterioran y derrumban, el mar se encrespa y luego se calma, los vientos llevan y traen las nubes, el fuego prende y luego se apaga, y la Tierra misma tiembla con los terremotos.
En los cielos, por el contrario, parecían reinar sólo la serenidad y la inmutabilidad. El Sol salía y se ponía puntualmente y su luz jamás subía ni bajaba de brillo. La Luna desgranaba sus fases en orden regular, y las estrellas brillaban sin desmayo.
Aristóteles concluyó que las dos partes del universo funcionaban de acuerdo con reglas o «leyes naturales» de distinta especie. Había una ley natural para los objetos de la Tierra y otra para los objetos celestes. Estos dos conjuntos diferentes de leyes naturales parecían retener su validez al aplicarlas al movimiento. Una piedra soltada en el aire caía derecha hacia abajo. Y en un día sin viento, el humo subía recto hacia lo alto. Todos los movimientos terrestres, librados a su suerte, parecían avanzar o hacia arriba o hacia abajo.
No así en el cielo. El Sol y la Luna y las estrellas no caían hacia la Tierra ni se alejaban de ella. Aristóteles creía que se movían en círculos suaves y uniformes alrededor de nuestro planeta.
Había otra diferencia, y es que en la Tierra los objetos en movimiento terminaban por pararse. La piedra caía al suelo y se detenía. Una pelota podía botar varias veces, pero muy pronto quedaba en reposo. Y lo mismo con un bloque de madera que deslizara pendiente abajo, o con una vagoneta sobre ruedas, o con una piedra lanzada. Inclusive un caballo al galope acababa por cansarse y pararse.
Aristóteles pensaba, por tanto, que el estado natural de las cosas en la Tierra era el reposo. Cualquier objeto en movimiento regresaba a ese estado natural de reposo lo antes posible. En el cielo, por el contrario, la Luna, el Sol y las estrellas jamás hacían un alto y se movían siempre con la misma rapidez.
De Galileo a Newton
Las ideas aristotélicas sobre el movimiento de los objetos fueron lo mejor que pudo ofrecer la mente humana durante casi dos mil años. Luego vino Galileo con otras mejores (véase capítulo 4).
Allí donde Aristóteles creía que los objetos pesados caen más rápidamente que los ligeros, Galileo mostró que todos los objetos caen con la misma velocidad. Aristóteles tenía razón en lo que se refiere a objetos muy ligeros: era cierto que caían más despacio. Pero Galileo explicó por qué: al ser tan ligeros, no podían abrirse paso a través del aire; en el vacío, por el contrario, caería igual de aprisa un trozo de plomo que el objeto más ligero, pues éste no se vería ya retardado por la resistencia del aire.
Unos cuarenta años después de la muerte de Galileo, el científico inglés Isaac Newton estudió la idea que la resistencia del aire influía sobre los objetos en movimiento y logró descubrir otras formas de interferir con éste.
Cuando una piedra caía y golpeaba la tierra, su movimiento cesaba porque el suelo se cruzaba en su camino. Y cuando una roca rodaba por una carretera irregular, el suelo seguía cruzándose en su camino: la roca se paraba debido al rozamiento entre la superficie áspera de la carretera y las desigualdades de la suya propia.
Cuando la roca bajaba por una carretera lisa y pavimentada, el rozamiento era menor y la roca llegaba más lejos antes de pararse. Y sobre una superficie helada la distancia cubierta era aún mayor.
Newton pensó: ¿Qué ocurriría si un objeto en movimiento no hiciese contacto con nada, si no hubiese barreras, ni rozamiento ni resistencia del aire? Dicho de otro modo, ¿qué pasaría si el objeto se mueve a través de un enorme vacío?
En ese caso no habría nada que lo detuviera, lo retardara o lo desviara de su trayectoria. El objeto seguiría moviéndose para siempre a la misma velocidad y en la misma dirección.
Newton concluyó, por tanto, que el estado natural de un objeto en la Tierra no era necesariamente el reposo; esa era sólo una posibilidad.
Sus conclusiones las resumió en un enunciado que puede expresarse así: Cualquier objeto en reposo, abandonado completamente a su suerte, permanecerá para siempre en reposo. Cualquier objeto en movimiento, abandonado completamente a su suerte, se moverá a la misma velocidad y en línea recta indefinidamente.
Este enunciado es la primera ley de Newton del movimiento.
Según Newton, los objetos tendían a permanecer en reposo o en movimiento. Era como si fuesen demasiado «perezosos» para cambiar de estado. Por eso, la primera ley de Newton se denomina a veces la ley de «inercia». («Inertia», en latín, quiere decir «ocio», «pereza».)
A poco que uno recapacite verá que los objetos tienen cantidades de inercia (de resistencia al cambio) muy variables. Basta dar una patadita a un balón de playa para mandarlo muy lejos, mientras que para mover una bala de cañón hay que empujar con todas nuestras fuerzas, y aun así se moverá muy despacio.
Una vez en movimiento, también es grande la diferencia en la facilidad con que dejan detenerse. Un balón de playa que viene lanzado hacia nosotros lo podemos parar de un manotazo. Una bala de cañón, a la misma velocidad, más vale dejarla pasar, porque nos arrancaría la mano y ni se enteraría.
La bala de cañón es mucho más reacia a cambiar su estado de movimiento que un balón de playa. Tiene mucha más inercia. Newton sugirió que la masa de un objeto es la cantidad de inercia del objeto. Una bala de cañón tiene más masa que un balón de playa.
La bala de cañón tiene también más peso que el balón. Los objetos pesados tienen en general gran masa, mientras que los ligeros tienen poca. Pero el peso no es lo mismo que la masa. En la Luna, por ejemplo, el peso de cualquier objeto es sólo un sexto de su peso en la Tierra, pero su masa es la misma. El movimiento de una bala de cañón en la Luna sería tan difícil de iniciar y tan peligroso de detener como en la Tierra; y, sin embargo, la bala nos parecería sorprendentemente ligera al levantarla.
Para hacer que un objeto se mueva más rápidamente, más lentamente o abandone su trayectoria, hay que tirar de él o empujarlo. Un tirón o un empujón recibe el nombre de «fuerza». Y la razón (por unidad de tiempo) a la que un cuerpo aviva o retarda su paso o cambia de dirección es su «aceleración».
La segunda ley del movimiento que enunció Newton cabe expresarla así: la aceleración de cualquier cuerpo es igual a la fuerza aplicada a él, dividida por la masa del cuerpo. Dicho de otro modo, un objeto, al empujarlo o tirar de él, tiende a acelerar o retardar su movimiento o a cambiar de dirección. Cuanto mayor es la fuerza, tanto más cambiará de velocidad o de dirección. Por otro lado, la masa del objeto, la cantidad de inercia que posee, actúa en contra de esa aceleración. Un empujón fuerte hará que el balón de playa se mueva mucho más deprisa porque posee poca masa; pero la misma fuerza, aplicada a la bala de cañón (que tiene mucha más masa), apenas afectará su movimiento.
De la manzana a la Luna
Newton propuso luego una tercera ley del movimiento, que puede enunciarse de la siguiente manera: Si un cuerpo ejerce una fuerza sobre un segundo cuerpo, éste ejerce sobre el primero una fuerza igual pero de sentido contrario. Es decir, que si un libro aprieta hacia abajo sobre una mesa, la mesa tiene que estar empujando el libro hacia arriba en la misma cuantía. Por eso el libro se queda donde está, sin desplomarse a través del tablero ni saltar a los aires.
Las tres leyes del movimiento sirven para explicar casi todos los movimientos y fuerzas de la Tierra. ¿Sirven también para explicar los de los cielos, que son tan distintos?
Los objetos celestes se mueven en el vacío, pero no en línea recta. La Luna, pongamos por caso, sigue una trayectoria curva alrededor de la Tierra. Lo cual no contradice la primera ley de Newton, porque la Luna no está «librada completamente a su suerte». No se mueve en línea recta porque sufre continuamente un tirón lateral en dirección a la Tierra.
Para que la Luna se viera solicitada de este modo era necesario, por la segunda Ley de Newton, que existiera una fuerza aplicada a ella, una fuerza ejercida siempre en dirección a la Tierra.
La Tierra ejerce, sin duda, una fuerza sobre los cuerpos terrestres y hace que las manzanas caigan, por ejemplo. Es la fuerza de la gravedad. ¿Era esta fuerza la misma que actuaba sobre la Luna? Newton aplicó sus tres leyes del movimiento a nuestro satélite y demostró que su trayectoria quedaba explicada admirablemente con sólo suponer que sobre ella actuaba la misma fuerza gravitatoria que hacía caer a las manzanas.
Pero la cosa no paraba ahí, porque cualquier objeto del universo establece una fuerza de gravitación; y es la gravitación del Sol, por ejemplo, la que hace que la Tierra gire y gire alrededor del astro central.
Newton aplicó sus tres leyes para demostrar que la magnitud de la fuerza de gravitación entre dos cuerpos cualesquiera del universo dependía de las masas de los cuerpos y de la distancia entre ellos. Cuanto mayores las masas, mayor la fuerza. Y cuanto mayor la distancia mutua, menor la atracción entre los cuerpos. Newton había descubierto la ley de la gravitación universal.
Esta ley consiguió dos cosas importantes. En primer lugar explicaba el movimiento de los cuerpos celestes hasta casi sus últimos detalles; explicaba asimismo por qué la Tierra cabeceaba muy lentamente sobre su eje; y más tarde sirvió para explicar la rotación mutua de parejas de estrellas (binarias), alejadas billones de kilómetros de nosotros.
En segundo lugar, y quizá sea esto lo más importante, Newton demostró que Aristóteles se había equivocado al pensar que existían dos conjuntos de leyes naturales, uno para los cielos y otro para la Tierra. Las tres leyes del movimiento explicaban igual de bien la caída de una manzana o el rebote de una pelota que la trayectoria de la Luna. Newton demostró así que los cielos y la Tierra eran parte del mismo universo.


Faraday y los campos
Biografía
Michael Faraday (Newington, Gran Bretaña, 1791-Londres, 1867) Científico británico. Uno de los físicos más destacados del siglo XIX, nació en el seno de una familia humilde y recibió una educación básica. A temprana edad tuvo que empezar a trabajar, primero como repartidor de periódicos, y a los catorce años en una librería, donde tuvo la oportunidad de leer algunos artículos científicos que lo impulsaron a realizar sus primeros experimentos.
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Michael Faraday (Newington, Gran Bretaña, 1791 - Londres, 1867)


Tras asistir a algunas conferencias sobre química impartidas por sir Humphry Davy en la Royal Institution, Faraday le pidió que lo aceptara como asistente en su laboratorio. Cuando uno de sus ayudantes dejó el puesto, Davy se lo ofreció a Faraday. Pronto se destacó en el campo de la química, con descubrimientos como el benceno y las primeras reacciones de sustitución orgánica conocidas, en las que obtuvo compuestos clorados de cadena carbonada a partir de etileno.
En esa época, el científico danés Hans Christian Oersted descubrió los campos magnéticos generados por corrientes eléctricas. Basándose en estos experimentos, Faraday logró desarrollar el primer motor eléctrico conocido. En 1831 colaboró con Charles Wheatstone e investigó sobre fenómenos de inducción electromagnética. Observó que un imán en movimiento a través de una bobina induce en ella una corriente eléctrica, lo cual le permitió describir matemáticamente la ley que rige la producción de electricidad por un imán.
Realizó además varios experimentos electroquímicos que le permitieron relacionar de forma directa materia con electricidad. Tras observar cómo se depositan las sales presentes en una cuba electrolítica al pasar una corriente eléctrica a su través, determinó que la cantidad de sustancia depositada es directamente proporcional a la cantidad de corriente circulante, y que, para una cantidad de corriente dada, los distintos pesos de sustancias depositadas están relacionados con sus respectivos equivalentes químicos.
Posteriores aportaciones que resultaron definitivas para el desarrollo de la física, como es el caso de la teoría del campo electromagnético introducida por James Clerk Maxwell, se fundamentaron en la labor pionera que había llevado a cabo Michael Faraday.
                                                                               * * *
Imaginemos una barra de hierro, de pie sobre uno de sus extremos, con una cuerda atada cerca del borde superior. ¿Podemos tumbarla?
Por supuesto que sí. Basta con empujarla con un dedo o agarrar la cuerda y tirar. El tirón o el empujón es una fuerza. En casi todos los casos la fuerza sólo actúa cuando los dos objetos se tocan.
Al empujar la barra, el dedo la toca. Al tirar, los dedos tocan la cuerda y ésta toca la barra. Alguien podría decir que si soplamos con fuerza en dirección a la barra, la podemos tumbar sin tocarla. Pero lo que hacemos es empujar moléculas de aire, que son las que tocan y empujan la barra.
Las tres leyes newtonianas del movimiento explicaban el comportamiento de estas fuerzas (véase el capítulo 7) y servían también para explicar los principios en que se basaban máquinas en las que las palancas, las poleas y los engranajes actuaban tirando y empujando. En este tipo de máquinas los objetos ejercían fuerzas sobre otros objetos por contacto.
Un universo «mecánico»
Los científicos de principios del siglo XVIII pensaban que el universo entero funcionaba a base de estas fuerzas de contacto: era lo que se llama una visión mecanicista del universo.
¿Podían existir fuerzas sin contacto? Sin duda: una de ellas era la fuerza de gravitación explicada por el propio Newton. La Tierra tiraba de la Luna y la mantenía en su órbita, pero no la tocaba en absoluto. Entre ambos cuerpos no mediaba absolutamente nada, ni siquiera aire; pero aun así, ambas estaban ligadas por la gran fuerza gravitatoria.
Otra clase de fuerza sin contacto cabe observarla si volvemos por un momento a nuestra barra de hierro colocada de pie. Lo único que necesitamos es un pequeño imán. Lo acercamos a la punta superior de la barra y ésta se inclina hacia el imán y cae. El imán no necesita tocar para nada la barra, ni tampoco es el aire el causante del fenómeno, porque exactamente lo mismo ocurre en el vacío.
Si dejamos que un imán largo y fino oscile en cualquier dirección, acabará por apuntar hacia el Norte y el Sur. O dicho de otro modo, el imán se convierte en brújula, en una brújula como las que utilizaron los navegantes europeos para explorar los océanos desde mediados del siglo XIV aproximadamente.
El extremo del imán que apunta al Norte se llama polo norte; el otro es el polo sur. Si se acerca el polo norte de un imán al polo sur de otro, se establece una fuerte atracción entre ambos, que tenderán a unirse. Y si se hace lo mismo con polos iguales, norte y norte o sur y sur, ambos se repelen y separan.
Este tipo de fuerza sin contacto se llama «acción a distancia» y trajo de cabeza a los científicos desde el principio. Incluso Tales (véase el capítulo 1) quedó atónito cuando observó por primera vez que cierto mineral negro atraía al hierro a distancia, y exclamó: « ¡Este mineral tiene que tener vida!».
No había tal, claro; se trataba simplemente del mineral magnetita. ¿Pero cómo iban a explicar si no los científicos la misteriosa fuerza de un imán, una fuerza que era capaz de atraer y tumbar una barra de hierro sin tocarla? La acción de una brújula era aún más misteriosa. La aguja apuntaba siempre hacia el Norte y hacia el Sur porque era atraída por las lejanas regiones polares de la Tierra. ¡He aquí una acción a distancias realmente grandes! ¡Una fuerza que podía encontrar una aguja magnética en un pajar!
El científico inglés Michael Faraday abordó en 1831 el problema de esa misteriosa fuerza. Colocó dos imanes sobre una mesa de madera, con el polo norte de uno mirando hacia el polo sur del otro. Los imanes estaban suficientemente cerca como para atraerse, pero no tanto como para llegar a juntarse; la atracción a esa distancia no era suficiente para superar el rozamiento con la mesa. Faraday sabía, sin embargo, que la fuerza estaba ahí, porque si dejaba caer limaduras de hierro entre los dos imanes, aquéllas se movían hacia los polos y se quedaban pegadas a ellos.
Faraday modificó luego el experimento: colocó un trozo de papel recio sobre los dos imanes y esparció por encima las limaduras. El rozamiento de las limaduras contra el papel las retenía e impedía que migraran hacia los imanes.
«Alineamiento» magnético
Faraday dio luego un ligero golpecito al papel para que las limaduras se movieran un poco, y al punto giraron como diminutas agujas magnéticas y quedaron señalando hacia uno u otro imán.
Las limaduras parecían alinearse realmente según curvas que iban del polo de uno de los imanes al polo del otro. Faraday lo estudió detenidamente. Las líneas situadas exactamente entre los dos polos eran rectas. A orillas del vano entre los dos imanes seguían alineándose las limaduras, pero ahora trazaban una curva. Cuanto más fuera estaban las limaduras, más curvada era la línea que dibujaban.
