Isaac Asimov
Libros maravillosos
Johann Gutenberg
Biografía
Johannes Gutenberg nació en 1398, fue un orfebre alemán, inventor de la imprenta detipos móviles moderna (1440) . Su mejor trabajo fue la Biblia de 42 líneas. Murió el 3 de febrero de 1468.
***
En
1454 se estaba preparando para su publicación la primera edición impresa del
libro más vendido del planeta. El lugar, Alemania; el editor, Johann Gutenberg.
Pero como los premios de este mundo son a veces caprichosos, sus esfuerzos le
llevaron a la ruina un año después.
Johann
Gutenberg venía experimentando con pequeños rectángulos de metal desde hacía
veinte años. Todas las piezas tenían que ser exactamente de la misma anchura y
altura para que encajaran perfectamente unas con otras. La parte superior de
cada rectángulo estaba moldeada delicadamente en la forma de una letra del
alfabeto, sólo que invertida.
Imaginémonos
estas piezas de metal colocadas unas junto a otras formando filas y columnas
muy apretadas; las entintamos uniformemente y apretamos con fuerza sobre ellas
un pliego de papel.
Levantamos
el papel: como por arte de magia, aparece cubierto de tinta con la forma de las
letras, pero mirando en la dirección correcta. Las letras forman palabras, y de
palabras se compone la página de un libro.
Las
gentes de Europa y de Asia habían hecho ya lo mismo con anterioridad, sólo que
tallando las palabras o caracteres en bloques de madera; la talla era a menudo
muy tosca y sólo servía para una única «xilografía». La idea de Gutenberg fue
fabricar elegantemente cada letra en un «tipo» metálico individual; una vez
completada e impresa una página, podía utilizarse el mismo tipo para otra, y una
pequeña colección de tipos móviles servía para componer cualquier libro del
mundo. Esta innovación fue obra de Gutenberg, y aunque quizá habría que
llamarla un triunfo de la tecnología y no de la ciencia, no deja de ser un
descubrimiento importante.
Hoy
día se conservan fragmentos de páginas que Gutenberg imprimió entre 1440 y
1450: parte de un calendario y un fragmento religioso. Pero fue en 1454 cuando
construyó seis prensas y comenzó a componer el libro más grande de todos: la
Biblia.
Trescientas
veces se estampó la primera hoja de papel contra los tipos entintados, y de
allí salieron otras tantas hojas impresas idénticas. Luego se reordenaron los
tipos para componer la segunda página, después la tercera, etcétera, hasta un
total de 1282 páginas diferentes, con 300 ejemplares de cada una. Una vez
encuadernadas, salieron 300 ejemplares idénticos de la Biblia: la edición más
importante de cuantas se han hecho de este libro, por ser la primera que se
imprimió en el mundo occidental.
Hoy
día sólo se conservan 45 ejemplares de la Biblia de Gutenberg. El valor de cada
uno es incalculable, pero a Gutenberg no le reportaron ni un céntimo.
La
mala fortuna persiguió a Gutenberg durante toda su vida. Nació alrededor de
1398 en la ciudad de Maguncia, Alemania, en el seno de una familia bien
acomodada. Si las cosas hubiesen discurrido pacíficamente, es muy posible que
Gutenberg hubiese podido realizar sus experimentos sin ningún problema. Pero
por aquel tiempo había contiendas civiles en Maguncia, y la familia Gutenberg,
que estaba del lado de los perdedores, tuvo que marchar precipitadamente a
Estrasburgo, 160 kilómetros al Sur. Esto ocurría seguramente hacia 1430.
En
el año 1435, Gutenberg estaba metido en algún negocio. Los historiadores no
saben a ciencia cierta de qué negocio se trataba; pero lo cierto es que se vio
mezclado en un pleito relacionado con el asunto y allí se mencionó la palabra
«drucken», que en alemán quiere decir «imprimir».
En
1450 le volvemos a encontrar en Maguncia y dedicado definitivamente a la impresión,
cosa que se sabe porque pidió prestados 800 florines a un hombre llamado Johann
Fust para comprar herramientas. En total debieron de ser veinte años de
experimentos, inversiones, trabajo y esperas, así como de fragmentos impresos
que no reportaban ningún beneficio ni despertaban ningún interés.
Gutenberg
comenzó, finalmente, en 1454 a componer su Biblia, en latín, a doble columna,
con 42 líneas por página e iluminadas varias de ellas con estupendos dibujos a
mano. Nada se omitió en este gran envite final: la cúspide de la vida de
Gutenberg. Pero Fust le denunció por el dinero prestado.
Gutenberg
perdió el pleito y tuvo que entregar a Fust herramientas y prensas en concepto
de indemnización. Incluso es probable que no consiguiera terminar la Biblia y
que esa empresa la completara la sociedad compuesta por Fust y un tal Peter
Schoeffer. Ambos adquirieron renombre en el campo de la impresión; Gutenberg se
hundió en la oscuridad.
Más
tarde logró dinero prestado en otra parte para seguir trabajando en la
imprenta; pero aunque nunca arrojó la toalla, tampoco logró salir de deudas.
Murió en Maguncia, hacia 1468, en medio de la ruina económica.
Lo
que no fue un fracaso fue el negocio de las imprentas, que se propagó con
fuerza imparable. Hacia 1470 había prensas en Italia, Suiza y Francia. William
Caxton fundó, en 1476, la primera imprenta de Inglaterra, y en 1535
el invento cruzó el Atlántico y se estableció en la ciudad de Méjico.
Europa
era por aquel entonces escenario de una revolución religiosa. Martín Lutero
inició en 1517 su disputa con la Iglesia Católica, que terminó con el
establecimiento del protestantismo. Antes de Lutero había habido muchos otros
reformadores, pero de influencia siempre escasa; sólo podían llegar a la gente
a través de prédicas y sermones y la Iglesia tenía medios para silenciarlos.
Lutero
vivió en cambio en un mundo que conocía la imprenta. Además de predicar,
escribía sin descanso. Docenas de sus panfletos y manifiestos pasaron por la
imprenta y se difundieron copiosamente por toda Alemania. A la vuelta de pocos
años toda Europa vibraba con el choque de ideas religiosas encontradas.
Gracias
a la imprenta, las Biblias se abarataron, proliferaron y empezaron a editarse
en el idioma que hablaba la gente, no en latín. Muchos buscaron directamente
inspiración en este libro, y por primera vez se pudo pensar en la
alfabetización universal. Hasta entonces no había tenido sentido enseñar más
que a unos cuantos a leer; los libros eran tan escasos que, quitando a un
puñado de eruditos, hubiese sido una pérdida de tiempo.
En
resumen: la imprenta creó la opinión pública. Un libro como el Common Sense,
de Thomas Paine, podía llegar a cualquier granja de las colonias americanas
y propagar la guerra de Revolución mejor que ningún otro medio.
La
imprenta contribuyó al nacimiento de la democracia moderna. En la antigua
Grecia, la democracia sólo podía existir en ciudades pequeñas donde las ideas
pudiesen difundirse por vía oral. La imprenta, por el contrario, era capaz de
multiplicar las ideas y ponerlas al alcance de cualquier ojo y de cualquier
mente. Podía tener suficientemente bien informadas a millones de personas para
que participaran en el gobierno.
Claro
es que de la imprenta también podía abusarse. Un uso hábil de la propaganda a
través de la palabra escrita podía hacer que las guerras fuesen más terribles y
las dictaduras más poderosas. La difusión del alfabetismo no garantizaba que lo
que la gente leía fuese bueno ni sabio. Pero aun así podemos decir que los
beneficios han sido mayores que los males. La imprenta ha permitido poner
nuestros conocimientos al servicio de las generaciones futuras.
Antes
de que Gutenberg fabricara sus pequeños rectángulos de metal, todos los libros
eran escritos a mano. La preparación de un libro suponía muchas semanas de
trabajo agotador. Poseer un libro era cosa rarísima, tener una docena de ellos
era signo de opulencia. Destruir unos mantos libros podía equivaler a borrar
para siempre el testimonio de un gran pensador.
En
el mundo antiguo, el vastísimo saber y la abundante literatura de Grecia y Roma
estaban depositados en unas cuantas bibliotecas. La mayor de ellas, la de
Alejandría, en Egipto, quedó destruida por el fuego durante las revueltas
políticas del siglo V. Otras desaparecieron a medida que las ciudades fueron
cayendo víctimas de la guerra y las conquistas.
Al
final sólo quedaron las bibliotecas de Constantinopla para preservar el legado
de Grecia y Roma. Los Cruzados de Occidente saquearon la ciudad en 1204, y en
1453 —un año antes de que apareciera la Biblia de Gutenberg— cayó en manos de
los turcos.
Los
Cruzados y los turcos aniquilaron la gran ciudad, saquearon sus tesoros y
destruyeron la mayor parte de los libros y obras de arte. La gente instruida,
en su huida, se llevaron consigo los manuscritos que pudieron salvar; pero era
una porción ridícula del total.
Uno
de los dramaturgos más grandes de todos los tiempos, el griego Sófocles,
escribió unas cien tragedias. Sólo se conservan siete. De la poesía de Safo
sólo quedan algunos fragmentos, y lo mismo ocurre con varios filósofos. Por
fortuna se conserva casi todo Hornero, casi todo Herodoto y la mayor parte de
Platón, Aristóteles y Tucídides; pero por pura suerte. Gran parte de la cultura
antigua murió en Constantinopla.
Semejante
desastre es probable que no se pueda repetir nunca jamás gracias a la imprenta.
Cualquier persona puede tener en su casa cientos de libros en ediciones nada
caras, y cualquier ciudad modesta puede poseer una biblioteca equiparable a la
de Alejandría o Constantinopla por el número de volúmenes.
Los
conocimientos del hombre son hoy día tan inmortales como él mismo, porque sólo
pueden desaparecer con la destrucción total de la raza humana.
Gutenberg
murió en la ruina, pero su obra fue uno de los grandes logros de la humanidad.
Nicolás Copérnico
Biografía
Nació en Polonia, 1473. Nacido en el seno de una rica familia de comerciantes, Nicolás Copérnico quedó huérfano a los diez años y se hizo cargo de él su tío materno, canónigo de la catedral de Frauenburg y luego obispo de Warmia. En 1491 Copérnico ingresó en la Universidad de Cracovia, siguiendo las indicaciones de su tío y tutor. En 1496 pasó a Italia para completar su formación en Bolonia, donde cursó derecho canónico y recibió la influencia del humanismo italiano; el estudio de los clásicos, revivido por este movimiento cultural, resultó más tarde decisivo en la elaboración de la obra astronómica de Copérnico.
***
Nicolás Copérnico
En 1543, el anciano Nicolás Copérnico, heptagenario, yacía en el
lecho de la muerte; mientras tanto, su gran libro libraba en la imprenta otra
batalla contra el tiempo. El 24 de mayo, su mano enervada recibía, por fin, el
primer ejemplar impreso del libro. Puede que sus ojos opacos lo vieran, pero la
memoria y la mente estaban ya ausentes. Murió ese mismo día, sin saber que por
fin había movido la tierra.
Mil setecientos años atrás, Arquímedes se había ofrecido a mover
la Tierra si le daban un punto de apoyo. Copérnico había cumplido ahora tan
orgullosa promesa: había encontrado la Tierra en el centro del universo y, con
el poder de la mente, la había lanzado lejos, muy lejos, a la infinitud del
espacio, en donde ha estado desde entonces.
Nicolaus Koppernigk nació en Thorn (Polonia), el 19 de febrero de
1473. Los hombres de letras escribían por aquel entonces en latín y adoptaban
nombres latinizados, de manera que Koppernigk se convirtió en Copernicus o Copérnico, que es la
forma que ha prevalecido hasta nuestros días.
Copérnico,
el científico polaco más notable hasta los tiempos de Madame Curie, bebió
ávidamente de las fuentes de saber de toda Europa, como tantos otros eruditos
de su época. Comenzó estudiando en la universidad de Cracovia, donde se
enfrascó en las matemáticas y en la pintura. En 1496 marchó a Italia, que por
entonces era el epicentro del saber y permaneció allí por espacio de diez años,
estudiando Medicina en Padua y Derecho en Bolonia.
En todos
los campos se desenvolvía Copérnico con soltura. Cuando, finalmente, regresó a
Polonia en 1506, ejerció la Medicina profesionalmente, y a él acudían pobres y
ricos. Era miembro del capítulo catedralicio de su diócesis y administraba dos
de los distritos principales.
Pero
no fue ni en Derecho ni en Medicina ni en los asuntos de gobierno —pese a
sobresalir en todos ellos— donde Copérnico dio la campanada, sino en
astronomía. Y su afición a este campo también nació durante sus viajes
italianos.
Italia
era, en 1500, un torbellino intelectual: ideas nuevas flotaban en el aire y las
antiguas estaban en declive. Pensemos, por ejemplo, en las teorías acerca del
movimiento de los cuerpos celestes.
Todas
las estrellas, así como el Sol, la Luna y los planetas, giraban cada día
alrededor de la Tierra de Este a Oeste. Pero los hombres de ciencia coincidían
en que aquello era pura apariencia: la Tierra era un globo que giraba en torno
a su eje de Oeste a Este, y el movimiento diario de los cielos era ilusorio.
Si la
Tierra no girase, las estrellas aparecerían quietas en el mismo sitio. La Luna,
sin embargo, cambia de posición respecto a las «estrellas fijas». En el espacio
de veintinueve días (ignorando la rotación de la Tierra), la Luna recorre un
circuito celeste completo de Oeste a Este. El Sol hace lo propio, sólo que más
despacio, y necesita trescientos sesenta y cinco días para efectuarlo
Era
evidente que la Luna y el Sol giraban alrededor de la Tierra; hasta ahí la cosa
iba bien; lo que no encajaba eran los planetas.
En
tiempos de Copérnico se conocían cinco de ellos: Mercurio, Venus, Marte,
Júpiter y Saturno. Los cinco cambiaban de posición respecto a las estrellas,
pero de una manera muy rara y complicada. Mercurio y Venus salían unas veces
por la mañana, otras por la tarde; y nunca lucían en lo alto de los cielos,
sino siempre cerca del horizonte (más Mercurio que Venus).
Por
otro lado, Marte, Júpiter y Saturno aparecían en ciertas ocasiones sobre la
cabeza del observador. Cada uno de ellos describía un círculo completo en el
cielo, de Oeste a Este; pero sus movimientos no eran constantes. En cada
revolución había un momento en que Marte deceleraba, daba marcha atrás y
viajaba durante un rato de Este a Oeste. Este desplazamiento hacia atrás se
denominaba «movimiento retrógrado». Júpiter describía un movimiento retrógrado
doce veces en cada una de sus revoluciones (mayores que la de Marte) y Saturno
treinta veces en cada vuelta (mayor que la de Júpiter).
Los
antiguos griegos trataron de explicar este extraño movimiento. En primer lugar
creían que el universo estaba gobernado por la ley natural, de modo que no
podían descansar hasta haber hallado la ley en que se basaba el movimiento
planetario. En segundo lugar creían que el movimiento de los planetas influía
en el destino humano, y pensaban que entendiendo a fondo los cielos podrían
comprender el pasado y el futuro.
Claudio
Ptolomeo, matemático y astrónomo griego, escribió hacia el año 150 d. C. un
libro en el que daba fórmulas para calcular los movimientos de los planetas.
Las fórmulas se basaban en la hipótesis de que todos los planetas giraban en
trayectorias circulares alrededor de la tierra.
Para
explicar el movimiento retrógrado suponía Ptolomeo que cada planeta se movía en
un pequeño círculo cuyo centro describía otro más grande, de Oeste a Este, en
torno a la Tierra. Había momentos en que el planeta tendría
que moverse de Este a Oeste en el círculo más pequeño, y la combinación de
movimientos daría como resultado el movimiento retrógrado.
A medida que se fueron acumulando las observaciones celestes hubo
que apilar círculos sobre círculos y los cálculos matemáticos se hicieron cada
vez más complicados. Hacia 1500 el sistema ptolemaico era tan barroco que los
hombres de ciencia empezaron a incomodarse; Copérnico, por supuesto, más que
ningún otro.
Copérnico no ignoraba que cierto matemático griego, Aristarco de
Samos, había defendido que era la Tierra la que giraba alrededor del Sol, y no
al contrario; pero aquello no era más que una teoría y fue inmediatamente rechazada.
Copérnico creía que Aristarco tenía razón; sin embargo, sabía que la gente se
le echaría también encima a menos que lograra demostrar que la teoría tenía
sentido.
Copérnico carecía de instrumentos apropiados para ese propósito,
porque el telescopio no se inventaría hasta pasados setenta y cinco años. Pero
contaba con la fuerza de la lógica.
En primer lugar, si la Tierra se moviese alrededor del Sol,
quedaría explicado de inmediato el movimiento retrógrado. Imaginemos que la
Tierra y Marte están a un mismo lado del Sol, sólo que aquélla moviéndose más
deprisa que éste; llegaría un momento en que la Tierra adelantaría a Marte,
dando entonces la sensación de que éste se quedaba atrás y retrocedía. La
Tierra sacaría cada año una vuelta de ventaja a los planetas exteriores —Marte,
Júpiter y Saturno—, de manera que, año tras año, cada uno de estos planetas
mostraría un movimiento retrógrado en un cierto momento.
Suponiendo que Mercurio y Venus se encontraran más cerca del Sol
que la Tierra podría explicarse también su comportamiento. Con ayuda de
diagramas Copérnico demostró que los planetas interiores tenían que seguir
siempre al Sol. Desde la Tierra sería imposible verlos a más de una cierta
distancia de él, de modo que Venus y Mercurio sólo podían aparecer por la
mañana y al atardecer, cuando la potente luz solar estaba oculta tras el
horizonte; y claro está, sólo podían asomar cerca de esta línea, tras la cual
acechaba el Sol.
Las matemáticas necesarias para representar los movimientos
planetarios resultaron ser mucho más sencillas en el sistema copernicano que en
el ptolemaico. ¿Qué más podía pedirse?
Copérnico procedió sin embargo con cautela, porque sabía que entre
los «eruditos» académicos se daban a veces las mentes más dogmáticas e
intransigentes.
Hacia el año 1530 expuso su teoría en forma manuscrita y dejó que
circulara libremente. Encontró seguidores entusiastas, pero también enemigos
acérrimos. Uno de ellos fue Martín Lutero, quien dijo de Copérnico que era un
necio que negaba la Biblia. Copérnico comprobó que su cautela no era
injustificada.
En 1540, George Joachim Rheticus, fiel discípulo de Copérnico,
publicó un resumen de la teoría copernicana. El Papa Clemente VII aprobó el
popular resumen y pidió que se publicara íntegro el gran manuscrito. Copérnico
se avino; se lo dedicó al Papa, con un vigoroso ataque contra aquellos que
utilizaban citas bíblicas para refutar demostraciones matemáticas.
El libro, De Revolutionibus Orbium Caelestium, cayó sobre
Europa como un rayo. Copérnico, sin embargo, sufrió un ataque en 1542 y murió
el mismo día en que se publicó aquél, ahorrándose la humillación de saber que
habían debilitado su obra con un cobarde prefacio que negaba la verdad de la
teoría copernicana y la presentaba como una especie de truco o juego de manos
matemático para simplificar el cálculo de los movimientos planetarios.
Parece
ser que Rheticus tuvo luego problemas (quizá por sus ideas copernicanas) y hubo
de abandonar la ciudad, dejando la publicación del libro de Copérnico en manos
de su amigo Andreas Osiander, que era pastor luterano. Es posible que Osiander
no quisiera que nadie le acusara de negar la Biblia y fue él quien insertó el
prefacio, con el cual no tuvo nada que ver Copérnico.
Pero Copérnico hizo más que inventar una teoría, porque modificó
la relación del hombre con el universo. Antes de él la Tierra lo era todo;
ahora no era más que un cuerpo entre otros, en medio de un universo gigantesco.
La ciencia se halló por primera vez cara a cara con el desafío del
infinito; se enfrentó de lleno con él y desde entonces ha venido ampliando el
universo constantemente. Después de encarar noblemente uno de los infinitos,
cabía concebir una segunda especie, el mundo de lo infinitamente pequeño. El
tiempo se amplió y alargó hasta el punto de poder pensar en la historia de la
Tierra como un proceso de miles de millones de años.
La mente del hombre empezó a tantear y tantear en todas las
direcciones. Y la persona que abrió el camino hacia el infinito fue Nicolás
Copérnico, que murió el mismo día de su gran triunfo.
William
Harvey
William Harvey había observado pacientemente la acción del corazón
y de la sangre. A cada contracción el corazón bombeaba cierta cantidad de
sangre en las arterias. Al cabo de una hora había bombeado una cantidad que
pesaba tres veces más que un hombre. ¿De dónde venía toda esa sangre? ¿A dónde
iba? ¿Venía de la nada? ¿Se desvanecía en la nada?
A Harvey sólo se le ocurría una respuesta: la sangre que salía
del corazón tenía que volver a él. La sangre tenía que circular por el
cuerpo.