Faraday cayó en la cuenta. ¡Ya lo tenía! Entre el polo norte de un imán y su propio polo sur o el de otro imán corrían líneas magnéticas de fuerza que llegaban muy lejos de los polos.
Quiere decirse que el imán no actuaba ni mucho menos por acción a distancia, sino que atraía o empujaba a un objeto cuando sus líneas de fuerza se aproximaban a él. Las líneas de fuerza de un imán o tocaban el objeto, o se acercaban a las líneas de fuerza que salían de éste.
Los científicos pensaron más tarde que probablemente era lo mismo que sucedía con otros tipos de acción a distancia. Alrededor de la Tierra y de la Luna, por ejemplo, tenía que haber líneas gravitatorias de fuerza, cuyo contacto es el que permite que se atraigan los dos cuerpos. Y, por otro lado, los cuerpos eléctricamente cargados también repelían y atraían a otros objetos, de manera que existían asimismo líneas eléctricas de fuerza.
Nuevos generadores
Faraday no tardó en demostrar que cuando ciertos objetos (no cualesquiera) se mueven a través de líneas magnéticas de fuerza se establece una corriente eléctrica en ellos.
Hasta entonces la corriente eléctrica sólo se podía obtener con baterías, que son recipientes cerrados en cuyo interior reaccionan ciertas sustancias químicas. La electricidad generada con baterías era bastante cara. El nuevo descubrimiento de Faraday permitía generarla con una máquina de vapor que moviera ciertos objetos a través de líneas magnéticas de fuerza. La electricidad obtenida con estos generadores de vapor era muy barata y podía producirse en grandes cantidades. Cabe decir, pues, que fueron las líneas magnéticas de fuerza las que electrificaron el mundo en el siglo XX.
Faraday era un genio autodidacta. Sólo cursó estudios primarios y no sabía matemáticas, por lo cual no pudo describir cuantitativamente la distribución de las líneas de fuerza alrededor de un imán. Tuvo que limitarse a reproducirla con limaduras de hierro.
Sin embargo, el problema lo abordó hacia 1860 un matemático escocés que se llamaba James Clerk Maxwell. Maxwell obtuvo un conjunto de ecuaciones matemáticas que describían cómo la intensidad de la fuerza variaba al alejarse cada vez más del imán en cualquier dirección.
La fuerza que rodea un imán se denomina «campo». El campo de cualquier imán llena el universo entero; lo que ocurre es que se debilita rápidamente con la distancia, de manera que sólo puede medirse muy cerca del imán. A Maxwell se le ocurrió trazar una línea que pasara por todas las partes del campo que tenían una determinada intensidad. El resultado eran las líneas de fuerza de las que había hablado Faraday. Las ecuaciones de Maxwell permitieron, pues, manejar con precisión las líneas de fuerza de Faraday.
Maxwell demostró también que los campos magnéticos y los eléctricos coexistían siempre y que había que hablar, por tanto, de un campo electromagnético. En ciertas condiciones podía propagarse desde el centro de este campo, y en todas direcciones, un conjunto de «ondas». Era la radiación electromagnética. Según los cálculos matemáticos de Maxwell, esa radiación tenía que viajar a la velocidad de la luz. Parecía, pues, que la propia luz era una radiación electromagnética.
Años después de morir Maxwell se demostró que sus teorías eran correctas y se descubrieron nuevos tipos de radiación electromagnética, como las ondas de radio y los rayos X. Maxwell lo había predicho, pero no llegó a verlo confirmado experimentalmente.
En 1905, el científico suizo-alemán Albert Einstein comenzó a remodelar la imagen del universo: abandonó la visión mecanicista nacida con las leyes del movimiento de Newton, y explicó el universo sobre la base de la idea de campo.
Los dos campos que se conocían por entonces eran el gravitatorio y el electromagnético. Einstein trató de hallar un único conjunto de ecuaciones matemáticas que describiera ambos campos; pero fracasó. Desde entonces se han descubierto dos nuevos campos que tienen que ver con las minúsculas partículas que componen el núcleo del átomo. Son lo que se conoce por «campos nucleares».
La acción electromagnética
Todo lo que antes solía tenerse por fuerzas de «tirar y empujar» se considera ahora como la interacción de campos.
El contorno de un átomo está ocupado por electrones. Cuando dos átomos se aproximan entre sí, los campos electromagnéticos que rodean a estos electrones se empujan mutuamente. Los átomos propiamente dichos se separan sin haber llegado a tocarse.
Así pues, cuando empujamos una barca o tiramos de una cuerda no tocamos en realidad nada sólido. Lo único que hacemos es aprovecharnos de estos diminutos campos electromagnéticos. La Luna gira alrededor de la Tierra y ésta alrededor del Sol debido a los campos gravitatorios que rodean a estos cuerpos. Y las bombas atómicas explosionan a causa de procesos que se operan en los campos nucleares.
La nueva imagen del universo, la imagen basada en los campos, ha permitido a los científicos hacer avances que habrían sido imposibles en tiempos de la visión mecanicista. Y lo cierto es que esta nueva visión tiene su origen en la idea de Faraday de que las líneas magnéticas de fuerza pueden empujar un objeto o tirar de él.


Rumford y el calor
Biografía
Benjamín Thompson, Conde de Rumford (26 de marzo de 1753 - 21 de agosto de 1814) fue un científico e inventor norteamericano (Woburn - Massachusetts). Sus experimentos y su cuestionamiento de la física establecida en el siglo XVIII contribuyeron a los grandes avances que se produjeron en el siglo XIX en el campo de la termodinámica. El cráter Rumford, en la Luna, recibió este nombre en honor a él. Formuló también, la hipótesis mecánica sobre la naturaleza del calor, echando por tierra la tesis del calórico de Lavoisier.
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Benjamín Thompson, Conde de Rumford (26 de marzo de 1753 - 21 de agosto de 1814)
El paso de calor desde un cuerpo que está una temperatura más alta a otro que está a una temperatura más baja es de algún modo análogo al flujo de un fluido, como puede ser el agua, desde una altura superior a otra inferior. Así pues, no resulta sorprendente que las primeras teorías sobre la propagación del calor lo trataran como si fuese algo parecido a un fluido, denominado fluido calórico. Si un cuerpo pierde fluido calórico, su temperatura debería disminuir, y ésta debería aumentar si el cuerpo ganara fluido calórico. A pesar de que con esta idea de considerar al calor como un fluido se explicaban muchas de las características relativas a la propagación del calor, la teoría del fluido calórico resultaba inconsistente con los datos experimentales.
Parece claro que fue Benjamín Thompson, también conocido como el conde Rumford de Baviera, quien se opuso seriamente al concepto del fluido calórico.
Temeroso de la propagación de la Revolución Francesa, el gobernador de Baviera encomendó al conde Rumford la supervisión de los cañones construidos para la defensa de las fronteras. En el proceso de taladrar el ánima de los cañones, Rumford observó que se producía un aumento de temperatura en la estructura del cañón, en las virutas metálicas y en el propio taladrador, de modo que parecía generarse calor continuamente en lugar de conservarse, como predecía la teoría del fluido calórico.
Rumford dirigió una serie de experimentos para medir el cambio de temperatura que ocurría al utilizar maquinaria rudimentaria desafilada en el proceso de taladrado. En uno de los experimentos se utilizó agua para refrigerar el taladrador y la estructura del cañón. Rumford midió el aumento de temperatura del agua y observó «la sorpresa y el asombro que expresaban los semblantes de los allí presentes viendo la gran cantidad de agua que se calentaba, y que verdaderamente llegaba a hervir sin ningún fuego». Rumford concluyó que el calor no podía ser una sustancia material, ya que parecía no tener límite. Más bien parecía que era el resultado del rozamiento o del trabajo realizado por las fuerzas de rozamiento.
El Conde Rumford, nació bajo el nombre de Benjamín Thompson en la localidad de Voburn, Massachusetts, en 1753, y su juventud no prometía una posterior nobleza. Comenzó por dos veces un aprendizaje, que no llegó a concluir, con otros tantos tenderos. Uno de los tenderos se quejó a la madre de Thompson que Benjamín perdía más tiempo bajo el mostrador fabricando maquinitas, y leyendo libros de ciencia, del que dedicaba a atender a los clientes. Sin embargo, la fortuna de Thompson cambió cuando, a los diecinueve años de edad, contrajo matrimonio con una viuda rica de treinta y tres años de edad en la ciudad de Concord, New Hampshire, región también conocida como Rumford.
En las disputas entre Bretaña y sus colonias Americanas, Thompson fue leal a la corona y sirvió como Mayor en una compañía de milicia. Cuando sus sentimientos de lealtad llegaron a conocerse, un grupo de colonos, disfrazados de indios, llegaron hasta la misma puerta de su casa y le amenazaron con cubrirlo de brea y emplumarle. En estas circunstancias Thompson escapó a Boston con un caballo, 20 dólares, poniendo así su vida a salvo.
Durante la Revolución Americana, Thompson decidió por propia cuenta colaborar con los británicos, llegando a ser un oficial valeroso e inventivo. De hecho, tras ver cómo uno de sus caballos se ahogaba al cruzar un río, inventó un flotador salvavidas para los caballos que transportaban el armamento sobre su lomo. También diseñó un carruaje para transportar cañones, que era arrastrado por tres caballos, y permitía su puesta en funcionamiento en 75 segundos.
Después de ser armado caballero por el rey Jorge III de Inglaterra, Thompson pasó a formar parte de la corte de Teodoro, Elector de Baviera. Allí dirigió una serie de experimentos sobre las propiedades de la seda, importante producto de Baviera durante aquella época, entreteniendo a la corte con cálculos tales como éste: «Si el vestido de seda de una mujer pesa 28 onzas, lo cierto es que ella lleva encima más de 2000 millas en longitud de seda, como la que sale hilada por el gusano... ».
Nombrado general mayor por el elector, Thompson mejoró el equipamiento de los soldados, y así, mientras estaba investigando los materiales que pudieran proporcionar un mayor confort a sus soldados, descubrió el gran valor que como aislante térmico puede tener una película de aire atrapado. Además, Thompson proporcionó a los soldados posibilidades para ganar dinero y sufragar sus necesidades. En los experimentos que llevó a cabo para determinar las mejores condiciones de iluminación de los asilos para los pobres, Thompson estableció la candela como unidad patrón para medir la iluminación.
En el período que va desde la muerte del emperador Leopoldo II a la coronación del emperador Francisco II, el elector Teodoro, benefactor de Thompson, disfrutó de un breve reinado como vicario del Sacro Imperio Romano. Aunque, como vicario, Teodoro tenía poderes limitados, uno de sus privilegios era el elevar a una persona a la categoría de noble. De este modo, el 9 de mayo de 1792 Teodoro ejerció este privilegio y Benjamín Thompson pasó a ser el Conde Rumford.
Ya como Conde, estableció dos grandes premios para los descubrimientos científicos relacionados con la luz y el calor. Dichos premios deberían ser medallas de oro o plata de valor igual al interés acumulado por el capital correspondiente al libramiento original, y uno de estos premios lo controlaría la Real Sociedad en Londres. Cuando después de seis años no se había concedido ninguna medalla, el Conde Rumford se presentó a sí mismo ante el Comité de Selección, y así en 1802 se convirtió en el primer receptor de la medalla Rumford. No obstante, sus contemporáneos no reconocieron sus logros, y cuando en 1814 falleció a causa de una «fiebre nerviosa», muy poca gente asistió a su entierro.
* * *
No es fácil sentir demasiada simpatía por Benjamín Thompson, una de esas personas astutas cuya primera v única preocupación son ellas mismas. Cuando sólo tenía diecinueve años escapó de la pobreza de su infancia casándose con una rica viuda que casi le doblaba en edad.
Thompson nació en Woburn, Massachusetts, en 1753. En aquellos días, Massachusetts y los demás estados norteamericanos eran todavía colonias británicas. Pocos años después de casarse Thompson estalló la Revolución Americana, y esta vez erró el pronóstico y apuntó por el perdedor. Se enroló en el ejército británico en Boston y fue espía contra los patriotas coloniales.
Cuando los británicos abandonaron Boston se llevaron a Thompson consigo. Sin grandes remordimientos dejó atrás a su mujer y a sus hijos y jamás regresó.
En Europa ofreció sus servicios a cualquier gobierno que accedió a pagar el precio que pedía, y con todos tuvo líos por aceptar sobornos, vender secretos y tener, en general, una conducta inmoral y deshonesta. Thompson salió en 179O de Inglaterra para el continente europeo. Entró al servicio del Estado de Baviera (que hoy pertenece a Alemania, pero que en aquel entonces era nación independiente) y allí le otorgaron el título de conde. Thompson adoptó el nombre de conde de Rumford, pues «Rumford» era como se llamaba originalmente la ciudad de Concord (New Hampshire) donde se casó con su primera mujer. Así fue como Benjamín Thompson ha pasado a la historia con el nombre de Rumford.
Una mente científica
Una cosa sí puede decirse a favor de Rumford, y es que tenía una sed inagotable de conocimiento. Desde niño hizo gala de una mente activa y despierta que penetraba hasta el meollo mismo de los problemas.
A lo largo de su vida hizo muchos experimentos de interés y llegó a numerosas conclusiones importantes. La más señalada tuvo como escenario Baviera, donde estuvo al frente de una fábrica de cañones. Los cañones se hacían vertiendo el metal en moldes y taladrando luego la pieza para formar el alma. Esta última operación se efectuaba con una taladradora rápida.
Como es lógico, el cañón y el taladro se calentaban y había que estar echando constantemente agua fría por encima para refrigerarlos. Al ver salir el calor, la mente incansable de Rumford se puso en funcionamiento.
Antes de nada, ¿qué era el calor? Los científicos de aquella época, entre ellos el gran químico francés Lavoisier, creían que el calor era un fluido ingrávido que llamaban calórico. Al introducir más calórico en una sustancia ésta se calentaba, hasta que finalmente el calórico rebosaba y fluía en todas direcciones. Por eso, la calidez de un objeto al rojo vivo se dejaba sentir a gran distancia. El calor del Sol, por ejemplo, se notaba a 150 millones de kilómetros. Al poner en contacto un objeto caliente con otro frío, el calórico fluía desde el primero al segundo. Ese flujo hacía que el objeto caliente se enfriara y que el frío se calentara.
La teoría funcionaba bastante bien, y muy pocos científicos la ponían en duda. Uno de los que sí dudó fue Rumford, preguntándose por qué el calórico salía del cañón. Los partidarios de la teoría del calórico contestaron que era porque el taladro rompía en pedazos el metal, dejando que el calórico contenido en éste fluyese hacia afuera, como el agua de un jarrón roto.
Rumford, escéptico, revolvió entre los taladros y halló uno completamente romo y desgastado. «Utilizad éste», dijo. Los obreros objetaron que no servía, que estaba gastado; pero Rumford repitió la orden en tono más firme y aquéllos se apresuraron a cumplirla.
El taladro giró en vano, sin hacer mella en el metal; pero en cambio producía aún más calor que uno nuevo. Imagínense la extrañeza de los obreros al ver el gesto complacido del conde.
Rumford vio claro que el calórico no se desprendía por la rotura del metal, y que quizá no procediese siquiera de éste. El metal estaba inicialmente frío, por lo cual no podía contener mucho calórico; y, aun así, parecía que el calórico fluía en cantidades ilimitadas.
Rumford, para medir el calórico que salía del cañón, observó cuánto se calentaba el agua utilizada para refrigerar el taladro y el cañón, y llegó a la conclusión que si todo ese calórico se reintegrara al metal, el cañón se fundiría.
Partículas en movimiento
Rumford llegó al convencimiento que el calor no era un fluido, sino una forma de movimiento. A medida que el taladro rozaba contra el metal, su movimiento se convertía en rápidos y pequeñísimos movimientos de las partículas que constituían el bronce. Igual daba que el taladro cortara o no el metal; el calor provenía de esos pequeñísimos y rápidos movimientos de las partículas, y, como es natural, seguía produciéndose mientras girara el taladro. La producción de calor no tenía nada que ver con ningún calórico que pudiera haber o dejar de haber en el metal.
El trabajo de Rumford quedó ignorado durante los cincuenta años siguientes. Los científicos se contentaban con la idea del calórico y con inventar teorías que explicaran cómo fluía de un cuerpo a otro. La razón, o parte de la razón, es que vacilaban en aceptar la idea de diminutas partículas que experimentaban un movimiento rápido y pequeñísimo que nadie podía ver.
Sin embargo, unos diez años después de los trabajos de Rumford, John Dalton enunció su teoría atómica (véase el capítulo 5). Poco a poco, los científicos iban aceptando la existencia de los átomos. ¿No sería, entonces, que las pequeñas partículas móviles de Rumford fuesen átomos o moléculas (grupos de átomos)?