William Harvey nació el 1 de abril de 1578 en Folkestone,
Inglaterra. Estudió en Cambridge, luego en Padua, Italia, que por aquel
entonces era el centro del saber médico. Obtuvo su título de doctor en 1602 y
fue médico de cámara de Jacobo I, y luego de Carlos I.
Su vida privada transcurrió sin grandes sobresaltos, porque aunque
vivió en una época en que Inglaterra sufría los trastornos políticos de una
guerra civil, Harvey nunca mostró interés por la política. La afición que le
absorbía era la investigación médica.
Galeno, el gran médico griego del siglo III d. C., pensaba que la
sangre iba y venía suavemente por las arterias y pasaba a través de orificios
invisibles en la pared que dividía el corazón en dos mitades. La sangre iba
primero en una dirección, luego en la contraria. La teoría de Galeno subsistió
durante mil cuatrocientos años.
En tiempos de Harvey hubo muchos doctores que especularon acerca
del movimiento de la sangre; Harvey, por el contrario, buscó dentro del cuerpo
las claves que explicaban el misterio, siguiendo en esto los pasos de Andreas
Vesalius, un gran médico belga que había enseñado en Padua una generación antes
de que Harvey estudiara allí. Vesalio, que fue el primero en diseccionar
cuerpos humanos, fue el padre de la anatomía.
Harvey estudió el corazón en animales vivos y observó que las dos
mitades no se contraían al mismo tiempo. Estudió las válvulas que se hallan
entre los ventrículos y las aurículas (las pequeñas cámaras del corazón) y
advirtió que eran válvulas unidireccionales. Estudió las válvulas de las venas
y halló que también eran de una sola dirección; estas últimas las había
descubierto el profesor de Harvey en Padua, un médico llamado Fabricius, quien,
sin embargo, no había comprendido su función.
Era claro que la sangre podía salir del corazón por las arterias y
entrar en él a través de las venas. Las válvulas impedían que el movimiento se
invirtiera.
Harvey ligó diversas arterias y observó que sólo se hinchaban del
lado del corazón. Luego hizo lo propio con venas: la presión crecía del lado
opuesto al del corazón. En 1616 estaba seguro de que la sangre circulaba.
La teoría sólo tenía una pega, y es que no había conexiones
visibles entre arterias y venas. ¿Cómo pasaba la sangre de unas a otras? El
sistema arterial era como un árbol en el que las ramas se dividen en ramitas
cada vez más pequeñas. Cerca del punto donde las arterias parecían terminar
surgían venas minúsculas que luego se hacían cada vez más grandes; pero no
había ninguna conexión visible entre ambas.
Pese a esa laguna, Harvey dio por buena su teoría en 1628. Publicó
un libro de 52 páginas con un largo título en latín, que se conoce generalmente
con el nombre de De Motus Cordis («Sobre el movimiento del corazón»);
fue impreso en un papel muy delgado y barato y contenía cantidad de erratas
tipográficas; pero aun así derrocó la teoría de Galeno.
Los resultados no fueron al principio muy halagüeños para Harvey:
disminuyó su clientela, sus enemigos se rieron de él y los pacientes no querían
ponerse en manos de un excéntrico. Se le puso el mote de «circulator», pero no
porque creyera en la circulación de la sangre, sino porque en el latín
coloquial significaba «charlatán», nombre que se les daba a los vendedores
ambulantes que ofrecían ungüentos en el circo.
Harvey guardó silencio y prosiguió con su trabajo; sabía que al
final le darían la razón.
Y así fue. La prueba final vino en 1661, cuatro años después de
morir Harvey. El médico Italiano Marcello Malpighi examinó tejido vivo al
microscopio y encontró diminutos vasos sanguíneos que conectaban las arterias y
venas en los pulmones de una rana. Los llamó capilares («como cabellos») por
sus pequeñísimas dimensiones. La teoría de la circulación estaba completa.
La importancia del trabajo de Harvey reside en los métodos que
utilizó. Harvey suplió la «autoridad» con la observación y escrutó la
naturaleza en lugar de hojear viejos manuscritos polvorientos. A partir de allí
creció el monumental edificio de las ciencias de la vida que hoy conocemos.
Antón
van Leeuwenhoek fue un pañero que con sólo algunos años de escuela descubrió un
nuevo mundo más asombroso que el de Colón. Su afición era fabricar pequeñas
lentes de vidrio. Un día, estudiando una gota de agua putrefacta con una de
esas lentes, vio algo que nadie había visto ni imaginado hasta entonces:
animales diminutos, demasiado pequeños para verlos a simple vista, bullían, se
alimentaban, nacían y morían en una gota de agua, que para ellos era todo un universo.
Van
Leeuwenhoek nació en la ciudad de Delft, Holanda, el 24 de octubre de 1632.
Allí vivió los noventa años de su vida. Dejó la escuela a los dieciséis, al
morir su padre, y se colocó de dependiente en una pañería. Más tarde consiguió
el puesto de ujier en el ayuntamiento de Delft, conservándolo hasta el fin de
sus días.
Pero
luego estaba su hobby, el de pulir diminutas lentes perfectas. Algunas
sólo tenían un octavo de pulgada de ancho, pero aumentaban los objetos unas 200
veces sin distorsión.
Todo
el mundo sabía, claro está, que las lentes aumentaban el tamaño aparente de los
objetos; pero la mayoría de los científicos trabajaban con lentes mediocres.
Van Leeuwenhoek pulía lentes de calidad excelente. Las montaba en placas de
cobre, plata u oro, fijaba un objeto a un lado de la lente y lo miraba durante
horas. A menudo dejaba el objeto allí durante meses o incluso por tiempo
indefinido. Cuando quería observar otro objeto pulía otra lente. A lo largo de
su vida fabricó en total 419.
Los
objetos que observaba eran de lo más diverso: insectos, gotas de agua,
raspaduras de diente, trocitos de carne, cabellos, semillas. Y cuanto observaba
lo dibujaba y describía con precisión inigualable.
En
1665 observó capilares vivos. Estos minúsculos vasos que conectan las arterias
con las venas los había descubierto cuatro años atrás un italiano, pero van
Leeuwenhoek fue el primero en ver cómo la sangre pasaba por ellos. Y en 1674
descubrió los corpúsculos rojos que dan a la sangre su color.
En
1683 hizo lo que quizá fue su descubrimiento más importante, las bacterias;
pero eran demasiado pequeñas para que sus lentes dieran una imagen clara,
aparte de que ignoraba la importancia del hallazgo.
Los
descubrimientos no permanecieron secretos. El rey Carlos II reunió, en 1660, a
unos cuantos hombres interesados en la ciencia y les invitó a que formaran una
sociedad oficial; su nombre es muy largo y por lo general se la llama
sencillamente la Royal Society.
Van
Leeuwenhoek escribió largas cartas a la Royal Society, describiendo
detalladamente sus lentes y todo lo que veía a través de ellas. La Sociedad
estaba asombrada, y es probable que no le diera crédito al principio. Pero en
el año 1667 Robert Hooke, que era miembro de la Sociedad, construyó
microscopios siguiendo las instrucciones de Leeuwenhoek y halló exactamente lo
que éste dijo que hallaría. Después de eso no quedó ninguna duda, y menos aún
cuando van Leeuwenhoek envió 26 de sus microscopios como regalo a la Sociedad
para que todos los miembros pudieran observarlos personalmente.
Van Leeuwenhoek fue elegido miembro de la Royal Society en 1680.
Un pañero sin apenas estudios pasó a ser así el miembro extranjero más famoso
de la Sociedad. A lo largo de su vida envió un total de 375 artículos
científicos a la Royal Society y 27 a la Academia Francesa de Ciencias. Aunque
jamás abandonó Delft, sus trabajos le hicieron famoso en todo el mundo.
La Compañía Holandesa de las Indias Orientales le envió insectos
de Asia para que los colocara bajo sus maravillosas lentes; la reina de
Inglaterra le giró una visita; y cuando Pedro el Grande, zar de Rusia, fue a
Holanda para instruirse en la construcción naval, hizo un hueco para presentar
sus respetos a van Leeuwenhoek. Al holandés le molestaba que le tocaran sus
queridísimos microscopios, pero lo cierto es que dejó que la reina y el zar
miraran por sus lentes.
Van Leeuwenhoek no fue el primero en construir un microscopio ni
en utilizarlo; pero fue el primero en demostrar lo que podía hacerse con él y
en emplearlo con tal pericia, que de golpe sentó la base para la mayor parte de
la biología moderna.
Y es que sin la posibilidad de ver células y estudiarlas, el
anatomista y el fisiólogo estarían hoy indefensos. Y sin la posibilidad de ver
bacterias y estudiarlas y examinar sus ciclos vitales, la Medicina moderna se
debatiría probablemente aún en las tinieblas.
Todos los descubrimientos de los grandes biólogos, desde 1700 en
adelante, arrancan, de un modo u otro, de las diminutas lentes de vidrio
pulidas con todo mimo por el ujier del ayuntamiento de Delft.
James Watt
Biografía.
Nació Greenock, Reino Unido, 1736. Ingeniero escocés. Estudió en la Universidad de Glasgow y posteriormente (1755) en la de Londres, en la que sólo permaneció un año debido a un empeoramiento de su salud, ya quebradiza desde su infancia.
A su regreso a Glasgow en 1757, abrió una tienda en la universidad dedicada a la venta de instrumental matemático (reglas, escuadras, compases, etc.) de su propia manufactura. En la universidad tuvo la oportunidad de entrar en contacto con muchos científicos y de entablar amistad con Joseph Black, el introductor del concepto de calor latente. En 1764 contrajo matrimonio con su prima Margaret Miller, con la que tuvo seis hijos antes de la muerte de ésta, nueve años más tarde. Murió el 25 de agosto de 1829.
***
James Watt estudió detenidamente la máquina de vapor que tenía
delante, un modelo construido en origen por Thomas Newcomen en 1705, hacía
sesenta años. La máquina se utilizaba para bombear el agua de las minas, y el
modelo pertenecía a la Universidad de Glasgow, Escocia, donde Watt trabajaba de
constructor de instrumentos matemáticos.
«No funciona bien», le dijo el profesor. «Arréglala.»
La máquina funcionaba así: el vapor del agua en ebullición entraba
en una cámara cerrada por arriba por un émbolo móvil; la presión del vapor
empujaba el émbo-lo hacia arriba; entonces llegaba agua fría a la cámara y la
refrigeraba; el vapor se condensaba y el pistón descendía; de nuevo entraba
vapor y volvía a ascender el pistón; más agua fría, y el pistón bajaba. El
movimiento ascendente y descendente del émbolo hacía funcionar la bomba.
El proceso requiere cantidades ingentes de vapor —pensó Watt— y,
sin embargo, la máquina funciona con muy poca
eficiencia. El vapor
contiene más potencia que eso.
Watt,
que era un ingeniero experimentado y que poseía una mente analítica, comenzó a
estudiar científicamente el vapor. Para que el vapor ejerza una potencia mixta
tiene que estar, en primer lugar, lo más caliente posible. Luego tiene que
convertirse en agua lo más fría posible. Pero ¿no era eso lo que hacía la
máquina de Newcomen?
Un
domingo, a principios de 1765, salió Watt a dar un paseo a solas, sumido en sus
pensamientos. De pronto se paró en seco. ¡Pero claro, hombre! El vapor se
desaprovechaba porque en cada paso se volvía a enfriar la cámara, de manera que
cada bocanada de vapor tenía que volver a calentarla antes de poder mover el
émbolo.
Watt
regresó rápidamente a su taller y empezó a montar un nuevo tipo de máquina de
vapor. El vapor, tras entrar en la cámara y mover el émbolo, escapaba por una
válvula hasta una segunda cámara refrigerada por agua corriente. Al
escapar el vapor, bajaba el émbolo. El siguiente chorro de vapor que entraba en
la primera cámara no perdía nada de su potencia, porque estaba aún caliente.
Watt
había conseguido una máquina de vapor que funcionaba eficientemente. Su invento
fue un triunfo de la tecnología, no de la ciencia; pero ese paseo dominical
contribuyó a cambiar el futuro de la humanidad.
La
nueva máquina de vapor sustituyó casi de inmediato a la antigua de Newcomen en
las minas. Watt siguió introduciendo mejora tras mejora. Una de ellas fue que
el vapor entrara por ambos lados de la cámara, empujando así el émbolo en ambas
direcciones alternadamente y aumentando aún más la eficiencia.
El
invento de Watt era sinónimo de potencia. Antes de él existían los músculos del
hombre y de los animales, el viento y la caída del agua. Watt, por su parte,
hizo posible el uso práctico de una potencia mayor que las anteriores. (La
unidad de potencia llamada «watt» o «vatio» lleva su nombre.) Y
muchos de esos usos los descubrió él mismo.
Las
máquinas de vapor podían utilizarse para mover maquinaria pesada. Por primera
vez pudieron concentrarse grandes cantidades de potencia en una zona reducida,
posibilitando el surgimiento de fábricas y de la producción en masa.
Inglaterra
estaba por aquella época falta de carbón vegetal que sirviera de combustible:
había esquilmado sus bosques, y la madera que quedaba tenía que reservarla para
la flota naval. La única alternativa era el carbón, pero las filtraciones de
agua dificultaban mucho la explotación de las minas. La máquina de vapor de
Watt bombeaba eficientemente el agua al exterior y permitía así extraer grandes
cantidades de carbón a bajo precio. La combustión del carbón producía vapor y
el vapor engendraba potencia. ¡Había comenzado la Revolución Industrial!
Hoy
día nos hallamos en una segunda revolución industrial, cuyo origen también está
en un invento de James Watt.
Para
conseguir que el flujo de vapor de sus máquinas fuese constante, Watt dispuso
las cosas de manera que el vapor hiciese girar dos pesas unidas a un vástago
vertical por medio de sendas barras articuladas. La fuerza de la gravedad
tiraba de las pesas hacia abajo, mientras que la fuerza centrífuga (al girar
las pesas) hacía que subieran. Si entraba demasiado vapor en la cámara, la
rotación de las pesas se aceleraba y éstas subían. Este movimiento ascendente
cerraba parcialmente una válvula y disminuía el aporte de vapor. Al bajar la
presión del vapor, las pesas empezaban a girar más despacio, caían y abrían la
válvula, entrando entonces más vapor.
La
cantidad de vapor se mantenía así entre límites bastante próximos. La máquina
de vapor había quedado equipada con un «cerebro» que era capaz de corregir
automática y continuamente sus propios fallos. Eso es lo que designa la palabra
«automación». La ciencia de la automación ha alcanzado hoy día un punto en que
es posible hacer funcionar fábricas enteras sin intervención del
hombre: los errores se corrigen mediante dispositivos que utilizan el principio
básico del «regulador centrífugo» de James Watt.
Watt
fue también un brillante y admirado ingeniero civil que tuvo mucho que ver con
el proyecto de puentes, canales y puertos marítimos. Murió el 19 de agosto de
1819, tras una senectud llena de paz. Llegó a ver la Revolución Industrial en
una etapa bastante avanzada, pero jamás soñó que había iniciado además una
segunda revolución que no alcanzaría su auge hasta pasados casi dos siglos.
Uno de los momentos más dramáticos de la
historia de los inventos norteamericanos ocurrió el 24 de mayo de 1844.
Desde
Baltimore a Washington (unos 70 kilómetros) se había tendido una red eléctrica.
En uno de los extremos, Samuel F. B. Morse, artista metido a inventor, apretaba
y soltaba una palanca que cerraba y abría un circuito eléctrico; y lo hacía
siguiendo un código de puntos y rayas que representaban las letras del
alfabeto. A setenta kilómetros de allí, una barrita de hierro se alzaba y caía
siguiendo exactamente las evoluciones del otro interruptor. La secuencia de
puntos y rayas formaba un mensaje: «What hath God wrought» (¿Qué ha creado
Dios?).
Así
nació el telégrafo.
A
Morse hay que reconocerle cierto mérito, porque durante años trabajó para
conseguir que el telégrafo fuese un instrumento práctico, viajó por toda Europa
para conseguir patentes y soportó desánimos y desazones intentando que el
Congreso financiara sus experimentos.
Pero
lo cierto es que el mérito de haber inventado el telégrafo no es suyo. Joseph
Henry había construido años antes el mismo instrumento.
Joseph
Henry nació en Albany, Nueva York, el 17 de diciembre de 1797, seis años antes
de que naciera Michael Faraday en Inglaterra. La vida de ambos fue muy
paralela.
Henry,
lo mismo que Faraday, era de familia pobre. Al igual que éste, recibió una
educación muy precaria y tuvo que ponerse a trabajar desde muy joven. Si
Faraday había sido aprendiz de encuadernador, Henry lo fue a los trece años de
relojero. Y en esto salió peor parado, porque no tenía el contacto con los
libros que tuvo Faraday. O mejor dicho: no lo habría tenido, de no haber sido
por un extraño accidente.
Cuenta
la historia que a los dieciséis años, estando de vacaciones en la granja de
unos parientes, Henry salió detrás de un conejo por los sótanos de una iglesia;
faltaban algunas de las maderas del suelo y Henry abandonó la caza para
explorar el templo.
Allí
encontró una estantería con libros. Uno de ellos era de historia natural. Lleno
de curiosidad comenzó a hojearlo. Bastó eso para encender en él la llama de la
ambición, así que decidió volver a matricularse en la escuela.
Ingresó
en la academia de Albany, obtuvo su título, enseñó en escuelas rurales y dio
clases particulares para ganarse un sobresueldo. Estaba ya decidido a estudiar
Medicina, cuando una oferta de empleo como supervisor le encauzó hacia la
ingeniería. En 1826 estaba ya enseñando matemáticas y ciencias en la academia
de Albany.
Henry
empezó trabajando en el campo de la electricidad y el magnetismo, y ahí su vida
vino a asemejarse aún más a la de Faraday. Descubrió por su cuenta el principio
de la inducción electromagnética, independientemente de Faraday, y es probable
que también descubriera la autoinducción antes que él. (La autoinducción es el
voltaje inducido en una bobina, o en un alambre recto,
justo después de cortar la corriente en el alambre. Esta «inercia» es
consecuencia del colapso del campo magnético que acompaña a la corriente.) Pero
el hecho es que Faraday publicó antes el descubrimiento, de manera que es él
quien se lleva el mérito.
Henry
se apartó luego de la línea de investigación de Faraday y empezó a
especializarse en el magnetismo formado por corrientes eléctricas. El físico
danés Hans Christian Oersted había demostrado en 1820 que una bobina de alambre
por la que circula una corriente adquiere las propiedades de un imán. En 1825,
un zapatero inglés llamado William Sturgeon, que tenía por hobby la
electricidad, enrolló dieciocho vueltas de alambre de cobre alrededor de una barra
de hierro dulce doblada en forma de herradura. Al pasar una corriente por el
alambre, el hierro actuaba como un imán. Sturgeon inventó el nombre de
«electroimán» para este dispositivo.
El
artilugio de Sturgeon no era más que un juguete. Joseph Henry, sin embargo, oyó
hablar de él en 1829 y convirtió el juego en un instrumento muy importante.
Vuelta tras vuelta enrolló un largo alambre de cobre alrededor de la barra de
hierro, y para obligar a la corriente a fluir por toda la longitud del alambre,
sin pasarse de una vuelta a la siguiente, aisló todo el cable con una envoltura
de seda.
Cada
vuelta del alambre hacía más potente el imán. Utilizando la corriente de una
batería ordinaria, consiguió levantar en 1831, en Princeton, más de 300 kilos
de hierro con un electroimán. Y ese mismo año logró izar más de una tonelada de
hierro en Yale.
Pero
los electroimanes no eran sólo cuestión de fuerza bruta. Henry construyó
algunos modelos pequeños, muy delicados, que servían para un control muy fino.
Imaginemos que conectamos uno de estos electroimanes a un kilómetro de alambre,
conectado a su vez a una batería; y supongamos que podemos enviar una corriente
por el hilo al cerrar un interruptor y cerrar el circuito. Mientras fluye la
corriente, puede hacerse que el electroimán, a un kilómetro de
distancia, atraiga una pequeña barra de hierro. Si luego abrimos el interruptor
y el circuito, el electroimán dejará de ser un imán y la barrita de hierro
quedará libre. Cerrando y abriendo el interruptor en una secuencia determinada
podemos hacer que la barra de hierro suba y baje siguiendo la misma secuencia.
Justamente eso era lo que estaba haciendo Henry en 1831.
Ahora bien, la electricidad se debilita al fluir por un cable
largo, y para subsanar este inconveniente Henry inventó el «relé». La corriente
que llegaba al electro-imán tenía justo potencia bastante para levantar un
pequeño interruptor de hierro. Este interruptor, al levantarse, cerraba un
segundo circuito por el que pasaba una corriente mucho más intensa. La segunda
corriente podía entonces activar un segundo electroimán que era capaz de
realizar el trabajo que el primero no podía haber hecho.
Henry, sin embargo, no patentó sus electroimanes. Creía que las
leyes de la ciencia y sus beneficios eran patrimonio de toda la humanidad y que
no debían utilizarse para provecho de un solo individuo. Eso permitió a los
inventores utilizar libremente su electroimán para construir instrumentos que,
ellos sí, patentaron.