Podía ser. Pero ¿cómo imaginar el movimiento de billones y billones de moléculas invisibles? ¿Se movían todas al unísono, o unas para un lado y otras para otro, según una ley fija? ¿O tendrían acaso un movimiento aleatorio, al azar, con direcciones y velocidades arbitrarias, sin poder decir en qué dirección y con qué velocidad se movía cualquiera de ellas?
El matemático suizo Daniel Bernouilli, a principios del siglo XVIII, algunas décadas antes de los trabajos de Rumford, había intentado estudiar el problema del movimiento aleatorio de partículas en gases. Esto fue mucho antes que los científicos aceptaran la teoría atómica y, por otro lado, las matemáticas de Bernouilli no tenían tampoco la exactitud que requería el caso. Aun así, fue un intento válido.
En los años 60 del siglo XIX entró en escena James Clerk Maxwell (véase el capítulo 8). Maxwell partió del supuesto que las moléculas que componían los gases tenían movimientos aleatorios, y mediante agudos análisis matemáticos demostró que el movimiento aleatorio proporcionaba una bella explicación del comportamiento de los gases.
Maxwell mostró cómo las partículas del gas, moviéndose al azar, creaban una presión contra las paredes del recipiente que lo contenía. Además, esa presión variaba al comprimir las partículas o al dejar que se expandieran. Esta explicación del comportamiento de los gases se conoce por la teoría cinética de los gases («cinética» proviene de una palabra griega que significa «movimiento»).
Maxwell suele compartir la paternidad de esta teoría con el físico austriaco Ludwig Boltzmann. Los dos, cada uno por su lado, elaboraron la teoría casi al mismo tiempo.
La solución de Maxwell
Una de las importantes leyes del comportamiento de los gases afirma que un gas se expande al subir la temperatura y se contrae al disminuir ésta. Según la teoría del calórico, la explicación de este fenómeno era simple: al calentarse un gas, entra calórico en él; como el calórico ocupa espacio, el gas se expande; al enfriarse el gas, sale el calórico y aquél se contrae.
¿Qué tenía que decir Maxwell a esto? Por fuerza tuvo que pensar en el experimento de Rumford. El calor es una forma de movimiento. Al calentar un gas, sus moléculas se mueven más deprisa y empujan a las vecinas hacia afuera. El gas se expande. Al disminuir la temperatura, ocurre lo contrario y el gas se contrae.
Maxwell halló una ecuación que especificaba la gama de velocidades que debían tener las moléculas gaseosas a una temperatura dada. Algunas se movían despacio y otras deprisa; pero la mayoría tendrían una velocidad intermedia. De entre todas estas velocidades había una que era máximamente probable a una temperatura dada. Al subir la temperatura, aumentaba también esa velocidad más probable.
Esta teoría cinética del calor era aplicable tanto a líquidos y sólidos como a gases. En un sólido, por ejemplo, las moléculas no volaban de acá para allá como proyectiles, que es lo que sucedía en un gas; pero en cambio podían vibrar en torno a un punto fijo. La velocidad de esta vibración, lo mismo que las moléculas proyectiles de los gases, obedecían a las ecuaciones de Maxwell.
Una explicación mejor
Todas las propiedades del calor podían ser exploradas igual de bien por la teoría cinética que por la del calórico. Pero aquélla daba fácilmente cuenta de algunas propiedades (como las descritas por Rumford) que la teoría del calórico no había conseguido explicar bien.
La teoría del calórico describía la transferencia de calor como un flujo de calórico desde el objeto caliente al frío. Según la teoría cinética, la transferencia de calor era resultado del movimiento de moléculas. Al poner en contacto un cuerpo caliente con otro frío, sus moléculas, animadas de rápido movimiento, chocaban con las del objeto frío, que se movían más lentamente. Como consecuencia de ello, las moléculas rápidas perdían velocidad y las lentas se aceleraban un poco, con lo cual «fluía» calor del cuerpo caliente al frío.
La concepción del calor como una forma de movimiento es otra de las grandes ideas de la ciencia. Maxwell le dio mayor realce aún mostrando cómo utilizar el movimiento aleatorio para explicar ciertas leyes muy concretas de la naturaleza cuyo efecto era totalmente predecible y nada aleatorio.
La idea de Maxwell fue luego ampliada notablemente, y los científicos dan hoy por supuesto que el comportamiento aleatorio de átomos y moléculas pueden producir resultados muy asombrosos. Cabe, inclusive, que la vida misma fuese creada a partir de la materia inerte en los océanos mediante movimientos aleatorios de átomos y moléculas.


Joule y la energía
Biografía
James Prescott Joule (Salford, Reino Unido, 1818 - Sale, id., 1889). Físico británico, a quien se le debe la teoría mecánica del calor, y en cuyo honor la unidad de la energía en el sistema internacional recibe el nombre de julio.
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James Prescott Joule (Salford, Reino Unido, 1818 - Sale, id., 1889).
James Prescott Joule nació en el seno de una familia dedicada a la fabricación de cervezas. De carácter tímido y humilde, recibió clases particulares en su propio de hogar de física y matemáticas, siendo su profesor el químico británico John Dalton; compaginaba estas clases con su actividad profesional, trabajando junto a su padre en la destilería, la cual llegó a dirigir. Dalton le alentó hacia la investigación científica y realizó sus primeros experimentos en un laboratorio cercano a la fabrica de cervezas, formándose a la vez en la Universidad de Manchester.
Joule estudió aspectos relativos al magnetismo, especialmente los relativos a la imantación del hierro por la acción de corrientes eléctricas, que le llevaron a la invención del motor eléctrico. Descubrió también el fenómeno de magnetostricción, que aparece en los materiales ferromagnéticos, en los que su longitud depende de su estado de magnetización.
Pero el área de investigación más fructífera de Joule es la relativa a las distintas formas de energía: con sus experimentos verifica que al fluir una corriente eléctrica a través de un conductor, éste experimenta un incremento de temperatura; a partir de ahí dedujo que si la fuente de energía eléctrica es una pila electroquímica, la energía habría de proceder de la transformación llevada a cabo por las reacciones químicas, que la convertirían en energía eléctrica y de esta se transformaría en calor. Si en el circuito se introduce un nuevo elemento, el motor eléctrico, se origina energía mecánica. Ello le lleva a la enunciación del principio de conservación de la energía, y aunque hubo otros físicos de renombre que contribuyeron al establecimiento de este principio como Meyer, Thomson y Helmholtz, fue Joule quien le proporcionó una mayor solidez.
En 1840 Joule publicó Producción de calor por la electricidad voltaica, en la que estableció la ley que lleva su nombre y que afirma que el calor originado en un conductor por el paso de la corriente eléctrica es proporcional al producto de la resistencia del conductor por el cuadrado de la intensidad de corriente. En 1843, después de numerosos experimentos, obtuvo el valor numérico del equivalente mecánico del calor, que concluyó que era de 0,424 igual a una caloría, lo que permitía la conversión de las unidades mecánicas y térmicas; este es un valor muy similar al considerado actualmente como de 0,427. De ese modo quedaba firmemente establecida la relación entre calor y trabajo, ya avanzada por Rumford, que sirvió de piedra angular para el posterior desarrollo de la termodinámica estadística. En estos trabajos Joule se basaba en la ley de conservación de la energía, descubierta en 1842.
A pesar que en 1848 ya había publicado un artículo referente a la teoría cinética de los gases, donde por primera vez se estimaba la velocidad de las moléculas gaseosas, abandonó su línea de investigación y prefirió convertirse en ayudante de William Thomson (Lord Kelvin), y, como fruto de esta colaboración, se llegó al descubrimiento del efecto Joule-Thomson, según el cual es posible enfriar un gas en expansión si se lleva a cabo el trabajo necesario para separar las moléculas del gas. Ello posibilitó posteriormente la licuefacción de los gases y llevó a la ley de la energía interna de un gas perfecto, según la cual la energía interna de un gas perfecto es independiente de su volumen y dependiente de la temperatura.
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Desde los tiempos prehistóricos el hombre se dio cuenta que el movimiento puede realizar trabajo y hacer esfuerzos. Colocamos una piedra sobre una nuez y no pasa nada; pero le comunicamos un rápido movimiento hacia abajo y la nuez se casca. Una flecha en reposo es casi inofensiva, pero lanzada en rápido movimiento puede perforar la gruesa piel de un animal. Y muchos habrán visto esas demoledoras que pulverizan muros de ladrillo con un enorme péndulo de acero.
La capacidad de realizar trabajo se llama «energía». Los objetos en movimiento poseen energía de movimiento o «energía cinética».
Cuando Newton enunció sus leyes del movimiento en los años 80 del siglo XVII, dijo que cualquier objeto en movimiento continuaría moviéndose a la misma velocidad a menos que una fuerza exterior actuara sobre él (véase el capítulo 7). Dicho de otro modo, la energía cinética de un objeto tenía que permanecer constante.
Ahora bien, en el mundo real operan siempre fuerzas exteriores sobre los objetos en movimiento, y la energía cinética da la sensación que desaparece. Una pelota que rueda por el suelo pierde velocidad y se para. Una canica bota varias veces y luego se detiene. Y los meteoritos cruzan por el aire y son detenidos por la Tierra.
¿Qué ocurre con la energía cinética en todos estos casos? Parte de ella, pero no toda, puede convertirse en trabajo. En efecto, la canica que rebota o la pelota que rueda puede que no realicen ningún trabajo, y aun así su energía cinética desaparece.
La respuesta: el calor
El meteorito nos da una pista, porque crea gran cantidad de calor al atravesar la atmósfera, hasta el punto de ponerse incandescente.
Aquí entra en escena el científico inglés Prescott Joule. Poco apto, por culpa de una infancia enfermiza, para llevar una vida activa, se refugió en el mundo de los libros y descubrió su interés por la ciencia. Por fortuna era hijo de un rico cervecero que podía permitirse el lujo de darle los mejores tutores. Joule llegó a heredar la cervecería, pero siempre le interesó más la ciencia que el mundo de los negocios.
El interés de Joule giraba en torno al problema de la conexión entre la energía y el calor, y seguramente no desconocía la idea de Rumford que el calor era una forma de movimiento. Según éste, el calor consistía en el rápido movimiento de partículas diminutas de materia (véase el capítulo 9).
De ser así, pensó Joule, la energía cinética no desaparecía para nada. El movimiento de una pelota al rodar producía rozamiento contra el suelo; el rozamiento producía calor; por consiguiente, el movimiento de la pelota al rodar se convertía lentamente en el movimiento de millones y millones de partículas: las partículas de la pelota y las del suelo sobre el que rodaba.
El calor sería entonces otra forma de energía en movimiento, pensó Joule. La energía cinética ordinaria se convertía en energía térmica sin pérdida de ninguna clase. Quizá ocurriera lo mismo con otras formas de energía. La idea no parecía descabellada. La electricidad y el magnetismo podían realizar trabajo, y lo mismo las reacciones entre sustancias químicas.
Así pues, existían la energía eléctrica, la magnética y la química. Todas ellas podían convertirse en calor. El magnetismo, por ejemplo, podía producir una corriente eléctrica que a su vez era capaz de calentar un alambre. Y al arder el carbón, la reacción química entre éste y el aire generaba gran cantidad de calor.
El calor, se dijo Joule, debía ser otra forma más de energía, igual que las anteriores. Por consiguiente, una cantidad dada de energía debería producir siempre la misma cantidad de calor. En 1840, cuando sólo tenía 22 años, comenzó a hacer mediciones muy precisas con el fin de comprobar esa posibilidad.
Uno de los experimentos consistió en agitar agua o mercurio con ruedas de paletas y medir la energía invertida por éstas y el aumento de temperatura en el líquido. Otro, en comprimir aire y medir luego la energía invertida en la compresión y el calor generado en el aire. Un tercero, en inyectar agua a través de tubos delgados. Otro más, en generar corriente eléctrica en una espira de alambre, haciéndola rotar entre los polos de un imán, o bien en hacer pasar una corriente por un cable sin la presencia del imán. En todos los casos Joule midió la energía consumida y el calor generado.
Ni siquiera durante su luna de miel pudo resistir la tentación de hacer un paréntesis para medir la temperatura en la parte superior e inferior de una cascada, con el fin de ver cuánto calor había generado la energía del agua al caer.
Hacia 1847 Joule estaba ya convencido que una cantidad dada de energía de cualquier tipo producía siempre la misma cantidad de calor. (La energía se puede medir en ergios y el calor en calorías.) Joule demostró que siempre que se consumían unos 41.800.000 ergios de energía de cualquier tipo, se producía 1 caloría. Esta relación entre energía y calor se denomina «equivalente mecánico del calor». Más tarde se introdujo en honor de Joule otra unidad de energía llamada «joule» o «julio». El julio es igual a 10 millones de ergios, y una caloría equivale a 4,18 julios.
Un auditorio reacio
A Joule no le fue fácil anunciar su descubrimiento, porque no era ni profesor ni miembro de ninguna sociedad erudita. Era simplemente cervecero, y los científicos de la época no le prestaron oídos. Finalmente decidió dar una conferencia pública en Manchester y convenció a un periódico de la ciudad para que publicara el texto íntegro.
Meses después logró pronunciar la misma conferencia ante un auditorio de científicos, que, sin embargo, le dispensaron fría acogida. Y habrían pasado por alto el meollo de la cuestión de no ser porque uno de los asistentes, el joven William Thompson, se levantó e hizo algunas observaciones a favor de Joule. Los comentarios de Thompson fueron tan inteligentes y agudos que el auditorio no tuvo más remedio que darse por enterado. (Thompson se convirtió con el tiempo en uno de los grandes científicos del siglo XIX, y es más conocido por el título de Lord Kelvin.)
Quedó así establecido que cualquier forma de energía podía convertirse en una cantidad fija y limitada de calor. Pero el propio calor era una forma de energía. ¿Sería que ésta no se puede destruir ni crear, sino sólo transformar de una modalidad a otra?
Un mérito mal atribuido
Esa idea se le ocurrió al científico alemán Julius Robert Mayer en 1842. Pero por aquel entonces estaba todavía inédita la labor de Joule, y Mayer disponía de muy pocas mediciones. La idea de Mayer parecía como sacada de la manga y nadie le prestó atención.
Hermann Ludwig Ferdinand von Helmholtz, otro científico alemán, lanzó la misma idea en 1847, al parecer sin conocimiento de los trabajos de Mayer. Para entonces ya se habían publicado los trabajos de Joule; los científicos estaban por fin dispuestos a escuchar y a calibrar la importancia del hallazgo.
Es Helmholtz, por tanto, a quien suele atribuirse la paternidad del así llamado «principio de conservación de la energía», que en su formulación más simple dice lo siguiente: la energía total del universo es constante.
Mayer trató de recordar al mundo que eso mismo lo había dicho él en 1842; pero todos lo habían olvidado o ni siquiera lo habían oído, de modo que el pobre Mayer fue acusado de querer adornarse con plumas ajenas. Su desesperación llegó hasta tal punto que intentó suicidarse tirándose por una ventana. Se recuperó, sin embargo, y vivió en la oscuridad otros treinta años. No fue hasta el final de sus días cuando se comprendió la importancia de este hombre.
El principio de conservación de la energía recibe a menudo el nombre de «primer principio de la termodinámica». Desde la primera parte del siglo XIX, los científicos venían investigando el flujo de calor de un objeto a otro, estudio que lleva el nombre de «termodinámica» (del griego «movimiento del calor»). Una vez aceptado el principio de conservación de la energía, hubo que tenerlo en cuenta en todos los estudios de termodinámica.
La máquina de Carnot
Hacia la época en que fue establecido este principio, los estudiosos de la termodinámica ya habían caído en la cuenta que la energía no siempre se podía convertir íntegramente en trabajo. Parte de ella se esfumaba invariablemente en calor, hiciese uno lo que hiciese por impedirlo.
El primero en demostrar esto mediante cuidadosos análisis científicos fue el joven físico francés Nicholas Leonard Sadi Carnot. En 1824 publicó un librito sobre la máquina de vapor en el cual exponía argumentos encaminados a demostrar que la energía térmica producida por una máquina de vapor no podía generar más que una cierta cantidad de trabajo. Esta cantidad de trabajo dependía de la diferencia de temperatura entre la parte más caliente de la máquina de vapor y la más fría. Si la máquina entera estuviese a una misma temperatura, no produciría trabajo, por mucho calor que acumulara.
Cuando Helmholtz anunció el principio de conservación de la energía, los científicos se acordaron de las pruebas de Carnot relativas a la limitación del trabajo que se podía obtener con una máquina de vapor. ¿Por qué ese trabajo era normalmente mucho menor que la energía producida por la máquina? Que las diferencias de temperatura influían en el trabajo obtenido lo había demostrado Carnot convenientemente; pero ¿por qué?