Morse, por ejemplo, patentó su telégrafo de electro-imán, que
funcionaba con el mismo principio que el de Henry. Y cuando otros intentaron
utilizar el telégrafo de Morse sin su autorización, se justificaron diciendo
que había sido Henry, y no Morse, quien lo había inventado. Pero los tribunales
fallaron a favor de Morse.
Alexander Graham Bell utilizó también un pequeño electroimán en su
teléfono. El invento de Bell habría sido imposible sin los descubrimientos de
Henry.
Henry utilizó en 1829 el electroimán para hacer rotar rápidamente
un disco entre polos magnéticos mientras pasaba la corriente, y en 1831
describió el aparato. Era como el generador que había inventado Faraday, sólo
que a la inversa: en el generador, un rotor convierte fuerza mecánica en
electricidad; en el dispositivo de
Henry se utiliza ese rotor para convertir electricidad en fuerza
mecánica. Henry había inventado el «motor» eléctrico.
Tanto los electroimanes como el motor de Henry se siguen
utilizando hoy día con muy pocas modificaciones sustanciales.
Henry se convirtió en diciembre de 1846 en el primer secretario de
la Smithsonian Institution, recién formada en Washington con fondos donados por
el inglés Smithson. Así se abrió una nueva etapa de su vida, porque desde
entonces Henry se convirtió en administrador científico. Y en este terreno
también destacó. Hizo de la Institución un foco de intercambio de conocimientos
científicos, promoviendo la comunicación científica de un extremo de la tierra
al otro. Henry fue un hombre de ciencia norteamericano con reputación
internacional, el primero de su especie desde Benjamín Franklin.
Dentro de las fronteras de su país también promovió el crecimiento
de nuevas ciencias. Se interesó, por ejemplo, en la meteorología, la ciencia de
las condiciones climatológicas y de su predicción, y utilizó los recursos de la
Smithsonian Institution para establecer un sistema de información meteorológica
desde todos los puntos de la nación. (Henry fue el primero que utilizó el
telégrafo —cuyo conocimiento él mismo había hecho posible— para este fin.) A
partir de allí se creó la Oficina Meteorológica de los Estados Unidos.
La mayoría de la gente piensa que la guerra científica es un
producto del siglo xx. Lo cierto es que ya en la Guerra Civil de los Estados
Unidos el gobierno era consciente de la importancia de la ciencia. Y fue Joseph
Henry quien encabezó la movilización científica de la Guerra Civil.
Diríase que Henry pasó gran parte de su vida viendo cómo otros se
adjudicaban méritos que eran en parte suyos: Faraday, la inducción; Morse, el
telégrafo; Bell, el teléfono. Incluso en el caso de la Oficina Meteorológica
fue otro, Cleveland Abbe, quien acabó llevándose su paternidad.
Pero
tampoco es que a Henry se le ignorara. Cuando murió —el 13 de mayo de 1878, en
Washington— asistieron al funeral altos cargos oficiales, entre ellos el
presidente Rutherford B. Hayes. Y en el Congreso Internacional sobre
Electricidad, celebrado en 1893 en Chicago, se le reconoció oficialmente como
el descubridor de la autoinducción. Oficialmente se decidió también llamar, en
su honor, «henry» a la unidad de medida de la inductancia, unidad que sigue
existiendo hoy día.
Los
descubrimientos de Faraday permitieron producir electricidad a bajo coste y
llevaron la Revolución Industrial de las fábricas a los hogares. Pero aun
cuando ahora podía llevarse electricidad a las casas en cualquier cantidad
imaginable, de nada hubiese servido de no ser por los electroimanes y motores
de Henry. La energía del motor eléctrico es indispensable en los
refrigeradores, lavadoras, secadoras, batidoras, máquinas de escribir
eléctricas, máquinas de coser eléctricas y, en general, casi en cualquier
máquina eléctrica que tenga partes móviles.
Hay
veces en que sólo interviene el electroimán: actúa sobre una pieza de metal
para controlar un circuito eléctrico. Es el caso del teléfono, por ejemplo.
El
descubrimiento de Faraday nos proporcionó la electricidad. El de Henry nos dio
instrumentos y herramientas que funcionan con ella. Ambos fueron los padres del
sinfín de adminículos que llenan nuestras casas y hacen que nuestra vida v
nuestro ocio sean más interesantes.
Edward Jenner
Corría
el mes de julio de 1796 y Europa era un hervidero. Napoleón Bonaparte ganaba
sus primeras batallas en Italia y la revolución irrumpía por doquier,
arrumbando viejas costumbres y maneras.
Por
si fuese poco, un médico inglés llamado Edward Jenner estaba cometiendo lo que
parecía una monstruosidad: transmitir deliberadamente la terrible enfermedad de
la viruela a un niño de ocho años. Tomó un poco de supuración de las pústulas
de un enfermo y raspó en la piel del muchacho. Aquello tendría que haber
bastado para que el niño contrajera al poco tiempo la viruela.
Jenner
esperó a ver qué pasaba. Con gran alivio comprobó que sus esperanzas eran
fundadas. El niño no contrajo la viruela ni mostró absolutamente ningún
signo de la enfermedad.
Jenner
no fue un monstruo, sino un gran benefactor de la humanidad. Había demostrado
que sabía cómo prevenir la viruela, y con ello influyó mucho más en el destino
humano que Napoleón con todas sus victorias
Puede
que éste también lo viera así. En 1802, tras estallar la guerra entre
Inglaterra y Francia después de un breve período de paz, cayeron prisioneros
algunos ciudadanos ingleses. Se pidió a Napoleón que los pusiera en libertad.
Napoleón estaba a punto de negarse, cuando supo que entre los firmantes
figuraba Edward Jenner. El futuro conquistador de Europa no se atrevió a desoír
al conquistador de la viruela y liberó a los prisioneros.
Edward
Jenner nació en Gloucestershire, Inglaterra, el 17 de mayo de 1749. A los
veinte años comenzó a estudiar Medicina; pero como tantos otros pioneros de la
ciencia, picó en muchos otros campos. Estudió geología, escribió poesía, tocaba
instrumentos musicales, se interesó en el estudio de las leyes y construyó un
globo. Por fortuna para el mundo rechazó, sin embargo, un empleo realmente
apasionante: el de naturalista oficial en el segundo viaje del capitán Cook a
los Mares del Sur. Decidió quedarse en Inglaterra y ejercer la medicina.
Uno
de los grandes problemas médicos de aquellos días era la viruela, quizá la
enfermedad más temida de las que asolaban a la humanidad. De cuando en cuando brotaba
una epidemia, y como había muy pocos conocimientos de higiene, la enfermedad se
propagaba como un reguero de pólvora por las sucias ciudades superpobladas.
Un
diez por ciento de los que contraían la enfermedad morían, y los que lograban
sobrevivir quedaban «picados de viruela». Cada pústula causada por la
enfermedad (y en los casos graves quedaba todo el cuerpo cubierto de marcas)
dejaba una cicatriz en la piel después de desaparecer. Mucha gente temía más la
horrible desfiguración del rostro que la propia posibilidad de morir.
La
viruela no respetaba a nadie. George Washington la contrajo en 1751 y se
recuperó, pero en la cara le quedaron permanentemente las huellas de la
enfermedad. El rey Luis XV cayó víctima de ella en 1774 y murió.
En
aquellos tiempos era casi una excepción tener intacta la piel del rostro; una
piel lisa bastaba para calificar de bella a su poseedora, aunque sólo fuese por
contraste con otras menos afortunadas.
La
viruela sólo se podía contraer, como máximo, una vez en la vida. La persona que
no la hubiese pasado la contraía fácilmente por contagio; pero una vez pasada
la enfermedad y repuesto el paciente, no volvía a contraerla por mucho que se
expusiera a ella: era «inmune».
Este
hecho dio lugar en 1718 a lo que por entonces parecía una fabulación. Una noble
inglesa, Lady Mary Wortley Montagu, regresó de un viaje por Turquía e informó
que los turcos tenían el hábito de inocularse deliberadamente con líquido
tomado de casos leves de la enfermedad. La persona inoculada contraía entonces
una forma benigna de viruela y se inmunizaba a un coste bien bajo. Lady Mary
tenía fe en sus observaciones e inoculó a sus propios hijos.
Lady
Mary era sin duda una mujer brillante, pero también una especie de mariposilla
social; costaba tomarla en serio, y los médicos desde luego no lo hicieron.
Aparte de que tampoco era fácil convencer a los ingleses de que los turcos
sabían hacer algo digno de emular.
A
Jenner empezó a interesarle la viruela nada más comenzar a ejercer la Medicina.
Puede que oyera la historia de Lady Mary y puede que no. Lo que es seguro que
llegó a sus oídos fue una vieja «superstición» muy difundida en su tierra natal
de Gloucestershire, a saber, que la viruela bovina (una enfermedad del ganado
que podían contraerla las personas) estaba «reñida» con la viruela humana. La
persona que contraía una de ellas —decían los granjeros de Gloucestershire con
un sabio movimiento de la cabeza— no contraía la otra.
Jenner
se preguntó si sería o no realmente una superstición. Era proverbial, por ejemplo,
la hermosura de las vaqueras, y por aquel entonces estaban de moda en Francia
las piezas de teatro en las que la protagonista era una vaquera o una pastora
de singular belleza. ¿Quizá por la tersura de su rostro, rara vez marcado por
la viruela? ¿O porque, al estar en contacto con el ganado, contraían la
viruela bovina en lugar de la otra, menos benigna?
Jenner comenzó a observar de cerca los animales domésticos.
Los caballos padecían una enfermedad, llamada viruela equina, que
cursaba con bultos y pústulas en las patas del animal. Los mozos de cuadra
curaban a veces las pústulas y atendían luego a las vacas lecheras. La vaca no
tardaba en contraer la viruela bovina. Al mozo o la moza le salían poco después
algunas pústulas, pero casi siempre en las manos (que estaban en contacto con
la vaca) y nunca en la cara, cuya desfiguración era lo más temido. Por otro
lado, la gente que, por su profesión, tenía que estar en contacto con animales
domésticos parecía realmente inmune a la viruela.
Jenner llegó a la conclusión de que la viruela equina y la bovina
eran una forma de viruela. Su tesis era que la enfermedad, al pasar por un
animal, se debilitaba en gran medida. Los granjeros tenían razón: unas cuantas
pústulas de viruela bovina en las manos, y no hacía falta preocuparse ya de la
muerte o desfiguración por la viruela.
El 14 de mayo de 1796 tenía ya Jenner suficiente confianza en su
teoría para aceptar sobre sí una responsabilidad escalofriante. Buscó primero
una vaquera que tuviera la viruela bovina. Tomó luego un poco de líquido de una
pústula de la mano y se lo inyectó a un niño. Dos meses después volvió a
inocular al niño, pero esta vez no con viruela bovina, sino con viruela de
verdad. El niño no enfermó. ¡Era inmune!
Jenner decidió repetir la prueba para cerciorarse. Tardó dos años
en encontrar a una persona que presentara un caso activo de viruela bovina;
imaginamos su impaciencia durante todo ese tiempo, pero se abstuvo de publicar
prematuramente sus resultados y esperó. En 1798 encontró por fin el caso que
buscaba, repitió el experimento con otro paciente y comprobó exactamente lo
mismo. Ahora ya podía publicar sus resultados y anunciar al mundo que había
encontrado la manera de derrotar a la viruela.
La viruela bovina se llama vaccinia en latín, así que
Jenner acuñó la palabra «vacunación» para describir su método de inocular
viruela bovina con el fin de crear inmunidad contra la viruela.
El trabajo de Jenner era tan meticuloso que sólo se atrevieron a
rechazarlo algunos médicos conservadores. Culpables de verdaderos perjuicios
fueron algunos desaprensivos que empezaron a inocular sin tomar las debidas
precauciones y propagaron infecciones graves. Las vacunaciones se extendieron a
todas las partes de Europa.
La familia real británica se vacunó, y en 1803 se fundó la Royal
Jennerian Society (presidida por Jenner) para promover campañas de vacunación.
El número de muertes por viruela se redujo a un tercio en dieciocho meses.
En Alemania, donde el aniversario del nacimiento de Jenner es día
festivo, el estado de Baviera decretó la obligatoriedad de la vacuna en 1807.
Otras naciones siguieron su ejemplo, e incluso la atrasada Rusia adoptó la
práctica. El primer niño que se vacunó allí recibió el nombre de Vaccinov y su
educación corrió a cargo del Estado.
Inglaterra fue la más perezosa en honrar a Jenner. En 1813 se le
propuso como candidato al Colegio de Médicos de Londres. Pero el Colegio se
empeñó en examinarle de los clásicos, es decir, de las teorías de Hipócrates y
Galeno. Jenner se negó; pensaba que su victoria sobre la viruela bastaba como
recomendación. Los caballeros del Colegio no pensaban igual y no le eligieron.
Jenner murió el 24 de enero de 1823, sin ser miembro del Colegio,
pero con toda la gloria que podía tener un médico.
La viruela es hoy día una enfermedad muy rara, gracias a las
vacunas. En la mayoría de los países se vacuna a todos los niños desde edad muy
temprana. Y basta que surja un solo caso de viruela en alguna ciudad (importada
casi siempre por barco desde alguna región atrasada) para que se recomiende
revacunar a todos los habitantes de la ciudad, evitando así cualquier riesgo de
epidemia.
Pero esto es sólo parte de la historia, y quizá no la más
importante; porque Jenner había descubierto una manera, no de curar la
enfermedad, sino de prevenirla, y fue el primero que lo consiguió. El método
consistía en utilizar la propia maquinaria del cuerpo para crear la inmunidad,
fundando así la ciencia de la inmunología.
Desde entonces los médicos han tratado de hallar nuevos medios de
inducir al cuerpo a crear inmunidad contra enfermedades peligrosas, obligándole
a que fabrique defensas químicas («anticuerpos») contra versiones benignas de
la enfermedad. Los líquidos que causan esa enfermedad benigna siguen llamándose
«vacunas», aunque ya no tienen nada que ver con las vacas.
Un ejemplo reciente es la vacuna Salk, conseguida por el doctor
Jonas Salk. El virus que causa la parálisis infantil muere a manos de productos
químicos para que no pueda seguir causando la enfermedad. Pero sigue reteniendo
una parte suficiente de sus propiedades originales para hacer que el cuerpo
produzca anticuerpos que sean efectivos contra el virus vivo. La inyección de
la vacuna Salk aumenta la inmunidad a la parálisis infantil sin que el sujeto
tenga que pasar por la enfermedad propiamente dicha.
Las vacunas también ayudan a combatir enfermedades como la fiebre
amarilla, la fiebre tifoidea, la gripe, la tuberculosis, etc.
La importancia de los trabajos de Jenner no estriba sólo en que
acabara con la viruela. Señalaron el camino para acabar con otras enfermedades
muy temidas por el hombre; y este camino quizá lleve algún día a eliminar todas
las enfermedades infecciosas.
Louis Pasteur
Louis Pasteur nació el 27 de diciembre de 1822. En la escuela no
brilló como estudiante y en la universidad sólo se desenvolvió con cierta
soltura en la asignatura de química. La ambición no prendió en él hasta después
de licenciarse y asistir a las lecciones de Jean B. Dumas, gran químico
francés. Fue entonces cuando decidió dedicar su vida a la ciencia.
Pasteur inició sus investigaciones estudiando dos sustancias
químicas: el ácido tartárico y el ácido racémico. Ambos parecían iguales en
todo, menos en un aspecto: el ácido tartárico ejercía un extraño efecto de
rotación sobre ciertas clases de luz; el ácido racémico no poseía ese efecto.
Los amigos de Pasteur se reían de él y le decían que para qué se
preocupaba de un problema tan absurdo. Pero Pasteur siguió impertérrito. Obtuvo
cristales de ambos ácidos y los estudió al microscopio. Los cristales de ácido
tartárico eran todos idénticos; los de ácido racémico eran de dos tipos. Uno de
ellos se parecía a los cristales de ácido tartárico; los del otro tipo eran imágenes especulares
del primero. (Era como mirar un montón de guantes, unos de la mano derecha y
otros de la izquierda.)
Pasteur,
con paciencia infinita, separó los cristales de ácido racémico en dos montones.
Los cristales que se parecían a los de ácido tartárico giraban la luz en la
misma dirección que el ácido tartárico; los otros cristales también la giraban,
pero en sentido contrario.
Pasteur
había descubierto que las moléculas podían ser «dextrógiras» o «levógiras».
Este descubrimiento condujo en último término a nuevas y revolucionarias ideas
acerca de la estructura de las importantes sustancias químicas que componen los
tejidos vivos.
El
hallazgo de Pasteur encontró un reconocimiento inmediato, pese a contar sólo
veintiséis años: se le con-cedió la Legión de Honor francesa.
En
1854 fue nombrado decano de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Lille,
en el corazón de la región vinícola, donde empezó a estudiar los problemas de
la importante industria de vinos francesa. El vino y la cerveza, al envejecer,
se agriaban con facilidad, causando pérdidas de millones de francos. ¿No habría
algún producto químico que, añadido al vino, evitara esa catástrofe? Los
viticultores y cerveceros acudieron al joven y famoso químico en busca de
consejo.
Pasteur
volvió a echar mano del microscopio. Estudió los posos de vino sano y los
comparó con los del vino agriado. Ambos contenían células de levadura, pero la
forma de las células era diferente. Había una clase especial de levadura que
avinagraba el vino.
La
solución era matar esa levadura, dijo Pasteur: una vez formado el vino o la
cerveza había que calentarlo suavemente hasta unos 48° C, matando así cualquier
resto de levadura, incluida la indeseada que pudiera introducirse durante el
proceso de fabricación. Sellando luego las cubas, el líquido no se agriaría.
Los
fabricantes se horrorizaron ante la perspectiva de calentar el vino. Pasteur
decidió convencerles. Calentó unas muestras, dejó sin calentar otras y pidió a
los fabricantes que esperaran unos meses. Al abrir las muestras calentadas se
vio que estaban en perfectas condiciones, mientras que algunas de las no
calentadas se habían estropeado. Los viticultores retiraron sus objeciones.
Desde
entonces se llama «pasteurización» al proceso de calentar lentamente un líquido
para matar organismos microscópicos indeseables. Por eso pasteurizamos la leche
que bebemos.
Pasteur
llegó en el curso de sus investigaciones a la conclusión de que toda
fermentación y descomposición era obra de organismos vivos.
La
gente se opuso a esa teoría, porque la carne, aun hervida para matar las
bacterias, se pudre al cabo de un tiempo. Pasteur replicó que lo que ocurre es
que hay gérmenes por todas partes y que éstos caen en la carne desde el aire.
Para
demostrarlo tomó extracto de carne, lo hirvió y lo dejó expuesto al aire, pero
disponiendo las cosas de manera que éste sólo pudiera entrar a través de un
largo y estrecho cuello de botella en forma de S. Las partículas de polvo (y
los gérmenes) se quedaban retenidos en el fondo del codo. La carne no se
pudrió. En la carne hervida no había gérmenes, y el proceso de descomposición
no podía tener lugar en ausencia de ellos. Pasteur había refutado de una vez
para siempre la teoría de la «generación espontánea» (la creencia de que los
organismos vivos podían surgir de materia inanimada).
En
1865 se trasladó Pasteur al sur de Francia para estudiar una enfermedad del
gusano de la seda que estaba poniendo en peligro la industria entera de este
tejido; en juego había entonces millones de francos al año.
Pasteur
volvió a utilizar su microscopio y localizó un diminuto parásito que infestaba
a los gusanos y a las hojas de morera que les servían de alimento. El consejo
de Pasteur fue destruir todos los gusanos y hojas infestados y empezar de nuevo
con gusanos sanos y hojas limpias, atajando así la plaga. El consejo surtió
efecto. Se había salvado la industria de la seda.
Quien
estuvo a punto de no salvarse fue el propio Pasteur. En 1868 tuvo un ataque de
parálisis y durante un tiempo pensó que le había llegado su hora. Por fortuna
se recuperó.
En
1870 surgieron hostilidades entre Francia y Prusia. El poderío militar de los
prusianos había ido creciendo paulatinamente bajo una política de «sangre y
hierro». La guerra cogió a los franceses faltos de preparación. Louis Pasteur
acudió inmediatamente a alistarse. Pero su oferta fue rechazada enérgicamente.
«Señor
Pasteur», le dijeron los oficiales, «tiene usted cuarenta y ocho años y ha
sufrido un ataque de parálisis. A Francia la puede servir mejor fuera del
ejército».
Francia
sufrió una derrota desastrosa. Los vencedores impusieron una indemnización de
cinco mil millones de francos a los franceses, pensando dejar así indefenso al
país durante años. Pero Francia dejó asombrado al mundo entero al pagar la
indemnización en el plazo de un año; el dinero salió en parte de la labor de
Louis Pasteur, que había salvado y saneado varias industrias francesas vitales.
Algunos
médicos empezaron a ver entonces la importancia que tenían los descubrimientos
de Pasteur y pensaron que ciertas enfermedades humanas podían estar causadas
por parásitos microscópicos.