La razón de Clausius
La formulación matemática del fenómeno fue elaborada en 1850 por el físico alemán Rudolf Julius Emmanuel Clausius, quien lo hizo con ayuda del concepto de temperatura absoluta o temperatura por encima del cero absoluto. En el cero absoluto, es decir, a —273 grados centígrados, no hay calor ninguno.
Clausius comprobó que si dividía energía térmica total de un sistema por su temperatura absoluta, obtenía una razón que aumentaba siempre en cualquier proceso natural, ya fuese la combustión de carbón en el sistema de una máquina de vapor o la explosión de hidrógeno y helio en el «sistema» del Sol. Cuanto más rápidamente aumentaba esa razón, menor era el trabajo que se podía extraer del calor. Hacia 1865 Clausius llamó «entropía» a esta razón.
La entropía aumenta en cualquier proceso natural. Crece, por ejemplo, cuando un objeto caliente se enfría, cuando el agua cae ladera abajo, cuando el hierro se oxida, cuando la carne se descompone, etc. El hecho que la entropía crece siempre se conoce hoy por el «segundo principio de la termodinámica», que puede expresarse con mayor sencillez de la manera siguiente: La entropía total del universo no cesa de aumentar.
Los principios primero y segundo de la termodinámica son quizás los enunciados más fundamentales que jamás hayan establecido los científicos. Nadie ha encontrado jamás excepción alguna, y quizá nadie la encuentre nunca. Por lo que sabemos hoy día, son leyes que se aplican al universo entero, desde los grupos más grandes de estrellas a las partículas subatómicas más pequeñas.
Pese a las revoluciones científicas que ha experimentado el pensamiento científico en el siglo presente, los principios de la termodinámica se han mantenido firmes y siguen siendo sólidos pilares de la ciencia física.


Planck y los cuantos
Biografía
Planck comenzó sus estudios de física en la Universidad de Munich en 1874. En 1878 presenta su tesis de doctorado sobre "el segundo principio de la termodinámica" y el concepto de la entropía en constante aumento.
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Max Karl Ernest Ludwig Planck (Kiel, Alemania, 23 de abril de 1858 - Gotinga, Alemania, 4 de octubre de 1947) fue un físico alemán considerado como el inventor de la teoría cuántica y galardonado con el Premio Nobel de Física en 1918.
Sus profesores no están muy convencidos, pero se gradúa finalmente en 1879 en la ciudad de Berlín. Volvió a Munich en 1880 para ejercer como profesor en la universidad.
En 1885 se mudó a Kiel. Allí se casó con Marie Merck en 1886. En 1889, volvió a Berlín, donde desde 1892 fue el director de la cátedra de Física teórica.
Desde 1905 hasta 1909, Planck fue la cabeza de la Deutsche Physikalische Gesellschaft (Sociedad Alemana de Física). Su mujer murió en 1909, y un año después se casó con Marga von Hoesslin. En 1913, se puso a la cabeza de la universidad de Berlín. En 1918 recibió el Premio Nobel de física por la creación de la mecánica cuántica. Desde 1930 hasta 1937, Planck estuvo a la cabeza de la Kaiser-Wilhelm-Gesellschaft zur Förderung der Wissenschaften (KWG, Sociedad del emperador Guillermo para el avance de la ciencia).
Durante la Segunda Guerra Mundial, Planck intentó convencer a Adolf Hitler que perdonase a los científicos judíos. Erwin, el hijo de Planck, fue ejecutado por alta traición el 20 de julio de 1944, por la supuesta colaboración en el intento de asesinato de Hitler. Tras la muerte de Max Planck el 4 de octubre de 1947 en Gotinga, la KWG se renombró a Max-Planck-Gesellschaft zur Förderung der Wissenschaften (MPG, Sociedad Max Planck).
Los descubrimientos de Planck, que fueron verificados posteriormente por otros científicos, fueron el nacimiento de un campo totalmente nuevo de la física, conocido como mecánica cuántica y proporcionaron los cimientos para la investigación en campos como el de la energía atómica. Reconoció en 1905 la importancia de las ideas sobre la cuantificación de la radiación electromagnética expuestas por Albert Einstein, con quien colaboró a lo largo de su carrera.
Aunque en un principio fue ignorado por la comunidad científica, profundizó en el estudio de la teoría del calor y descubrió, uno tras otro, los mismos principios que ya había enunciado Josiah Willard Gibbs (sin conocerlos previamente, pues no habían sido divulgados). Las ideas de Clausius sobre la entropía ocuparon un espacio central en sus pensamientos.
En 1899, descubrió una constante fundamental, la denominada Constante de Planck, usada para calcular la energía de un fotón. Se basa en que el máximo de incertidumbre de la masa de una partícula multiplicada por el máximo de incertidumbre de la velocidad de una partícula multiplicada por el máximo de incertidumbre de su volumen nunca puede ser menor que una determinada cantidad, que es la constante. Ese mismo año describió su propio grupo de unidades de medida basadas en las constantes físicas fundamentales. Un año después descubrió la ley de radiación del calor, denominada Ley de Planck, que explica el espectro de emisión de un cuerpo negro. Esta ley se convirtió en una de las bases de la teoría cuántica, que emergió unos años más tarde con la colaboración de Albert Einstein y Niels Bohr.
En 1905 se publicaron los primeros estudios del desconocido Albert Einstein acerca de la teoría de la relatividad, siendo Planck unos de los pocos científicos que reconocieron inmediatamente lo significativo de esta nueva teoría científica.
Planck también contribuyó considerablemente a ampliar esta teoría. La hipótesis de Einstein sobre la ligereza del quantum (el fotón), basada en el descubrimiento de Philipp Lenard de 1902 sobre el efecto fotoeléctrico, fue rechazada inicialmente por Planck, así como la teoría de James Clark Maxwell sobre electrodinámica.
En 1910 Einstein precisó el comportamiento anómalo del calor específico en bajas temperaturas como otro ejemplo de un fenómeno que desafía la explicación de la física clásica. Planck y Walther Nernst para clarificar las contradicciones que aparecían en la física organizó la primera Conferencia Solvay, realizada en Bruselas en 1911. En esta reunión, Einstein finalmente convenció a Planck sobre sus investigaciones y sus dudas. A partir de aquel momento les unió una gran amistad, siendo nombrado Albert Einstein profesor de física en la universidad de Berlín mientras que Planck fue decano.
En 1918 fue galardonado con el Premio Nobel de Física por su papel jugado en el avance de la física con el descubrimiento de la teoría cuántica.
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A mediados del siglo XIX la ciencia descubrió que la luz proporcionaba a cada elemento químico una especie de «huellas digitales». Veamos cómo puede utilizarse la luz para distinguir un elemento de otro.
Si se calienta un elemento hasta la incandescencia, la luz que emite estará constituida por ondas de diversas longitudes. El grupo de longitudes de onda que produce el elemento difiere del de cualquier otro elemento.
Cada longitud de onda produce un efecto diferente en el ojo y es percibida, por tanto, como un color distinto de los demás. Supongamos que la luz de un elemento dado es descompuesta en sus diversas ondas. Este grupo de longitudes de onda, que es característico del elemento, se manifiesta entonces en la forma de un patrón de colores también singular. Pero ¿cómo se puede desglosar la luz de un elemento incandescente en ondas elementales?
Una manera consiste en hacer pasar la luz por una rendija y luego por un trozo triangular de vidrio que se denomina prisma. El prisma refracta cada onda en medida diferente, según su longitud, y forma así imágenes de la rendija en los colores que se hallan asociados con las longitudes de onda del elemento. El resultado es un «espectro» de rayas de color cuya combinación difiere de la de cualquier otro elemento.
Este procedimiento lo elaboró con detalle el físico alemán Gustav Robert Kirchhoff en 1859. Kirchhoff y el químico alemán Robert Wilhelm von Bunsen inventaron el espectroscopio —el instrumento descrito anteriormente— y lo emplearon para estudiar los espectros de diversos elementos. Y, de paso, descubrieron dos elementos nuevos al hallar combinaciones de rayas que no coincidían con las de ningún elemento conocido.
Otros científicos detectaron más tarde la huella de elementos terrestres en los espectros del Sol y las estrellas. Por otro lado, el elemento helio fue descubierto en el Sol en 1868, mucho antes de ser detectado en la Tierra. Estos estudios de los espectros demostraron finalmente que la materia que constituye el universo es en todas partes la misma.
El hallazgo más importante de Kirchhoff fue éste: que cuando un elemento es calentado hasta emitir luz de ciertas longitudes de onda, al enfriarse tiende a absorber esas mismas longitudes de onda.
El concepto de cuerpo negro
Un objeto que absorbiera toda la luz que incide sobre él no reflejaría ninguna y, por consiguiente, parecería negro. Un objeto de estas características cabría llamarlo «cuerpo negro».
¿Qué ocurriría al calentar hasta la incandescencia un cuerpo negro? Según el hallazgo de Kirchhoff debería emitir luz de todas las longitudes de onda posibles, pues con anterioridad las ha absorbido todas. Ahora bien, existen muchas más longitudes de onda en el extremo ultravioleta invisible del espectro electromagnético (el sistema de todas las posibles longitudes de onda) que en todo el espectro visible (las longitudes de onda que producen la luz visible). Por consiguiente, si un cuerpo negro es capaz de radiar luz de todas las longitudes de onda, la mayor parte de la luz provendría del extremo violeta y ultravioleta del espectro.
Lord Rayleigh, un físico inglés, halló en la última década del siglo pasado una ecuación basada en el comportamiento que se le atribuía por entonces a la luz. Sus resultados parecían demostrar que cuanto más corta era la longitud de onda, más luz debería emitirse. Las longitudes de onda más cortas de la luz estaban en el extremo violeta y ultravioleta del espectro, por lo cual la luz debería ser emitida por el cuerpo negro en un violento estallido de luz violeta y ultravioleta: una «catástrofe violeta».
Pero esa catástrofe violeta jamás había sido observada. ¿Por qué? Quizá porque ningún objeto ordinario absorbía realmente toda la luz incidente sobre él. De ser así, no podría llamarse cuerpo negro a ningún objeto, aunque los físicos trabajasen en la teoría con ese concepto. Quizá, si existiese realmente un verdadero cuerpo negro, podría observarse la catástrofe violeta.
Hacia la época en que Rayleigh estableció su ecuación, el físico alemán Wilhelm Wien creyó haber averiguado cómo fabricar un cuerpo negro. Para ello construyó una cámara provista de un pequeño agujero. Según él, la luz de cualquier longitud de onda, al entrar por el orificio, sería absorbida por las paredes rugosas de la cámara; y si parte de la luz era reflejada, chocaría contra otra de las paredes y sería absorbida allí.
Es decir, que una vez que la luz entraba en la cámara, no sobrevivía para salir de nuevo por el orificio. El agujero sería un absorbente total y actuaría por tanto como un verdadero cuerpo negro. Calentando entonces la cámara hasta poner el interior incandescente, la luz radiada hacia afuera a través del agujero sería radiación del cuerpo negro.
Por desgracia, la luz no radiaba en la forma de una catástrofe violenta. Wien estudió la radiación emergente y comprobó que se hacía más intensa al acortarse las longitudes de onda (tal y como predecía la ecuación de Rayleigh). Siempre había alguna longitud de onda para la cual la radiación alcanzaba intensidad máxima. Pero después, y a pesar que la longitud de onda seguía decreciendo, disminuía la intensidad de la radiación. Cuanto más calentaba Wien la cámara, más corta era la longitud de onda a partir de la cual se iniciaba el descenso en la intensidad de radiación; pero en ningún caso se producía la catástrofe violeta.
Wien intentó hallar una ecuación que describiera cómo su «cuerpo negro» radiaba las longitudes de ondas largas y cortas, pero los resultados fueron insatisfactorios.
El problema fue abordado en 1899 por otro físico alemán, Max Planck. Planck pensó que la luz quizá era radiada sólo en porciones discretas. Como no sabía qué tamaño podrían tener estas porciones, las llamó quanta (en singular quantum), que en latín significa « ¿cuánto?».
Hasta entonces se creía que todas las formas de energía, entre ellas la luz, existían en cantidades tan pequeñas como uno quisiera imaginar. Lo que Planck sugería ahora era lo contrario, que la energía, al igual que la materia, existía exclusivamente en la forma de partículas de tamaño discreto y que no podían existir porciones de energía más pequeñas que lo que él llamó «cuantos». Los cuantos eran, por consiguiente, «paquetes» de energía, lo mismo que los átomos y las moléculas eran «paquetes» de materia.
Planck supuso además que el tamaño del cuanto de energía variaba con la longitud de onda de la luz: cuanto más corta la longitud de onda, más grande el cuanto. Aplicó esta idea al problema del cuerpo negro y supuso que éste radiaba ondas luminosas en la forma de cuantos. Al cuerpo negro le sería fácil reunir suficiente energía para formar cuantos pequeños; por eso, radiaría fácilmente longitudes de onda largas, que son las que requieren cuantos más modestos. Las longitudes de onda cortas, por el contrario, no podrían ser radiadas a menos que se acumularan cuantos mayores, que serían más difíciles de reunir.
Es como si nos encontráramos en unos grandes almacenes y nos dijeran que podíamos comprar lo que quisiéramos, con tal de pagar en monedas. Comprar un artículo de una peseta no plantearía problemas; pero en cambio sería gravoso (en los dos sentidos de la palabra) adquirir algo por valor de diez mil pesetas, porque lo más probable es que no pudiéramos acarrear el peso de tantas monedas.
Planck logró hallar una ecuación que describía la radiación del cuerpo negro en el lenguaje de los cuantos. La ecuación concordaba con la observación de Wien que había una longitud de onda para la cual la radiación alcanzaba máxima intensidad. Para longitudes de ondas más cortas que ella, el cuerpo negro se las vería y desearía para producir los grandes cuantos que requería el caso.
Es cierto que calentando la cámara del cuerpo negro a temperaturas más altas habría más energía disponible, con lo cual se podrían producir longitudes de onda más cortas, compuestas de cuantos más grandes. Pero, aun así, siempre habría una longitud de onda que fuese demasiado corta, incluso para un cuerpo negro fuertemente calentado; y entonces sería imposible emitir los grandes cuantos que eran necesarios. Por consiguiente, nunca podría haber una catástrofe violeta, que sería como decir que siempre habría un artículo demasiado caro para la cantidad de monedas que pudiésemos acarrear.
La «teoría de los cuantos» o «teoría cuántica» de Planck fue publicada en 1900, y al principio no despertó demasiada expectación. Pero ésta se estaba ya gestando, porque los físicos empezaban ya por entonces a estudiar el peculiar comportamiento de las partículas menores que los átomos (partículas subatómicas).
Parte de este comportamiento era inexplicable con los conocimientos existentes. Por ejemplo, cuando la luz incidía sobre ciertos metales ¿por qué las partículas subatómicas   llamadas «electrones» se comportaban como lo hacían? La luz era capaz de arrancar electrones de los átomos situados en la superficie del metal. Pero estos electrones sólo eran emitidos si la longitud de onda de la luz incidente era más corta que cierto valor, y este valor crítico dependía de la naturaleza del metal. ¿Cómo podía explicarse este fenómeno, llamado el «efecto fotoeléctrico»?
Albert Einstein halló en 1905 la explicación del efecto fotoeléctrico, y para ello utilizó la teoría cuántica. Según él, cuando sobre un metal incidían longitudes de onda largas, los cuantos de estas longitudes de onda eran demasiado pequeños para arrancar ningún electrón. Sin embargo, al decrecer cada vez más la longitud de onda, llegaba un momento en que los cuantos eran suficientemente grandes para llevarse por delante a los electrones.
Einstein explicó así por qué los electrones no salían despedidos de la superficie del metal hasta que la longitud de onda de la luz incidente era más corta que cierta magnitud crítica.
La solución al problema del efecto fotoeléctrico fue una gran victoria para la teoría cuántica, y tanto Einstein como Planck obtuvieron el Premio Nobel por su labor.
La teoría cuántica demostró de nuevo su valía en la investigación sobre la estructura del átomo. Los físicos estaban de acuerdo en que el átomo consistía en un núcleo central relativamente pesado, alrededor del cual se movían uno o más electrones en trayectorias circulares llamadas órbitas. Según las teorías físicas de la época, los electrones, al girar en su órbita, tenían que radiar luz, perder energía y precipitarse finalmente hacia el núcleo del átomo, cuando lo cierto es que los electrones giraban y giraban alrededor del núcleo sin chocar contra él. Era evidente que las teorías al uso no podían explicar el movimiento de los electrones.
En 1913, el físico danés Niels Bohr aplicó la teoría cuántica a la estructura atómica. Bohr afirmó que un electrón sólo podía emitir energía en cantidades fijas y discretas, es decir en cuantos enteros. Al emitir energía, el electrón ocupaba una nueva órbita, más próxima al núcleo del átomo. De manera análoga, el electrón sólo podía absorber cuantos enteros, ocupando entonces nuevas órbitas más alejadas del núcleo. El electrón no podía jamás precipitarse hacia el núcleo, porque nunca podría acercarse a él más allá de la órbita más cercana permitida por su estado de energía.