En
Inglaterra, el cirujano Joseph Lister veía con preocupación que la mitad de los
pacientes se le morían de infección después de una intervención feliz. En otros
hospitales la cifra llegaba al 80 por 100. Lister pensó entonces en
«pasteurizar» las heridas e incisiones quirúrgicas, matando así los gérmenes,
lo mismo que Pasteur mataba la levadura en el vino.
En
1865 comenzó a aplicar ácido carbólico a las heridas. En tres años rebajó la
tasa de mortalidad postoperatoria en dos tercios: había inventado la «cirugía
antiséptica». Hoy día imitamos a Lister cada vez que aplicamos yodo a una
cortadura.
Pasteur
llegó a las mismas conclusiones que Lister en 1871, después de la guerra. Anonadado
por la tasa de mortalidad de los hospitales militares, obligó a los
médicos (a menudo contra su voluntad) a hervir los instrumentos y vendajes.
Matad los gérmenes —insistía Pasteur—, matadlos. Y la tasa de mortalidad
descendió.
(Aproximadamente
veinticinco años antes, el médico austriaco Ignaz Semmelweis había tratado de
imponer la desinfección a los médicos. Semmelweis opinaba que los médicos eran
asesinos que portaban la enfermedad en sus manos y recomendó que se las lavaran
con una solución de cloruro de cal antes de acercarse al paciente. Fracasó en
todos sus intentos y murió en 1865 tras contraer él mismo una infección por
accidente. No llegó a ver cómo Lister y Pasteur le daban la razón.)
Pasteur
fue gestando poco a poco lo que él llamó la «teoría germinal de las
enfermedades», es decir, que cualquier enfermedad infecciosa está causada por
gérmenes; y era infecciosa porque los gérmenes podían propagarse de una persona
a otra. Si se lograba localizar el germen y se hallaba un modo de combatirlo, la
enfermedad quedaría resuelta.
El
médico alemán Robert Koch elaboró técnicas para cultivar gérmenes patógenos
fuera del cuerpo. Junto con Pasteur halló la manera de combatir una enfermedad
tras otra: franceses y alemanes unidos para servir a la humanidad. Los años
ochenta del siglo pasado fueron los más espectaculares de la vida de Pasteur:
descubrió cómo inocular contra las enfermedades animales del ántrax (que
desolaba el ganado bovino y ovino) y el cólera de las gallinas, y también cómo
proteger al hombre contra la temible enfermedad de los perros rabiosos, la
hidrofobia.
Pero
esta época, con ser espectacular, no fue sino la consecuencia natural de la
teoría germinal de las enfermedades, cuyos inicios datan de sus primeros
trabajos. Cuando Pasteur murió el 28 de septiembre de 1895, la medicina moderna
era ya una realidad.
De
todos los descubrimientos médicos de la historia, el más grande quizá sea el de
la teoría germinal de Pasteur. Una vez adoptada esa teoría fue posible combatir sistemáticamente
las enfermedades. Podía hervirse el agua y tratarla químicamente; la
eliminación de desperdicios se convirtió en una ciencia; en los hospitales y en
la preparación comercial de productos alimenticios se adoptaron procedimientos
estériles; se crearon desinfectantes y germicidas; y a los portadores de
gérmenes, como los mosquitos y las ratas, no se les dio ya tregua.
La adopción de estas medidas trajo consigo una disminución de la
tasa de mortalidad y un aumento de la esperanza de vida. La esperanza de vida
del varón norteamericano era de treinta y ocho años en 1850; hoy es de sesenta
y ocho. A Louis Pasteur y a sus colegas científicos hay que agradecerles esos
treinta y ocho años de regalo.
Gregor Johann Mendel
En el año 1900, tres científicos convergieron en una encrucijada
de la investigación: cada uno de ellos, sin previo conocimiento de la labor de
los otros dos, había hallado las reglas que gobiernan la herencia de caracteres
físicos por los seres vivos. Los tres hombres eran Hugo de Vries, holandés;
Carl Correns, alemán, y Erich Tschermak, austrohúngaro.
Los tres se aprestaron a anunciar al mundo su descubrimiento, mas
no sin hojear antes diversas publicaciones científicas y comprobar si había
trabajos anteriores en ese campo. Su asombro fue mayúsculo cuando encontraron
un increíble artículo de un tal Gregor Johann Mendel, en un ejemplar de una
oscura publicación de hacía treinta y cinco años. Mendel había observado en
1865 todos los fenómenos que los tres científicos se disponían a exponer en
1900.
Los tres tomaron la misma decisión, y con una honradez que es una
de las glorias de la historia científica abandonaron toda pretensión de
originalidad y llamaron
la atención sobre el descubrimiento de Mendel. Los tres se
limitaron a exponer su labor como mera confirmación.
Gregor Johann Mendel nació en 1822 en el seno de una familia
campesina. Su vida transcurrió tranquila y sin grandes avatares (exceptuando su
gran descubrimiento); primero fue monje y más tarde abad en el monasterio de agustinos
de Bruenn, Austria. (La ciudad se llama hoy Brno y pertenece a Checoslovaquia.)
Mendel tenía dos aficiones, la estadística y la jardinería, y de
la combinación de ambas sacó buen partido. Desde 1857, y durante ocho años, se
dedicó a cultivar guisantes. Con sumo cuidado autopolinizó varias plantas,
cerciorándose de que las semillas así obtenidas heredasen sólo las
características de uno de los padres. Pacientemente fue recogiendo las semillas
producidas por cada planta autopolinizada, las plantó una por una y estudió la
nueva generación.
Comprobó que si plantaba semillas de guisantes enanos sólo crecían
guisantes enanos. Y las semillas producidas por esta segunda generación también
daban guisantes enanos exclusivamente. Las plantas enanas del guisante se
reproducían «fielmente», digámoslo así.
Las semillas de las plantas grandes de guisante no siempre se
comportaban de esa manera. Algunas de ellas (aproximadamente un tercio de las
que crecían en el jardín) se reproducían fielmente y daban plantas grandes en
todas las generaciones. Pero no así en el resto, que era la mayoría. Las
semillas de algunas de ellas daban plantas grandes, mientras que las de otras
engendraban plantas enanas. Y estas semillas producían siempre tres veces más
de las primeras que de las segundas.
Evidentemente, había dos clases de plantas grandes del guisante:
las que se reproducían fielmente y las que no.
Mendel avanzó entonces otro paso. Cruzó plantas enanas con plantas
grandes de las que se reproducían fielmente. Las semillas serían ahora el
producto de dos progenitores desiguales. ¿Qué pasaría? Los descendientes
¿serían unos enanos v otros grandes?
Pues no; cada una de esas semillas «híbridas» engendró una planta
grande. Parecía que la característica del enanismo había desaparecido.
Mendel autopolinizó luego cada una de las plantas híbridas y
estudió los resultados: los descendientes eran todos ellos del tipo de
reproducción infiel. Una cuarta parte de las semillas engendraron plantas
enanas de reproducción fiel; otra cuarta parte dio lugar a plantas grandes de
reproducción fiel; y la mitad restante engendró plantas grandes de reproducción
infiel.
Es claro que las plantas grandes de reproducción infiel albergan
en sí ambas características, la de planta grande y la de planta enana. Cuando
se hallaban presentes ambas características, sólo se ponía de manifiesto la del
tamaño grande, que era, por tanto, «dominante». Pero el enanismo, aunque era
«recesivo» y no visible, seguía estando allí y aparecía en la siguiente
generación.
Mendel halló así su «primera ley de la herencia». Estudió también
la herencia de otras características y elaboró las correspondientes reglas.
Pero Mendel era sólo un aficionado y no logró que ningún
científico importante se interesara en su trabajo. Publicó un artículo en un
pequeño periódico local y nadie le prestó atención. Y así pasó inadvertido
durante treinta y cinco años.
Mendel murió en 1884, sin proseguir el trabajo que había terminado
en 1865 y sin ver reconocida su labor.
La ciencia que fundó Mendel se llama hoy día «genética». Es una
ciencia joven, en la que quedan muchas cosas por descubrir. El estudio detenido
de cómo se heredan ciertas anomalías físicas ayudará algún día a los médicos a
recomendar o desaconsejar ciertos matrimonios, así como a prever la posible
aparición de enfermedades como la diabetes en una persona concreta.
La genética mira tanto hacia el pasado como hacia el futuro. El
estudio, por ejemplo, de la distribución de los grupos sanguíneos heredados
revela hasta cierto punto las rutas que siguió el hombre primitivo en sus
migraciones. Por otro lado, la genética de los microorganismos ha adquirido una
importancia singular. La manera en que se hereda la capacidad de realizar
ciertas síntesis químicas en diversos hongos y bacterias ha revelado a los
bioquímicos los caminos exactos por los que se forman determinadas sustancias
químicas del cuerpo. Por un trabajo de este tipo recibieron el Premio Nobel los
doctores G. M. Beadle y E. L. Tatum.
Roentgen y Becquerel
El profesor Wilhelm Roentgen estaba fascinado con ese resplandor
misterioso que salía del tubo de vacío (un tubo del que se había extraído el
aire por bombeo) al producirse una descarga eléctrica.
La extraña luz en el interior del tubo parecía salir del electrodo
negativo o «cátodo», por lo que el fenómeno recibió el nombre de «rayos
catódicos». Al golpear los rayos contra el vidrio del tubo, éste resplandecía
con luz verdosa. Y algunas sustancias químicas, colocadas cerca del tubo,
resplandecían con luz aún más brillante que la del vidrio.
Roentgen tenía especial interés en estudiar esa luminiscencia. El
5 de noviembre de 1895 metió el tubo de rayos catódicos en una caja de
cartulina negra y oscureció la habitación, con la idea de observar la
luminiscencia sin perturbaciones de luces exteriores.
Conectó la electricidad e inmediatamente observó un destello
luminoso que no provenía del tubo. Fue a inspeccionar y comprobó que a bastante
distancia del tubo había una hoja de papel recubierta de platinocianuro de bario,
que utilizaba en sus experimentos porque esta sustancia resplandecía al
colocarla cerca del tubo de rayos catódicos. Pero en las condiciones en que
estaba trabajando ahora, con el tubo dentro de la caja de cartón, ¿por qué
relucía?
Roentgen desconectó la electricidad: el papel recubierto se
oscureció. Volvió a conectarla: el papel volvió a relucir. Se trasladó a la
habitación vecina con el papel en la mano, cerró la puerta y volvió a conectar
la electricidad: el papel seguía brillando mientras el tubo estuviera en
funcionamiento. Había descubierto algo invisible que se dejaba «sentir» a
través del cartón y de las puertas.
Otro científico le preguntó años más tarde sobre esa experiencia:
«¿Qué pensabas?» Y Roentgen le contestó: «No pensaba. Experimentaba.» La
respuesta de Roentgen fue una respuesta a bocajarro, claro está, porque pensar
sí que pensaba... y muy profundamente.