Soluciones y comprensión
Estudiando las distintas órbitas permitidas, los físicos lograron comprender por qué cada elemento radiaba sólo ciertas longitudes de onda luminosas y por qué la luz absorbida era siempre igual a la emitida. Así quedó explicada, por fin, la regla de Kirchhoff, que era la que había desencadenado toda esta revolución.
Posteriormente, el físico austriaco Erwin Schrödinger elaboró en 1927 las matemáticas del átomo en el marco de la mecánica cuántica. La explicación de Schrödinger tenía en cuenta prácticamente todos los aspectos del estudio del átomo, y su trabajo fue crucial para la investigación atómica. Sin él sería imposible entender siquiera cómo el átomo almacena y libera la energía.
La mecánica cuántica es hoy tan importante que el nacimiento de la física moderna se sitúa en 1900, cuando Planck publicó la teoría cuántica. La física anterior a 1900 se llama física clásica. La idea de Planck, que en sí es relativamente simple, logró cambiar por completo el rumbo de la ciencia de la materia y del movimiento.


Hipócrates y la Medicina
Biografía
Hipócrates de Cos, (Llamado el Grande; Isla de Cos, actual Grecia, 460 a.C.-Larisa, id., 370 a.C.) Médico griego. Según la tradición, Hipócrates descendía de una estirpe de magos de la isla de Cos y estaba directamente emparentado con Esculapio, el dios griego de la medicina. Contemporáneo de Sócrates y Platón, éste lo cita en diversas ocasiones en sus obras. Al parecer, durante su juventud Hipócrates visitó Egipto, donde se familiarizó con los trabajos médicos que la tradición atribuye a Imhotep.
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Hipócrates de Cos, nacido en la Isla de Cos, actual Grecia, 460 a.C. y muerto en Larisa, actual Grecia, 370 a.C.
Aunque sin base cierta, se considera a Hipócrates autor de una especie de enciclopedia médica de la Antigüedad constituida por varias decenas de libros (entre 60 y 70). En sus textos, que en general se aceptan como pertenecientes a su escuela, se defiende la concepción de la enfermedad como la consecuencia de un desequilibrio entre los llamados humores líquidos del cuerpo, es decir, la sangre, la flema y la bilis amarilla o cólera y la bilis negra o melancolía, teoría que desarrollaría más tarde Galeno y que dominaría la medicina hasta la Ilustración.
Para luchar contra estas afecciones, el corpus hipocrático recurre al cauterio o bisturí, propone el empleo de plantas medicinales y recomienda aire puro y una alimentación sana y equilibrada. Entre las aportaciones de la medicina hipocrática destacan la consideración del cuerpo como un todo, el énfasis puesto en la realización de observaciones minuciosas de los síntomas y la toma en consideración del historial clínico de los enfermos.
En el campo de la ética de la profesión médica se le atribuye el célebre juramento que lleva su nombre, que se convertirá más adelante en una declaración deontológica tradicional en la práctica médica, que obliga a quien lo pronuncia, entre otras cosas, a «entrar en las casas con el único fin de cuidar y curar a los enfermos», «evitar toda sospecha de haber abusado de la confianza de los pacientes, en especial de las mujeres» y «mantener el secreto de lo que crea que debe mantenerse reservado».
Aunque inicialmente atribuida en su totalidad a Hipócrates, la llamada colección hipocrática es en realidad un conjunto de escritos de temática médica que exponen tendencias diversas, que en ciertos casos pueden incluso oponerse entre sí. Estos escritos datan, por regla general, del período comprendido entre los años 450 y 350 a.C., y constituyen la principal fuente a través de la cual es posible hoy hacerse una idea de las prácticas y concepciones médicas anteriores a la época alejandrina.
En esta colección, la llamada «Antigua medicina» es uno de los tratados más antiguos y más célebres y en él sugiere el autor, entre otras propuestas, investigar el origen del arte que practica, origen que halla en el deseo de ofrecer al ser humano un régimen de vida y, en especial, una forma de alimentación que se adapte de una manera completamente racional a la satisfacción de sus necesidades más inmediatas. Por este motivo, considera por ejemplo el aprendizaje de la correcta cocción de los alimentos como una primera manifestación de la búsqueda de una existencia mejor.
Por otro lado, los textos de la colección hipocrática demuestran sin lugar a dudas que la práctica de la observación precisa no era en el conjunto de la medicina griega una conquista de la época clásica, sino que más bien constituía una tradición sólidamente afianzada en el pasado y que a mediados del siglo V había alcanzado ya un notable nivel de desarrollo.
* * *
¡Qué maravilloso es el milagro de la vida y qué asombrosas son las cosas vivientes! La planta más minúscula, el animal más ínfimo parece más complejo e interesante que la masa más grande de materia inerte que podamos imaginar.
Porque, a fin de cuentas, la materia inerte no parece hacer nada la mayor parte del tiempo. O si hace algo, actúa de un modo mecánico y poco interesante. Pensemos en una piedra que yace en el camino. Si nada la molesta, seguirá allí por los siglos de los siglos. Si le damos una patada, se moverá y volverá a detenerse. Le damos más fuerte y se alejará un poco más. Si la tiramos al aire, describirá una curva de forma determinada y caerá. Y si la golpeamos con un martillo, se romperá.
Con algo de experiencia es posible predecir exactamente lo que le ocurrirá a la piedra en cualquier circunstancia. Uno puede describir sus avatares en términos de causa y efecto. Si se hace tal cosa con la piedra (causa), le ocurrirá tal otra (efecto). La creencia que iguales causas obran más o menos los mismos efectos en todas las ocasiones conduce a la visión del universo que llamamos «mecanicismo» (véase el capítulo 8).
Un universo predecible
Incluso algo tan notable como el Sol parece salir mecánicamente todas las mañanas y ponerse mecánicamente todas las noches. Si uno lo observa con atención, aprenderá a predecir exactamente la hora a que sale y se pone todos los días del año y la trayectoria exacta que recorre en el cielo. Los antiguos hallaron reglas para predecir el movimiento del Sol y de los demás cuerpos celestes, y esas reglas jamás han sido infringidas.
El filósofo griego Tales y sus discípulos afirmaron hacia el año 600 a. C. que la «ley natural» de la causa y el efecto era todo cuanto hacía falta para comprender la naturaleza (véase el capítulo 1), y esa ley natural hacía innecesario suponer que el universo estaba regido por espíritus y demonios.
Pero ¿y los seres vivos? ¿Era válida para ellos la ley natural? ¿Acaso no se regían por sí mismos, desviándose a menudo de la ley de la causa y el efecto?
Un resultado incierto
Imaginemos que damos un empujón a un amigo. Puede ser que el pobre se caiga, o también que logre conservar el equilibrio. A renglón seguido puede que lo eche a risa, o que se acuerde de nuestros antepasados, que nos devuelva el empujón o incluso que trate de ponernos la mano encima. Pero cabe también que no haga nada, o que se vaya y nos la guarde. Dicho de otra manera, un ser viviente puede responder a una causa concreta con toda una serie de efectos. La idea que el mundo vivo no obedece las reglas que gobiernan el mundo inanimado se llama «vitalismo».
Por otro lado, está el hecho que hay personas que poseen aptitudes poco usuales. ¿Por qué unos saben escribir admirablemente poesía y otros no? ¿Por qué hay personas que son líderes habilísimos, o buenos oradores, o indómitos luchadores, mientras que otros no?
Frente a esto se alza otro hecho, y es que todos los hombres parecen iguales en lo fundamental. Todos tienen brazos y piernas, oídos y ojos, corazones y cerebros. ¿Qué es entonces lo que marca la diferencia entre el hombre común y el excepcional?
Los antiguos pensaban que un hombre podía salirse de lo común si estaba protegido por algún espíritu personal o ángel de la guarda. Los griegos llamaban a esos espíritus daimon, que es la raíz de la palabra «demonio». Y de alguien que trabaja infatigablemente seguimos diciendo hoy que trabaja «como un demonio».
La palabra «entusiasta», por seguir con los ejemplos, proviene de otra palabra griega que significa «poseído por un dios»; de alguien que realiza una gran obra se dice que está «inspirado», término que proviene de un verbo latino que significa «tomar aire», es decir meter dentro de uno un espíritu invisible; y la palabra «genio» se deriva de la versión latina del término griego daimon.
Como es lógico, se creía que estos espíritus y demonios trabajaban tanto para el mal como para el bien de los hombres. Cuando un hombre enfermaba, los antiguos decían que estaba poseído por un espíritu maligno, y la idea parecía especialmente certera cuando el afectado hacía y decía cosas incoherentes. Como nadie actuaría así por propia voluntad, la gente lo atribuía al «demonio que llevaba dentro». Por eso, las sociedades primitivas trataban a veces al enfermo mental con sumo respeto y cuidado. El loco era alguien que había sido tocado por el dedo de un ser sobrenatural (y hoy seguimos utilizando la palabra «tocado» para describir a un individuo que parece no estar en sus cabales).
El «mal sagrado»
La epilepsia, que hoy sabemos que es un trastorno del cerebro, era atribuida también a la acción de un espíritu. La persona que lo sufre pierde de vez en cuando el control de su cuerpo durante algunos minutos, cayéndose al suelo, mostrando convulsiones, etc. Después recuerda muy poco de lo ocurrido. Antiguamente la gente estaba convencida que veía entrar un demonio en el cuerpo de la persona afectada y que era él el que lo agitaba; los griegos llamaban por eso el «mal sagrado» a la epilepsia.
Mientras la manera de clasificar esta enfermedad fue tan poco científica, el método de tratamiento no podía tener otro carácter. La terapia indicada consistía en ahuyentar o exorcizar a los demonios. Las tribus primitivas siguen teniendo «brujos» y curanderos que lanzan conjuros y ejecutan ritos para que los espíritus malignos salgan de la persona enferma. Y la gente cree realmente que el enfermo sanará en el momento en que sean expulsados los malos espíritus.
El dios griego de la Medicina se llamaba Asclepio, y los sacerdotes de Asclepio eran médicos. Uno de los templos más importantes de este dios estaba en la isla de Cos, en el Mar Egeo (frente a la costa occidental de la actual Turquía). Hacia el año 400 a. C. el médico más importante en la isla de Cos era un hombre llamado Hipócrates.
Hipócrates tenía una manera de ver las cosas que era nueva para los griegos, pues creía que lo que había que hacer era tratar al paciente, y no preocuparse del demonio que hubiera o dejara de haber dentro de él. Hipócrates no fue el primero en pensar así, pues las viejas civilizaciones de Babilonia y Egipto tuvieron muchos médicos que defendían esta actitud, y dice la leyenda que Hipócrates estudió en Egipto. Pero es la obra de Hipócrates la que ha sobrevivido y su nombre el que se recuerda.
Una escuela sensata
Hipócrates fundó una escuela que pervivió durante siglos. Los doctores de esta tradición utilizaban el sentido común al tratar a los pacientes. Carecían de medicinas, instrumental y teorías modernas, pero tenían sentido común y buenas dotes de observación.
Los discípulos de Hipócrates estaban convencidos de la importancia de la limpieza, tanto en el paciente como en ellos mismos, los médicos. Eran partidarios que el enfermo gozara de aire fresco, de un entorno agradable y tranquilo y de una dieta equilibrada a base de alimentos sencillos. Se atenían a reglas de sentido común para cortar hemorragias, limpiar y tratar las heridas, reducir fracturas e intervenciones análogas, evitando cualquier extremo y prescindiendo de ritos mágicos.
Los escritos de toda la escuela hipocrática están reunidos, sin distinción de autores, en el Corpus Hippocraticum, y es imposible saber a ciencia cierta quién escribió cada parte y cuándo. La más conocida es un juramento que tenían que prestar todos los médicos de la escuela para ingresar en la profesión y que, por defender los ideales más altos de la práctica médica, sigue utilizándose hoy como guía profesional: en algunos lugares los estudiantes de Medicina lo pronuncian al licenciarse. Sin embargo, el «Juramento hipocrático» no fue escrito por Hipócrates; la hipótesis más verosímil es que entró en uso hacia el año 200 d. C., seis siglos después de Hipócrates.
De entre los escritos hipocráticos hay un tratado que figura entre los más antiguos del Corpus y que muy probablemente es del propio Hipócrates. Se titula «Sobre el mal sagrado» y versa sobre la epilepsia.
Los demonios expulsados
Este tratado mantiene con vehemencia la inutilidad de atribuir la enfermedad a los demonios. Cada enfermedad tiene su causa natural, y compete al médico descubrirla. Conocida la causa, puede hallarse el remedio. Y esto es incluso cierto, así lo afirma el tratado, para ese mal misterioso y aterrador que se llama epilepsia. No es de ningún modo un mal sagrado, sino una enfermedad como cualquier otra.
Lo que en resumidas cuentas defiende el tratado es que la idea de causa y efecto se aplica también a las cosas vivientes, entre ellas el hombre. Como el mundo de lo vivo es tan complejo, puede que no sea fácil detectar las relaciones de causa y efecto; pero al final puede y debe hacerse.
La Medicina tuvo que luchar durante muchos siglos contra la creencia común en demonios y malos espíritus y contra el uso de ritos y conjuros mágicos con fines terapéuticos. Pero las ideas de Hipócrates no cayeron jamás en el olvido.
La doctrina de Hipócrates sobre el tratamiento de los enfermos le ha valido el nombre de «padre de la Medicina». En realidad es más que eso, pues aplicó la noción de ley natural a los seres vivos y dio así el primer gran paso contra el vitalismo. Desde el momento en que se aplicó la ley natural a la vida, los científicos pudieron empezar a estudiarla sistemáticamente. Por eso, las ideas de Hipócrates abrieron la posibilidad de una ciencia de la vida (biología), lo cual le hace acreedor a un segundo título, el de «padre de la biología».

Wöhler y la química orgánica
Biografía
Friedrich Wöhler, pedagogo y químico alemán, nació en Eschersheim (hoy parte de Francfort sobre el Main) el 31 de julio de 1800 y murió en Gotinga el 23 de septiembre de 1882. Mientras estudiaba medicina en Heidelberg se interesó por la química y se trasladó a Estocolmo para estudiar con el químico sueco Berzelius. En 1836 fue profesor de química en la Universidad de Gotinga.
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Friedrich Wöhler, nació en Eschersheim el 31 de julio de 1800 y murió en Gotinga el 23 de septiembre de 1882
Precursor en el campo de la química orgánica, Wöhler es famoso por su síntesis del compuesto orgánico denominado urea, que no fue el primero que sintetizó ya que el primero fue el Oxalato de Amonio, no lo reveló debido a que no sabía en ese entonces qué nombre llevaría.
Mediante su contribución se demostró, en contra del pensamiento científico de la época, que un producto de los procesos vitales se podía obtener en el laboratorio a partir de materia inorgánica.
También llevó a cabo investigaciones importantes sobre el ácido úrico y el aceite de almendras amargas en colaboración con el químico alemán Justus von Liebig.
Aisló además dos elementos químicos: el aluminio y el berilio. Descubrió el carburo de calcio y a partir de éste obtuvo el acetileno. También desarrolló el método para preparar el fósforo que se sigue utilizando hoy. En 1830 determinó que el elemento eritronio descubierto por Andrés Manuel del Río en México en 1801 y el vanadio descubierto por Nils Gabriel Sefström en Suecia 30 años después, eran el mismo.
Escribió varios libros de texto de química orgánica e inorgánica.
* * *
El joven químico, alemán Friedrich Wöhler sabía en 1828 qué era exactamente lo que le interesaba: estudiar los metales y minerales. Estas sustancias pertenecían a un campo, la química inorgánica, que se ocupaba de compuestos que supuestamente nada tenían que ver con la vida. Frente a ella estaba la química orgánica, que estudiaba aquellas sustancias químicas que se formaban en los tejidos de las plantas y animales vivos.
El maestro de Wöhler, el químico sueco Jöns J. Berze­lius, había dividido la química en estos dos compartimentos y afirmado que las sustancias orgánicas no podían formarse a partir de sustancias inorgánicas en el laboratorio. Sólo podían formarse en los tejidos vivos, porque requerían la presencia de una «fuerza vital».
El enfoque vitalista
Berze­lius, como vemos, era vitalista, partidario del «vitalismo» (véase el capítulo 12). Creía que la materia viva obedecía a leyes naturales distintas de las que regían sobre la materia inerte. Más de dos mil años antes, Hipócrates había sugerido que las leyes que regulaban ambos tipos de materia eran las mismas. Pero la idea seguía siendo difícil de digerir, porque los tejidos vivos eran muy complejos y sus funciones no eran fáciles de comprender. Muchos químicos estaban por eso convencidos que los métodos elementales del laboratorio jamás servirían para estudiar las complejas sustancias de los organismos vivos.
Wöhler trabajaba, como decimos, con sustancias inorgánicas, sin imaginarse para nada que estaba a punto de revolucionar el campo de la química orgánica. Todo comenzó con una sustancia inorgánica llamada cianato amónico, que al calentarlo se convertía en otra sustancia. Para identificarla, Wöhler estudió sus propiedades, y tras eliminar un factor tras otro comenzó a subir de punto su estupor.
Wöhler, no queriendo dejar nada en manos del azar, repitió una y otra vez el experimento; el resultado era siempre el mismo. El cianato amónico, una sustancia inorgánica, se había transformado en urea, que era un conocido compuesto orgánico. Wöhler había hecho algo que Berzelius tenía por imposible: obtener una sustancia orgánica a partir de otra inorgánica con sólo calentarla.
El revolucionario descubrimiento de Wöhler fue una revelación; muchos otros químicos trataron de emularle y obtener compuestos orgánicos a partir de inorgánicos. El químico francés Pierre E. Berthelot formó docenas de tales compuestos en los años cincuenta del siglo pasado, al tiempo que el inglés William H. Perkin obtenía una sustancia cuyas propiedades se parecían a las de los compuestos orgánicos pero que no se daba en el reino de lo viviente. Y luego siguieron miles y miles de otros compuestos orgánicos sintéticos.
Los químicos estaban ahora en condiciones de preparar compuestos que la naturaleza sólo fabricaba en los tejidos vivos. Y además eran capaces de formar otros, de la misma clase, que los tejidos vivos ni siquiera producían.
Todos estos hechos no lograron, sin embargo, acabar con las explicaciones vitalistas. Podía ser que los químicos fuesen capaces de sintetizar sustancias formadas por los tejidos vivos, replicaron los partidarios del vitalismo, pero cualitativamente era diferente el proceso. El tejido vivo formaba esas sustancias en condiciones de suave temperatura y a base de componentes muy delicados, mientras que los químicos tenían que utilizar mucho calor o altas presiones o bien reactivos muy fuertes.
Ahora bien, los químicos sabían cómo provocar, a la temperatura ambiente, reacciones que de ordinario sólo ocurrían con gran aporte de calor. El truco consistía en utilizar un catalizador. El polvo de platino, por ejemplo, hacía que el hidrógeno explotara en llamas al mezclarse con el aire. Sin el platino era necesario aportar calor para iniciar la reacción.
Catalizadores de la vida
Parecía claro, por tanto, que los tejidos vivos tenían que contener catalizadores, pero de un tipo distinto de los que conocía hasta entonces el hombre. Los catalizadores de los tejidos vivos eran en extremo eficientes: una porción minúscula propiciaba una gran reacción. Y también eran harto selectivos: su presencia facilitaba la transformación de ciertas sustancias, pero no afectaba para nada a otras muy similares.
Por otro lado, los biocatalizadores eran muy fáciles de inactivar. El calor, las sustancias químicas potentes o pequeñas cantidades de ciertos metales detenían su acción, normalmente para bien del organismo.
Estos catalizadores de la vida se llamaban «fermentos», y el ejemplo más conocido eran los que se contenían en las diminutas células de la levadura. Desde los albores de la historia, el hombre había utilizado fermentos para obtener vino del jugo de fruta y para fabricar pan blando y esponjoso a partir de la masa plana.
En 1752, el científico francés René A. F. de Réaumur extrajo jugos gástricos de un halcón y demostró que eran capaces de disolver la carne. Pero ¿cómo? Porque los jugos no eran, de suyo, materia viva.
Los químicos se encogieron de hombros. La respuesta parecía cosa de niños: había dos clases de fermentos. Los unos actuaban fuera de las células vivas para digerir el alimento y eran fermentos «no formes» o «desorganizados». Los otros eran fermentos «organizados» o «formes», que sólo podían actuar dentro de las células vivas. Los fermentos de la levadura, que descomponían los azúcares y almidones para formar vino o hinchar el pan, eran ejemplos de fermentos formes.
Hacia mediados de la década de 1800-1810 estaba ya desacreditado el vitalismo de viejo cuño, gracias al trabajo de Wöhler y sus sucesores. Pero en su lugar había surgido una forma nueva de la misma idea. Los nuevos vitalistas afirmaban que los procesos de la vida podían operarse únicamente como resultado de la acción de fermentos organizados, que sólo se daban dentro de las células vivas. Y sostenían que los fermentos organizados eran de suyo la «fuerza vital».
Wilhelm Kühne, otro químico alemán, insistió en 1876 en no llamar fermentos desorganizados a los jugos digestivos. La palabra «fermento» estaba tan asociada a la vida, que podría comunicar la falsa impresión de estar ocurriendo un proceso vivo fuera de las células. Kühne propuso decir que los jugos digestivos contenían enzimas. La palabra «enzima», que proviene de otra griega que significa «en la levadura», parecía apropiada, porque los jugos gástricos se comportaban hasta cierto punto como los fermentos de la levadura.
El fin del vitalismo
Era preciso poner a prueba el nuevo vitalismo. Si los fermentos actuaban sólo en las células vivas, entonces cualquier cosa que matara la célula debería destruir el fermento. Claro que, al matar las células de levadura, dejaban de fermentar. Pero podía ser que no hubiesen sido bien muertas. Normalmente se utilizaba con este fin el calor o sustancias químicas potentes. ¿Podrían sustituirse por otra cosa?
Fue a Eduard Buchner, un químico alemán, a quien se le ocurrió matar las células de levadura triturándolas con arena. Las finas y duras partículas de sílice rompían las diminutas células y las destruían; pero los fermentos contenidos en su interior quedaban a salvo del calor y de los productos químicos. ¿Quedarían, aun así, destruidos?
En 1896 Buchner molió levadura y la filtró. Estudió los jugos al microscopio y se cercioró que no quedaba ni una sola célula viva; no era más que jugo «muerto». Luego añadió una solución de azúcar. Inmediatamente empezaron a desprenderse burbujas de anhídrido carbónico y el azúcar se convirtió lentamente en alcohol.
Los químicos sabían ahora que el jugo «muerto» era capaz de llevar a cabo un proceso que antes pensaban era imposible fuera de las células vivas. Esta vez el vitalismo quedó realmente triturado. Todos los fermentos, dentro y fuera de la célula, eran iguales. El término «enzima», que Kühne había utilizado sólo para fermentos fuera de la célula, fue aplicado a todos los fermentos sin distinción.
Así pues, a principios del siglo XX la mayoría de los químicos habían llegado a la conclusión que dentro de las células vivas no había fuerzas misteriosas. Todos los procesos que tenían lugar en los tejidos eran ejecutados por medio de sustancias químicas ordinarias, con las que se podría trabajar en tubos de ensayo si se utilizaban métodos de laboratorio suficientemente finos.
Aislar una enzima
Quedaba aún por determinar exactamente la composición química de las enzimas; el problema era que éstas se hallaban presentes en trazas tan pequeñas que era casi imposible aislarlas e identificarlas.
El   bioquímico   norteamericano James   B. Sumner mostró en 1926 el camino a seguir. Sumner estaba trabajando con una enzima que se hallaba presente en el jugo de judías sable trituradas. Aisló los cristales formados en el jugo y comprobó que, en solución, producían una reacción enzimática muy activa. Cualquier cosa que destruía la estructura molecular de los cristales, destruía también la reacción enzimática, y además Sumner fue incapaz de separar la acción enzimática, por un lado, y los cristales, por otro.
Finalmente llegó a la conclusión que los cristales eran la enzima buscada, la primera que se obtenía de forma claramente visible. Pruebas ulteriores demostraron que los cristales consistían en una proteína, la ureasa. Desde entonces se han cristalizado en el laboratorio muchas enzimas, y todas, sin excepción, han resultado ser de naturaleza proteica.
Una sarta de ácidos
Las proteínas tienen una estructura molecular que no encierra ya ningún misterio hoy día. En el siglo XIX se comprobó que consistían en veinte clases diferentes de unidades menores llamadas «aminoácidos», y el químico alemán Emil Fischer mostró en 1907 cómo estaban encadenados entre sí los aminoácidos en la molécula de proteína.
Después, ya en los años cincuenta y sesenta, varios químicos, entre los que destaca el inglés Frederick Sanger, lograron descomponer moléculas de proteína y determinar exactamente qué aminoácidos ocupaban cada lugar de la cadena. Y, por otro lado, se consiguió también sintetizar artificialmente en el laboratorio moléculas sencillas de proteína.
Así es como más de un siglo y medio de infatigable labor científica vino a dar la razón a Hipócrates y a su doctrina no vitalista. Esta búsqueda de la verdad desveló los procesos vitales de la célula y demostró que los componentes celulares son sustancias químicas, no «fermentos» ni otras fuerzas vitalistas. Desde Wöhler a Sanger, los científicos han demostrado que las leyes naturales del universo gobiernan tanto la materia viva como la inerte.


Linneo y la clasificación
Biografía
Nació el 23 de mayo de 1707, en Stenbrohult, en la provincia de Småland en el sur de Suecia. Su padre, Nils Ingemarsson Linneo, era un pastor luterano y un fanático jardinero, y Carlos mostró desde muy joven un profundo amor por las plantas y una fascinación con sus nombres.
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Carlos Linneo (1707-1778), naturalista sueco que desarrolló la nomenclatura binómica para clasificar y organizar a los animales y las plantas
Los padres de Carlos se sintieron decepcionados al no mostrar ningún interés ni aptitud para el sacerdocio, pero su familia se consoló algo cuando Linneo ingresó a la Universidad de Lund en 1727 para estudiar medicina. Un año después, se transfirió a la Universidad de Uppsala, la universidad de mayor prestigio en Suecia. Sin embargo, sus facilidades médicas habían sido descuidadas y se encontraba en decadencia. Linneo dedicó la mayor parte del tiempo que pasó en Uppsala recogiendo y estudiando plantas, su verdadero amor. En esa época, el entrenamiento en botánica formaba parte del plan de estudio de medicina, ya que todos los doctores tenían que preparar y prescribir medicinas derivadas de plantas.
A pesar de encontrarse restringido económicamente, Linneo organizó un expedición botánica y etnográfica a Laponia en 1731.
En 1734, organizó otra expedición hacia Suecia central.
Linneo viajó a los Países Bajos (Holanda) en 1735 y poco después terminó sus estudios médicos en la Universidad de Harderwijk, y entonces se inscribió en la Universidad de Leiden para continuar estudios. Ese mismo año publicó la primera edición de su clasificación de los seres vivos, el Systema Naturae. Durante estos años, se reunió o mantuvo correspondencia con los principales botánicos del mundo, y continuó desarrollando su esquema de clasificación.
Regresó a Estocolmo, Suecia, en 1738, donde practicaba la medicina (especializándose en el tratamiento de la sífilis) y daba clases; luego consiguió el nombramiento como profesor en Uppsala en 1741. En Uppsala, restauró el jardín botánico (sembrando las plantas de acuerdo a su sistema de clasificación), hizo tres expediciones más a diversas partes de Suecia, e inspiró a toda una generación de estudiantes.
Hizo arreglos para que sus estudiantes fueran enviados en viajes comerciales y de exploración a todas partes del mundo: 19 de sus estudiantes salieron en estos viajes de descubrimiento. Quizás su alumno más famoso sea Daniel Solander, quien fue el naturalista a bordo durante el primer viaje alrededor del mundo del Capitán James Cook, y trajo a Europa las primeras colecciones de plantas de Australia y del Pacífico Sur. Anders Sparrman, otro de los alumnos de Linneo, fue botánico durante el segundo viaje de Cook.
Otro alumno, Pehr Kalm, viajó durante tres años por las colonias británicas en América nororiental, estudiando las plantas americanas. Otro, Carl Peter Thunberg, fue el primer naturalista occidental que, en más de un siglo, visitó Japón; no sólo estudió la flora de Japón, sino que enseño medicina occidental a practicantes japoneses. Otros de sus alumnos viajaron por América del Sur, Asia sudoriental, África y el Medio Oriente. Muchos murieron durante sus viajes.
Linneo continuó revisando su Systema Naturae que, de un simple panfleto, llegó a ser un trabajo de muchos volúmenes, a medida que sus conceptos eran modificados y a medida que más y más especimenes de plantas y animales les eran enviados desde todos los rincones del planeta. La imagen a la derecha muestra su descripción científica de la especie humana en la novena edición de Systema Naturae. En esa época, llamaba a los humanos Homo diurnis ["hombre diurno"]. Pulse sobre la imagen para verla ampliada.
Linneo también trató de encontrar maneras de hacer que la economía sueca fuera autosuficiente y menos dependiente del comercio foráneo, ya sea aclimatando plantas valiosas para poder cultivarlas en Suecia, o encontrando sustitutos nativos. Desgraciadamente, los intentos de Linneo para crecer cacao, café, té, bananas, arroz y moreras no tuvieron éxito en el frío clima de Suecia. Sus intentos de impulsar la economía (y evitar las hambrunas que ocurrían todavía en esa época en Suecia) buscando plantas suecas que pudieran usarse como té o café y para harina y heno tampoco tuvieron éxito. Al mismo tiempo, seguía practicando la medicina, llegando a ser médico personal de la familia real sueca.
En 1758 compró la hacienda de Hammarby, en las afueras de Uppsala, donde construyó un pequeño museo para sus extensas colecciones personales. En 1761 fue hecho noble, y se convirtió en Carl von Linné. Sus últimos años estuvieron marcados por una creciente depresión y pesimismo. Languideciendo durante varios años luego de sufrir lo que probablemente haya sido una serie de infartos ligeros en 1774, murió en 1778. Su hijo, también llamado Carlos, lo sucedió en la cátedra en Uppsala, pero nunca sobresalió como botánico. Cuando Carlos el Joven murió cinco años más tarde sin dejar herederos, su madre y hermanas vendieron la biblioteca, manuscritos y colecciones de historia natural de Linneo el Mayor al naturalista británico Sir James Edward Smith, quien fundó la Sociedad Linneana de Londres para que los cuidara.
* * *
La mente científica más influyente en la historia del mundo quizá haya sido la del filósofo griego Aristóteles (384 a. C. - 322 a. C).
Aristóteles fue probablemente el alumno más famoso de la Academia de Platón en Atenas. Algunos años después de morir éste en el año 347 a. C, Aristóteles marchó al reino de Macedonia, en el norte de Grecia, donde su padre había sido médico de la corte. Allí fue durante varios años tutor del joven príncipe macedonio Alejandro, que más tarde recibiría el título de Magno.
Cuando Alejandro partió para iniciar su carrera de conquistas, Aristóteles regresó a Atenas y fundó su propia escuela. Sus enseñanzas fueron compiladas en lo que casi es una enciclopedia del saber antiguo, escrita por un solo hombre. Muchos de estos libros sobrevivieron y fueron considerados, durante casi dos mil años, como la última palabra en el pensamiento científico.
Influyente, pero equivocado
La influencia de las ideas de Aristóteles sobre los científicos posteriores no fue nada desdeñable, en particular sus teorías sobre la naturaleza del universo, el movimiento de los cuerpos, etc. (véanse los capítulos 4 y 7). Pero lo cierto es que en el campo de la ciencia física estaba, por lo general, equivocado.
Paradójicamente, sus ideas acerca de temas biológicos, que eran uno de sus puntos fuertes, ejercieron menos influencia. La ciencia natural era su campo preferido, y dedicó años al estudio de los animales marinos.
Aristóteles no se conformó con contemplar los animales y describirlos. Ayudado por su claridad de ideas y su amor por el orden, fue más lejos y clasificó los animales en grupos. Esa clasificación se llama hoy «taxonomía», que en griego significa «sistema de ordenación».
Todo el mundo tiene cierta tendencia a clasificar las cosas. Salta a la vista que los leones y los tigres se parecen bastante, que las ovejas se parecen a las cabras y que las moscas se parecen a los tábanos. Aristóteles, sin embargo, no se conformó con observaciones casuales, sino que hizo una lista de más de quinientos tipos diferentes de animales y los agrupó cuidadosamente en clases. Y además, colocó estas clases en orden, desde las más simples a las más complicadas.
Aristóteles observó que algunos animales no pertenecían a la clase a la que parecían asemejarse más. Casi todo el mundo daba por supuesto, por ejemplo, que el delfín era un pez: vivía en el agua y tenía la misma forma que los peces. Aristóteles, por el contrario, observó que el delfín respiraba aire, paría crías vivas y nutría al feto mediante un órgano llamado «placenta». El delfín se parecía en estos aspectos a las bestias cuadrúpedas de tierra firme, por lo cual lo incluyó entre los mamíferos, y no entre los peces.
Los naturalistas ignoraron esta conclusión, absolutamente correcta, durante dos mil años. Aristóteles parecía predestinado a ser creído cuando se equivocaba y descreído cuando tenía razón.
Los naturalistas que vinieron después de Aristóteles no prolongaron su labor clasificatoria de los animales. Los libros antiguos y medievales que describen animales los colocan en cualquier orden e ignoran la posibilidad de agrupar los de estructuras similares.
Los primeros intentos de clasificación después de Aristóteles no vinieron hasta principios del siglo XVI, y tampoco destacaron precisamente por su rigor. Algunos autores agrupaban juntas todas las plantas que tenían hojas estrechas, mientras que otros se atenían al criterio de que tuvieran grandes flores amarillas, por ejemplo.
El primer naturalista que hizo una labor tan meticulosa como la de Aristóteles fue el inglés John Ray. Ray viajó por Europa y estudió la fauna y la flora; y durante los treinta y cinco años que siguieron a 1667 publicó libros que describían y clasificaban las plantas y animales que había estudiado.
Comenzó por clasificar los mamíferos en dos grandes grupos: los que tenían dedos y los que tenían pezuñas; luego subdividió estas clasificaciones según el número de dedos o pezuñas, según que los dedos estuvieran armados de uñas o garras y según que un animal con pezuñas tuviera cornamenta perenne o caduca. Ray, digámoslo de una vez, restauró el sentido del orden que Aristóteles había introducido en el reino de la vida.
Una vez que Ray señaló el camino, los naturalistas no tardaron en ir más allá de Aristóteles. El joven naturalista sueco Carl von Linné publicó en 1735 un opúsculo en el que alistaba diferentes criaturas según un sistema de su invención. (Hoy se le conoce más por la versión castellanizada de su nombre, que es Linneo, o por la latina, Carolus Linnaeus.) Su trabajo estaba basado en viajes intensivos por toda Europa, incluido el norte de Escandinavia, que hasta entonces no había sido bien explorado.
Linneo describía breve y claramente cada clase o especie de planta y animal, agrupaba luego cada colección de especies similares en un género y daba finalmente a cada clase de planta o animal dos nombres latinos: el del género y el de la especie.
Un ejemplo: el gato y el león son dos especies muy parecidas, pese a que el segundo es mucho más grande y fiero que el primero; de ahí que ambos pertenezcan al mismo género, Felis (que en latín es «gato»). El segundo nombre latino sirve para distinguir el gato común del león y de otras especies del mismo género. Así, el gato es Felis domesticus, mientras que el león es Felis leo.
Análogamente, el perro y el lobo pertenecen al género Canis («perro»). El perro es Canis familiaris y el lobo Canis lupus.
Linneo dio también a los seres humanos un nombre latino. Al hombre lo colocó en el género Homo y a la especie humana la llamó Homo sapiens («hombre sabio»).
El sistema de Linneo se conoce por «nomenclatura binaria», y en realidad es muy parecido al que utilizamos para identificarnos por nombre y apellido. Dentro de una familia todos llevan el mismo apellido, pero nombres diferentes. Un hermano figurará en la guía telefónica como «García, Juan», y otro como «García, Pedro».
La labor de Linneo fue enormemente útil. Por primera vez los naturalistas de todo el mundo tenían un sistema común de denominaciones para identificar las distintas criaturas. Cuando un naturalista hablaba de Canis lupus, los demás sabían inmediatamente que se refería al lobo. Para nada importaban sus respectivas lenguas maternas ni qué nombre local tuviese el lobo en cada una de ellas. Además, sabían inmediatamente que sé refería a una clase particular de lobo, el lobo gris europeo. El americano, por ejemplo, era una especie diferente, Canis occidentalis.
Este sistema común de identificación supuso un avance muy importante. A medida que el hombre exploró la tierra y descubrió continentes fue hallando cada vez más animales. Aristóteles había registrado unos quinientos solamente, mientras que en tiempos de Linneo se conocían ya decenas de miles.
El libro de Linneo sobre la clasificación animal tenía sólo siete páginas en su primera edición; en la décima se había hinchado ya hasta las 2.500. Si los naturalistas no hubiesen adoptado un sistema de clasificación normalizado, no podrían haber estado nunca seguros de qué plantas o animales estaban estudiando los demás. El estudio de la historia natural se habría sumido en el caos.
De la clasificación por géneros y especies Linneo pasó a agrupar géneros similares en órdenes, y órdenes semejantes en clases. Linneo distinguió seis clases diferentes de animales: mamíferos, aves, reptiles, peces, insectos y gusanos.
La labor de Linneo fue proseguida por el biólogo francés Georges Cuvier. Cuvier vio que las cuatro primeras clases, mamíferos, aves, reptiles y peces, eran todas ellas vertebradas, es decir que tenían esqueletos óseos internos. A estos animales los agrupó en una clasificación aún más amplia llamada «phylum» en latín («phyla» en plural) y filum o filo en castellano.
Cuvier hizo avanzar la taxonomía en otra dirección más. Los naturalistas comenzaron a estudiar hacia el año 1800 lo que ellos llamaron «fósiles», es decir minerales con restos o huellas petrificadas de lo que parecían haber sido seres vivos. Cuvier advirtió que aunque los fósiles no se parecían demasiado a ninguna especie existente a la sazón, encajaban de algún modo en el esquema taxonómico.
Así, cuando Cuvier estudió un fósil que tenía todas las características del esqueleto de un reptil, concluyó que el animal había sido en su tiempo un miembro de la clase de los reptiles. Por su esqueleto podía afirmarse también que había poseído alas. Cuvier identificó así el primer ejemplar de un grupo extinto de reptiles voladores. Debido a que cada una de las alas iba soportada por un solo hueso largo, como los de los dedos, bautizó a la criatura con el nombre de «pterodáctilo» («ala-dedo»).
El camino a la evolución
Los discípulos y seguidores de Cuvier continuaron perfeccionando este sistema de clasificación. Linneo había agrupado a menudo los animales por su aspecto exterior. Los seguidores de Cuvier, por el contrario, comenzaron a utilizar como criterio las estructuras internas, que eran más importantes para fines de agrupamiento.
Hacia 1805 existía ya un sistema para clasificar todos los seres vivos, completando finalmente la labor que hacía tanto tiempo iniciara Aristóteles. Toda criatura, viva o extinguida, podía colocarse en una categoría concreta. Cabía quizás disentir acerca de detalles menores, pero el plan general fue aceptado por todo el mundo.
El desarrollo de la taxonomía hizo pensar a los naturalistas. El hecho de que la vida pudiera clasificarse de manera tan limpia y elegante indicaba que tenía que haber ciertos principios biológicos que valieran para todas las criaturas, por diferentes que parecieran.
La clasificación de la vida dio así lugar a la idea de que todos los seres vivientes estaban inmersos en un mismo y único fenómeno. Y este concepto conduciría, a su vez, a una de las indiscutiblemente «grandes ideas de la ciencia»: la evolución de las especies (véase el capítulo siguiente).


Darwin y la evolución
Biografía
Charles Robert Darwin (12 de febrero de 1809, Shrewsbury, Inglaterra - 19 de abril de 1882, Kent, Inglaterra), fue el quinto hijo de una familia inglesa rica y sofisticada. Después de graduarse de la escuela en Shrewsbury en 1825, Darwin fue a la universidad de Edinburgh a estudiar medicina.
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Charles Robert Darwin, nació el 12 de febrero de 1809 en Shrewsbury, Inglaterra y murió el 19 de abril de 1882 en Kent, Inglaterra
En 1827 se salió y entró a la universidad de Cambridge para preparándose para convertirse un ministro de la iglesia de Inglaterra. Allí conoció a dos figuras: el geólogo Adam Sedgwick, y el naturista John Stevens Henslow. Henslow no solamente le ayudó a ganar más confianza en sí mismo, sino que también enseñó a su alumno a ser un observador meticuloso y cuidadoso de los fenómenos naturales y a ser un coleccionista de especímenes. Después de graduarse de Cambridge en 1831, Darwin de 22 años fue invitado a bordo del barco inglés de investigación HMS Beagle, por la amplia recomendación de Henslow, como un naturalista sin pago en una expedición científica alrededor del mundo.
La tarea de Darwin como un naturalista a bordo del Beagle le dio la oportunidad de observar las diversas formaciones geológicas en diferentes continentes e islas a lo largo del camino, así como una amplia variedad de fósiles y organismos vivos. En sus observaciones geológicas, Darwin se impresionó con el efecto que las fuerzas naturales tuvieron en la forma de la superficie de la tierra.
En aquella época, la mayoría de los geólogos se adherían a la teoría de la catástrofe, la cual dice que la tierra ha experimentado una sucesión de creaciones de vida animal y vegetal, y que cada creación había sido destruida por una catástrofe repentina, como un levantamiento o convulsión de la superficie de la tierra. De acuerdo con esta teoría, la más reciente catástrofe, el diluvio universal, eliminó toda la vida excepto aquellas formas que se llevaron en el arca. El resto estuvo visible solamente como fósiles. Desde el punto de vista de los catastrofistas, las especies fueron creadas individualmente e inmutables, esto es, sin cambio por el paso del tiempo.
El punto de vista de los catastrofistas, fue cuestionado por el geólogo inglés Sir Charles Lyell en su trabajo de dos volúmenes Principios de Geología (1830-33). Lyell sostenía que la superficie de la tierra está sufriendo un cambio constante, como resultado de las fuerzas naturales que operan uniformemente durante largos periodos de tiempo.
A bordo del Beagle, Darwin encontró que muchas de sus observaciones encajaban en la teoría uniformista de Lyell. Sin embargo, más allá de eso, se dio cuenta que algunas de sus propias observaciones de fósiles y plantas y animales encajaban sin duda en la teoría de Lyell que las especies fueron especialmente creadas. Notó por ejemplo, que ciertos fósiles de especies supuestamente extintas recordaban estrechamente especies vivientes en la misma área geológica. En las islas Galápagos, frente a la costa de Ecuador, también observó que cada isla mantenía su propia forma de tortuga de tierra, sinsonte y finzón; las diversas formas estuvieron relacionadas estrechamente pero diferían en la estructura y hábitos de comer de isla a isla. Darwin concluyó que estas especies no habían aparecido en ese lugar sino que habían migrado a las Galápagos procedentes del continente. Darwin no se dio cuenta en ese momento que los pinzones de las diferentes islas del archipiélago pertenecían a especies distintas. Ambas observaciones originaron la pregunta, para Darwin, de posibles enlaces entre especies distintas pero similares.
Después de regresar a Inglaterra en 1836, Darwin empezó a recopilar sus ideas sobre la habilidad de las especies para cambiar en sus Cuadernos de la Transmutación de las Especies. La explicación de Darwin de como evolucionaron los organismos le surgió después de leer Un Ensayo del Principio de la Población (1798), por el economista británico Thomas Robert Malthus, quien explicó como las poblaciones humanas mantenían el equilibrio. Malthus argumentaba que ningún incremento en la disponibilidad de la comida para la supervivencia humana básica no podría compensar el ritmo geométrico del crecimiento de la población. Lo último, por lo tanto, tenía que ser verificado por las limitaciones naturales como el hambre y la enfermedad, o por acciones humanas como la guerra.
Darwin aplicó inmediatamente el razonamiento de Malthus a los animales y a las plantas, y hacia 1838 había elaborado ya un bosquejo de la teoría de la evolución a través de la selección natural. Durante las dos décadas siguientes trabajó en su teoría y otros proyectos de historia natural. (Darwin era rico independientemente y nunca tuvo que ganar un sueldo.)
La teoría de Darwin se hizo pública por primera vez en 1858 en un documento presentado al mismo tiempo que Alfred Russel Wallace, un naturalista joven quien había llegado independientemente a la teoría de la selección natural. La teoría completa de Darwin se publicó en 1859, como El Origen de las Especies. Se le conocía como "El libro que sacudió al mundo", El Origen… se agotó el primer día de la publicación y lo mismo sucedió con seis ediciones posteriores.
La teoría de la evolución por selección natural de Darwin trata esencialmente que, debido al problema del suministro de comida descrito por Malthus, las crías nacidas de cualquier especie compiten intensamente por la supervivencia. Los que sobreviven, que darán origen a la próxima generación, tienden a incorporar variaciones naturales favorables (por leve que pueda ser la ventaja que éstas otorguen), el proceso de selección natural, y estas variaciones se pasan por herencia. Por lo tanto, cada generación mejorará su adaptabilidad con respecto a las generaciones precedentes, y este proceso gradual y continuo es la causa de la evolución de las especies. La selección natural es sólo una parte del vasto esquema conceptual de Darwin; también presentó el concepto que todos los organismos relacionados son descendientes de ancestros comunes. Además, proporcionó apoyo adicional para los conceptos anteriores que la tierra misma no está estática sino evolucionando.
La reacción al Origen fue inmediata. Algunos biólogos argumentaron que Darwin no pudo probar su hipótesis. Otros criticaron el concepto de variación de Darwin, argumentando que el no pudo explicar ni el origen de las variaciones ni como se pasaron a las generaciones sucesivas. Esta objeción científica en particular no se contestó hasta el nacimiento de la genética moderna en los inicios del siglo XX. De hecho, muchos científicos continuaron expresando sus dudas durante los 50 a 80 años siguientes. Los ataques más publicados sobre las ideas de Darwin, no vinieron de los científicos sino de los opositores religiosos. El pensamiento que cosas vivientes habían evolucionado por procesos naturales negaron la creación especial de la raza humana y pareció poner a la humanidad en el mismo plano que los animales; ambas ideas fueron serias amenazas a la opinión teológica ortodoxa.
Darwin pasó el resto de su vida desarrollando diferentes aspectos de problemas surgidos por el Origen. Sus libros posteriores, incluyendo La Variación de los Animales y Plantas bajo Domesticación (1868), El Descendiente del Hombre (1871), y La Expresión de las Emociones en los Animales y el Hombre (1872), fueron exposiciones detalladas de temas que se habían limitado a pequeñas secciones del Origen. La importancia de su trabajo fue reconocida por sus contemporáneos; Darwin fue elegido por la Sociedad Real (1839) y por la Academia Francesa de Ciencias (1878).
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El ser un león o un gato o una rosa lleva consigo algo especial, algo que ningún otro animal o planta comparte con él. Cada uno de ellos es una especie única de vegetal o animal. Sólo los leones pueden parir cachorros de león, solamente los gatos pueden tener garitos, y únicamente de semillas de rosa, y no de clavel, pueden salir rosas.
Aun así, es posible que dos especies diferentes muestren semejanzas. Los leones se parecen mucho a los tigres, y los chacales a los coyotes, a pesar que los leones sólo engendran leones y no tigres, y los chacales sólo paren chacales y no coyotes.
Y es que el reino entero de la vida puede organizarse convenientemente en grupos de criaturas semejantes (véase el capítulo 14). Cuando los científicos se percataron por primera vez de esto, muchos pensaron que no podía ser pura coincidencia. Dos especies parecidas ¿lo eran porque algunos miembros de una de ellas habían pasado a formar parte de la otra? ¿No sería que se parecían porque ambas estaban íntimamente relacionadas?
Algunos filósofos griegos habían sugerido la posibilidad de una relación entre las especies, pero la idea parecía por entonces demasiado descabellada y no tuvo ningún eco. Parecía inverosímil que algunos leones se hubiesen convertido en tigres, o viceversa, o que alguna criatura felina hubiese engendrado tanto tigres como leones. Nadie había visto jamás una cosa semejante; de haber sucedido, tenía que haber sido un proceso muy lento.
La mayoría de la gente creía, a principios de los tiempos modernos, que la Tierra tenía solamente unos seis mil años de edad: un tiempo absolutamente insuficiente para que las especies cambiaran de naturaleza. La idea fue rechazada por absurda.
Pero ¿era verdad que la Tierra sólo tenía seis mil años de edad? Los científicos que estudiaban a principios del siglo XVIII la estructura de las capas rocosas de la corteza terrestre empezaron a sospechar que esos estratos sólo podrían haberse formado al cabo de períodos muy largos de tiempo. Y hacia 1760 el naturalista francés Georges de Buffon osó sugerir que la Tierra podía tener hasta setenta y cinco mil años.
Algunos años después, en 1785, el médico escocés James Hutton llevó las cosas un poco más lejos. Hutton, que había adoptado su afición a los minerales como ocupación central de su vida, publicó un libro titulado la Teoría de la Tierra, donde reunía abundantes datos y sólidos argumentos que demostraban que nuestro planeta podía tener en realidad muchos millones de años de edad. Hutton afirmó sin ambages que no veía signos de ningún origen.
La puerta se abre
Por primera vez parecía posible hablar de la evolución de la vida. Si la Tierra tenía millones de años, había habido tiempo de sobra para que animales y plantas se hubiesen transformado lentamente en nuevas especies, tan lentamente que el hombre, en los pocos miles de años de existencia civilizada, no podía haber notado esa evolución.
Pero ¿por qué iban a cambiar las especies? ¿Y por qué en una dirección y no en otra? La primera persona que intentó contestar a esta pregunta fue el naturalista francés Jean Baptiste de Lamarck.
En 1809 presentó Lamarck su teoría de la evolución en un libro titulado Filosofía zoológica. La teoría sugería que las criaturas cambiaban porque intentaban cambiar, sin que necesariamente supiesen lo que hacían.
Según Lamarck, un antílope que se alimentara de hojas de árbol estiraría el cuello hacia arriba con todas sus fuerzas para alcanzar la máxima cantidad de pasto; y junto con el cuello estiraría también la lengua y las patas. Este estiramiento, mantenido a lo largo de toda la vida, haría que las patas, el cuello y la lengua se alargaran ligeramente.
Las crías que nacieran de este antílope heredarían este alargamiento de las proporciones corporales. La descendencia alargaría aún más el cuerpo por un proceso idéntico de estiramiento, de manera que, poco a poco, a lo largo de miles de años, el proceso llegaría a un punto en que el linaje de los antílopes se convirtiese en una nueva especie: la jirafa.
La teoría de Lamarck se basaba en el concepto de la herencia de caracteres adquiridos: los cambios que se operaban en el cuerpo de una criatura a lo largo de su vida pasaban a la descendencia. Lo malo es que la idea carecía por completo de apoyo empírico. Y cuando fue investigada se vio cada vez más claramente que no podía ser cierta. La doctrina de Lamarck tuvo que ser abandonada.
En 1831, un joven naturalista inglés llamado Charles Darwin se enroló en un barco fletado para explorar el mundo. Poco antes de zarpar había leído un libro de geología escrito por otro súbdito inglés, Charles Lyell, donde éste comentaba y explicaba las teorías de Hutton sobre la edad de la Tierra. Darwin quedó impresionado.
El periplo por costas remotas y las escalas en islas poco menos que inexploradas dieron a Darwin la oportunidad de estudiar especies aún desconocidas por los europeos. Especial interés despertó en él la vida animal de las Islas Galápagos, situadas en el Pacífico, a unos mil kilómetros de la costa de Ecuador.
Darwin observó catorce especies diferentes de pinzones en estas remotas islas. Todas ellas diferían ligeramente de las demás y también de los pinzones que vivían en la costa sudamericana. El pico de algunos de los pinzones estaba bien diseñado para comer pequeñas semillas; el de otros, para partir semillas grandes; una tercera especie estaba armada de un pico idóneo para comer insectos; y así sucesivamente.
Darwin intuyó que todos estos pinzones tenían su origen en un antepasado común. ¿Qué les había hecho cambiar? La idea que se le ocurrió era la siguiente: podía ser que algunos de ellos hubiesen nacido con ligeras modificaciones en el pico y que hubieran transmitido luego estas características innatas a la descendencia. Darwin, sin embargo, seguía albergando sus dudas, porque esos cambios accidentales ¿serían suficientes para explicar la evolución de diferentes especies?
En 1838 halló una posible solución en el libro titulado Un ensayo sobre el principio de población, publicado en 1798 por el clérigo inglés Thomas R. Malthus. Malthus mantenía allí que la población humana aumentaba siempre más deprisa que sus recursos alimenticios. Por consiguiente, el número de habitantes se vería reducido en último término por el hambre, si es que no por enfermedades o guerras.
El estilo de la Naturaleza
A Darwin le impresionaron los argumentos de Malthus, porque le hicieron ver la potentísima fuerza que podía ejercer la Naturaleza, no sólo sobre la población humana, sino sobre la población de cualquier especie.
Muchas criaturas se multiplican con gran prodigalidad, pero de la descendencia sobrevive sólo una proporción pequeña. A Darwin se le ocurrió que, hablando en términos generales, sólo salían adelante aquellos individuos que eran más eficientes en un aspecto u otro. Entre los pinzones, por poner un caso, sólo sobrevivirían aquéllos que nacieran con picos ligeramente más robustos, por ser más capaces de triturar semillas duras. Y aquellos otros que fuesen capaces de digerir de cuando en cuando un insecto tendrían probabilidades aún mayores de sobrevivir.
Generación tras generación, los pinzones que fuesen ligeramente más eficientes en cualquier aspecto sobrevivirían a expensas de los menos eficaces. Y como esa eficiencia podía darse en terrenos muy diversos, al final habría toda una serie de especies muy diferentes, cada una de ellas especializada en una función distinta.
Darwin creyó justificado afirmar que este proceso de selección natural valía, no sólo para los pinzones, sino para todas las criaturas. La selección natural determinaba qué individuos debían sobrevivir, a costa de dejar morir de hambre a aquellos otros que no gozaban de ningún rasgo de superioridad.
Darwin trabajó en su teoría de la selección natural durante años. Finalmente vertió en 1859 sus ideas en un libro titulado: Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida.
Las ideas de Darwin levantaron al principio enconadas polémicas; pero la cantidad de evidencia acumulada a lo largo de los años ha confirmado el núcleo central de sus teorías: el lento cambio de las especies a través de la selección natural.
La idea de la evolución, que en su origen entrevieron los filósofos griegos y que finalmente dejó sentada Charles Darwin, revolucionó el pensamiento biológico en su integridad. Fue, indudablemente, la idea más importante en la historia de la biología moderna.


Russell y la evolución estelar
Biografía
Henry Norris Russel (1877-1957) era un astrónomo estadounidense. Estudió en la Universidad de Princeton, donde se convirtió en profesor de astronomía en 1905 y después director del observatorio en 1911.
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Henry Norris Russel (1877-1957)
Junto a Ejnar Hertzsprung, aunque trabajando de forma independiente, desarrolló el diagrama de Hertzsprung-Russell (hacia el 1910).
Fue galardonado en 1925 con el premio Rumford por sus trabajos sobre la radiación estelar.
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Aristóteles pensaba que la Tierra y los cielos estaban regidos por leyes diferentes (véase el capítulo 7). Allí, según él, reinaba el cambio errático: sol y tormenta, crecimiento y descomposición. Aquí, por el contrario, no había cambio: el Sol, la Luna y los planetas giraban en los cielos de forma tan mecánica que cabía predecir con gran antelación el lugar que ocuparían en cualquier instante, y las estrellas jamás se movían de su sitio.
Había objetos, para qué negarlo, que parecían estrellas fugaces. Pero según Aristóteles, no caían de los cielos, eran fenómenos que ocurrían en el aire, y el aire pertenecía a la Tierra. (Hoy sabemos que las estrellas fugaces son partículas más o menos grandes que entran en la atmósfera terrestre desde el espacio exterior. La fricción producida al caer a través de la atmósfera hace que ardan y emitan luz. Así pues, Aristóteles en parte tenía razón y en parte estaba equivocado en el tema de las estrellas fugaces. Erraba al pensar que no venían de los cielos, pero estaba en lo cierto porque realmente se hacen visibles en el aire. Y es curioso que las estrellas fugaces se llaman también «meteoros», palabra que en griego quiere decir «cosas en el aire»).
En el año 134 a. C, dos siglos después de morir Aristóteles, el astrónomo griego Hiparco observó una estrella nueva en la constelación del Escorpión. ¿Qué pensar de aquello? ¿Acaso las estrellas podían «nacer»? ¿Es que, después de todo, los cielos podían cambiar?
Hiparco, en previsión de que su observación no fuese correcta y de que la estrella hubiera estado siempre allí, confeccionó un mapa de más de mil estrellas brillantes, para así ahorrar engaños a todos los futuros astrónomos. Aquel fue el primer mapa estelar, y el mejor durante los mil seiscientos años siguientes. Pero durante siglos no volvieron a registrarse nuevas estrellas.
En el año 1054 d. C. apareció un nuevo astro en la constelación del Toro, que sólo fue observado por los astrónomos chinos y japoneses. La ciencia europea pasaba por momentos bajos, tanto que ningún astrónomo reparó en el nuevo lucero, a pesar de que durante semanas lució con un brillo mayor que el de cualquier otro cuerpo celeste, exceptuando el Sol y la Luna.
En 1572 volvió a surgir un nuevo astro brillante, esta vez en la constelación de Casiopea. Para entonces la ciencia empezaba a florecer de nuevo en Europa, y los astrónomos escrutaban celosamente los cielos. Entre ellos estaba un joven danés llamado Tycho Brahe, quien observó la estrella y escribió sobre ella un libro titulado De Nova Stella («Sobre la nueva estrella»). Desde entonces las estrellas que surgen de pronto en los cielos se llaman «novas».
Ahora no había ya excusa que valiera. Aristóteles estaba confundido: los cielos no eran inmutables.
Más indicios de cambio
Pero la historia no había tocado a su fin. En 1577 apareció un cometa en los cielos y Brahe intentó calcular su distancia a la Tierra. Para ello registró su posición con referencia a las estrellas, desde dos observatorios diferentes momentos y en lo más cercanos posibles. Los observatorios distaban entre sí un buen trecho: el uno estaba en Dinamarca y el otro en Checoslovaquia. Brahe sabía que la posición aparente del cometa tenía que variar al observarlo desde dos lugares distintos. Y cuanto más cerca estuviera de la Tierra, mayor sería la diferencia. Sin embargo, la posición aparente del cometa no variaba para nada, mientras que la de la Luna sí cambiaba. Eso quería decir que el cometa se hallaba a mayor distancia que la Luna y que, pese a su movimiento errático, formaba parte de los cielos.
El astrónomo holandés David Fabricius descubrió algunos años más tarde, en 1596, una estrella peculiar en la constelación de la Ballena. Su brillo no permanecía nunca fijo. Unas veces era muy intenso, mientras que otra se tornaba tan tenue que resultaba invisible. Era una «estrella variable» y representaba otro tipo de cambio. La estrella recibió el nombre de Mira («maravillosa»).
Y aún se observaron más cambios. En 1718, por citar otro ejemplo, el astrónomo inglés Edmund Halley demostró que la posición de algunas estrellas había variado desde tiempos de los griegos.
No cabía la menor duda de que en los cielos había toda clase de cambios. Lo que no estaba claro era si admitían alguna explicación o si sucedían simplemente al azar.
La solución de este problema no fue posible hasta que el físico alemán Gustav R. Kirchhoff inventó el espectroscopio en 1859 (véase el capítulo 11). El espectroscopio es un instrumento que descompone en un espectro de colores cualquier luz que incida en él. Cada elemento químico, al emitir luz, tiene un espectro característico. Por eso, el espectroscopio puede identificar los elementos que se hallan presentes en una fuente luminosa y ha sido utilizado para determinar la composición química del Sol y las estrellas.
Cada clase de estrella produce un «espectro luminoso» diferente. Este hecho animó al astrónomo italiano Pietro A. Secchi a dividir en 1867 las estrellas en cuatro «clases espectrales». Otros astrónomos hicieron posteriormente una subdivisión más fina, en diez clases.
Este hallazgo estaba lleno de interés, porque significaba que las estrellas podían clasificarse en grupos de acuerdo con sus propiedades, igual que las plantas y los animales podían agruparse según sus características (véase el capítulo 14).
Wilhelm Wien, un físico alemán, demostró en 1893 cómo la luz emitida por cualquier fuente variaba con su temperatura. El trabajo de Wien permitía deducir la temperatura superficial de una estrella a partir simplemente de su clase espectral. Y resultó que la temperatura estaba relacionada con el color y el tamaño de la estrella.
El astrónomo danés Ejnar Hertzsprung (en 1905) y el norteamericano Henry N. Russell (en 1914) compararon la temperatura de diversas estrellas con su luminosidad (la cantidad de luz emitida). Hicieron un gráfico de los resultados y comprobaron que casi todas las estrellas caían sobre una línea recta, que recibió el nombre de «secuencia principal».
Por un lado había estrellas rojas y frías, cuerpos descomunales que recibieron el nombre de «gigantes rojas». Aunque cualquier zona local de su superficie era más bien tenue, la estrella en su conjunto, por poseer una superficie total enorme, emitía gran cantidad de luz.
Luego estaban las estrellas amarillas, más calientes que las gigantes rojas. Aunque más pequeñas que éstas, seguían mereciendo el nombre de gigantes, en este caso «gigantes amarillas». También había estrellas aún más pequeñas y calientes, con temperatura suficiente para exhibir un color blanco-azulado. Las estrellas blanco-azuladas parecían ser las de máxima temperatura. Las que venían después eran más pequeñas y más frías. Eran las «enanas amarillas» (como nuestro Sol) y las «enanas rojas», estrellas muy débiles y muy frías.
¿Evolución de las estrellas?
La humanidad entrevió por primera vez una pauta de continuo cambio en los cielos. Podía ser que éstos envejecieran igual que envejecía la Tierra, o que las estrellas tuvieran un ciclo vital como el de los seres vivos; cabía incluso que hubiera una evolución estelar, igual que existía una evolución de la vida sobre la Tierra.
Russell sugirió que las estrellas nacían bajo la forma de ingentes masas de gas frío y disperso que emitía un débil calor rojo. A medida que envejecían, iban contrayéndose y tornándose más calientes hasta alcanzar una temperatura máxima. A partir de ahí seguían contrayéndose, pero descendiendo ahora hacia temperaturas más bajas, hasta convertirse finalmente en rescoldos extintos. El Sol, según este esquema, se hallaría bastante más allá del ecuador de la vida.
La teoría, sin embargo, era demasiado simple. Lo cierto es que a principios del siglo XX los astrónomos no sabían aún por qué las estrellas brillaban y radiaban luz. En la década de los ochenta del siglo pasado se había sugerido que la energía de la radiación de las estrellas provenía de su lenta contracción, y que la energía gravitacional se convertía en luz (lo cual encajaba bien con la teoría de Russell). Pero la idea hubo de ser abandonada, porque el proceso anterior no podía suministrar suficiente energía.
Los científicos habían descubierto en los años noventa que el corazón del átomo, el «núcleo», albergaba una reserva de energía mucho mayor de lo que se habían imaginado. Más tarde, en los años treinta de nuestro siglo, el físico germano - norteamericano Hans A. Bethe elaboró un esquema de reacciones nucleares que podía desarrollarse en el interior del Sol y proporcionarle la energía necesaria para formar la luz.
Según la hipótesis de Bethe, estas reacciones consistían en la conversión de átomos de hidrógeno (los átomos más sencillos de todos) en átomos de helio (que son algo más complejos). La enorme reserva de hidrógeno del Sol le ha permitido brillar durante cinco mil a seis mil millones de años y le permitirá lucir todavía durante bastantes miles de millones de años más. El Sol no está, por tanto, en declive; es aún una estrella joven.
Los astrónomos han continuado estudiando la naturaleza de las reacciones nucleares que tienen lugar en el interior de las estrellas. Según se cree, a medida que el hidrógeno se convierte en helio, este elemento se acumula en el centro y forma un «núcleo de helio». Este núcleo va subiendo de temperatura con la edad de la estrella, hasta que los átomos de helio comienzan a interaccionar y formar átomos aún más complejos. Y aparte de esto, se cree que ocurren otros cambios también.
Una explosión tremenda
En último término, la reserva inicial de hidrógeno de la estrella desciende por debajo de cierto nivel. La temperatura y el brillo de la estrella cambian tan drásticamente que el astro abandona la secuencia principal. Sufre una tremenda expansión y a veces comienza a pulsar a medida que su estructura se hace más inestable.
La estrella puede entonces explosionar. En ese caso, prácticamente todo el «combustible» que queda se inflama inmediatamente y la estrella adquiere un brillo inusitado por breve tiempo. Explosiones de esta clase son las que formaron las novas observadas por Hiparco y Tycho Brahe.
Dicho con pocas palabras, los astrónomos han desarrollado la idea del cambio celeste (que tan perplejo dejó a Hiparco hace dos mil años) hasta el punto de poder discutir cómo las estrellas nacen, crecen, envejecen y mueren.
Pero los astrónomos van todavía más lejos. Algunos especulan que el universo nació en una tremenda explosión cuyos fragmentos siguen alejándose, aún hoy, unos de otros. Cada fragmento es una vasta galaxia de miles de millones de estrellas. Quizá llegue el día en que todas las galaxias se pierdan de vista, en que todas las estrellas hayan explosionado y el universo muera.
O quizá sea, como piensan algunos astrónomos, que el universo está renaciendo constantemente, que muy lentamente se forme sin cesar nueva materia y que de ella nazcan nuevas estrellas y galaxias mientras las viejas mueren.
La idea del cambio celeste nos proporciona teorías, no sólo de la evolución estelar, sino incluso de una evolución cósmica: una «gran idea de la ciencia» que es de ámbito casi demasiado amplio para abarcarla con la mente.










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