Wilhelm Conrad Roentgen nació el 27 de marzo de 1845 en Lennep,
una pequeña ciudad de la región del Ruhr, al oeste de Alemania. Durante la
mayor parte de su juventud vivió, sin embargo, fuera de Alemania; recibió su
educación en Holanda y fue a la universidad en Zurich, Suiza.
El trabajo de su vida no lo halló hasta después de terminar sus
estudios universitarios. En 1868 se licenció en ingeniería mecánica. Luego
decidió cursar estudios superiores en Zurich, donde conoció al famoso físico
August Kundt. A su lado Roentgen empezó a trabajar en física y se doctoró en
este campo. Profesor y estudiante trabajaron desde entonces durante seis años,
hombro con hombro.
Kundt ocupó sucesivamente una serie de puestos en Alemania y
Roentgen le acompañó. Poco después Roentgen estaba ya enseñando e investigando
por su cuenta.
Roentgen fue subiendo puestos dentro de su profesión. En 1888 se
creó un nuevo instituto de física en la Universidad de Würzburg, en Baviera, y
le ofrecieron el cargo de director. Fue allí donde descubrió los rayos penetrantes
y donde adquirió fama mundial.
Los misteriosos rayos que hacían que ciertas sustancias químicas
resplandecieran al otro lado de puertas y cartones recibieron el nombre de
«rayos Roentgen» en honor de su descubridor. Roentgen, en atención a la
naturaleza ignota de los rayos, los designó con el símbolo de lo desconocido:
«rayos X». Ese es hoy el nombre más usual.
Roentgen siguió experimentando con gran entusiasmo y trató de ver
qué espesor de distintos materiales podían atravesar los rayos X. Descubrió que
los rayos eran capaces de velar una placa fotográfica, igual que 1% luz del
sol. Cuando publicó los resultados el 28 de diciembre de 1895, dejó asombrado
al mundo científico.
Algunos físicos cayeron entonces en la cuenta de que en sus
trabajos se habían cruzado alguna vez con estos rayos misteriosos. William
Crookes, un científico inglés que había trabajado con rayos catódicos, había
notado en varias ocasiones que se le velaban las placas fotográficas cercanas.
Pero pensando que era un accidente, no prestó mayor atención. Y el físico
americano A. W. Goodspeed obtuvo, en 1890, lo que hoy llamamos una fotografía
de rayos X; pero el fenómeno no le interesó lo bastante para estudiarlo y
comprobar su naturaleza.
La labor de Roentgen prendió en la imaginación del científico
francés Henri Antoine Becquerel, siete años más joven que aquél. Becquerel era
hijo de un célebre científico que había estudiado cierto tipo de luminiscencia
llamado «fluorescencia». Los materiales fluorescentes resplandecían al
exponerlos a la luz ultravioleta (o a la luz del sol, que también contiene
rayos ultravioletas).
Becquerel se preguntó si esta fluorescencia no albergaría los
misteriosos rayos X. En febrero de 1896 envolvió una placa fotográfica en papel
negro, la colocó a la luz del sol y puso encima del papel un cristal de una
sustancia fluorescente en la que su padre había mostrado especial interés: un
compuesto de uranio.
Al revelar la película, Becquerel vio que estaba velada. La luz
del sol no podía atravesar el papel negro, pero los rayos X sí.
Becquerel llegó a la conclusión de que la sal de uranio emitía rayos X al
fluorescer.
Luego
se nubló el cielo durante unos días y Becquerel no pudo proseguir sus
experimentos. Hacia el 1 de marzo no aguantaba ya de impaciencia. Los cristales
y las placas fotográficas envueltas yacían hacía días en el cajón de la mesa.
Becquerel decidió revelar de todos modos algunas de las películas: podía ser
que persistiera un poco de la fluorescencia original, que hubiera un velado
débil pese a que los cristales no habían estado expuestos a la luz solar
durante días; al menos dejaba de estar con los brazos cruzados.
Su
asombro fue grande al comprobar que la película estaba tan velada como en otras
ocasiones. En seguida vio que la exposición a la luz del sol era innecesaria.
Las sales de uranio emitían constantemente radiación, incluso más penetrante
que los rayos X.
En
1897 quedó aclarada la naturaleza de los rayos catódicos. J.J. Thomson, el
físico inglés, demostró que los rayos eran partículas diminutas que se movían a
velocidades de vértigo. Y además eran mucho más pequeñas que los átomos. Fueron
las primeras «partículas subatómicas» que se descubrieron, y se les dio el
nombre de «electrones».
Cuando
estos electrones chocaban contra un átomo, liberaban una forma de energía
parecida a la luz ordinaria, sólo que más energética y penetrante. Estos
veloces electrones (o rayos catódicos), al chocar contra el ánodo de un tubo de
rayos catódicos, producían rayos X. Y los rayos X eran parte del espectro
electromagnético, del que la luz visible es otra porción.
En
cuanto a los rayos que Becquerel descubrió que emitía el uranio, resultó que
consistían en tres partes. La porción más penetrante, llamada radiación gamma,
era semejante a los rayos X, pero más energética. El resto de la radiación
estaba compuesto de electrones y núcleos de helio.
La
física experimentó una revolución total. Hasta 1896 se pensaba que el átomo era
una partícula diminuta
e indivisible, la porción más pequeña de materia. De
pronto se descubría que estaba compuesto de partículas aún menores, que poseían
extrañas propiedades. Algunos átomos, como los de uranio, incluso se
desintegraban motu propio en átomos más sencillos.
Esta
prueba de que los átomos se desintegran y emiten electrones inauguró todo un
mundo nuevo en la ciencia. Luego siguieron sesenta años de rápidos progresos
que condujeron a la física nuclear y a la exploración del átomo.
Desde
el punto de vista de la ciencia pura, el descubrimiento de Roentgen fue de
inmensa importancia. Pero antes de que esto se le hiciera claro al hombre de la
calle, hubo un avance inmediato en la medicina que afectó a casi todo hijo de
vecino.
Los
rayos X atraviesan fácilmente los tejidos blandos del cuerpo, pero son
detenidos en gran parte por los huesos y totalmente por los metales. Los rayos
X, al atravesar el cuerpo e impresionar una película fotográfica colocada
detrás, dan un gris claro allí donde han sido interceptados por los huesos, y
un gris más oscuro, en distintas tonalidades, en los demás lugares.
.Los
médicos hallaron aquí un medio de mirar dentro del cuerpo humano de una manera
rápida, fácil y, sobre todo, sin necesidad de operar. Con los rayos X se podían
descubrir pequeñas fisuras en los huesos, trastornos en las articulaciones,
focos de tuberculosis en los pulmones y objetos extraños en el estómago; en
resumen: el médico tenía en sus manos algo así como un ojo mágico. Cuatro días
después de llegar a América la noticia del descubrimiento de Roentgen, se
utilizaron allí los rayos X para localizar una bala en la pierna de un
paciente. Y también el dentista tuvo a partir de entonces un ojo mágico. Con la
radiación invisible de Roentgen podía detectar el comienzo de una caries, por
ejemplo.
Los
rayos X (y los gamma) son capaces de matar tejido vivo; enfocados
convenientemente pueden matar células cancerosas a las que no tiene acceso el
bisturí del cirujano. Hoy día se sabe, sin embargo,
que hay que utilizarlos con precaución y sólo en caso de necesidad.
Los rayos X encuentran también aplicación en la industria. En
estructuras metálicas son capaces de detectar defectos internos que de otro
modo serían invisibles. En química se utilizan para investigar la estructura
atómica de cristales y de moléculas proteínicas complejas. En ambos casos abren
nuevas ventanas a lo que hasta entonces permanecía oculto.
Aunque suene a paradoja, gracias a Roentgen podemos utilizar lo
invisible para hacer visible lo invisible.
Thomas Alva Edison
A medida que avanzó la Revolución Industrial durante el siglo XIX,
las casas y las ciudades del mundo occidental crecieron y se hicieron más
prósperas. Pero durante las horas de oscuridad se necesitaba una luz mejor.
Todo el alumbrado era de gas, y la llama inquieta que se obtenía por este
sistema no proporcionaba luz suficiente. La llama abierta aumentaba además el
peligro de fuego, y un escape de gas podía' ser fatal.
Otra fuente de energía era la electricidad, y nadie ignoraba que
los cables eléctricos se calentaban al pasar la corriente. ¿No podría
calentarse un hilo hasta la incandescencia y utilizarlo para alumbrar?
Durante los setenta y cinco primeros años del siglo xix hubo
muchos inventores que intentaron utilizar la electricidad para producir luz.
Unos treinta inventores o aprendices de inventores llegaron, lo intentaron y
fracasaron. La teoría era clara y elemental, pero parecía imposible superar las
dificultades prácticas.
Thomas Alva Edison, que a la sazón contaba treinta y un años,
anunció en 1878 que iba a abordar el problema. Inmediatamente se propagó la
noticia por todo el mundo. La fe que la gente tenía depositada en su capacidad
era tan absoluta, que las acciones del gas de alumbrado bajaron en las Bolsas
de Nueva York y Londres. Y es que Edison acababa de hacer hablar a una máquina.
Sus prodigios habían convencido a la gente de que podía inventar cualquier
cosa.
Thomas A. Edison nació en Milán, Ohio, el 11 de febrero de 1847.
De pequeño no mostró ningún signo de genialidad; todo lo contrario: su curiosa
manera de formular preguntas pasaba por una «rareza» entre los vecinos. Y su
maestro de escuela le llamó en cierta ocasión «cabeza de chorlito». La madre de
Edison, que también había sido maestra, montó en cólera y sacó inmediatamente
al joven Tom de la escuela.
Tom Edison halló su verdadera escuela en los libros y en sus
manos. Leía cuanto caía bajo su vista, fuese cual fuere el tema, y la naturaleza
insólita de su mente empezó ya a despuntar. Retenía casi todo lo que leía, y
poco a poco aprendió a leer a la misma velocidad con que pasaba las páginas.
Al mismo tiempo que empezó a frecuentar los libros de ciencias
comenzó también a experimentar. Para desesperación de su madre montó un
laboratorio de química en su casa, pero los productos y los materiales eran
caros y no tardó en convencerse de que tenía que ganarse los cuartos por su
cuenta.
En primer lugar intentó cultivar hortalizas para vender. Más
tarde, a los catorce años, obtuvo un empleo de vendedor de periódicos en el
tren que iba de Port Hurón a Detroit (el tiempo de parada en Detroit lo pasaba
en la biblioteca); pero como los ingresos no le llegaban, compró una
imprentilla de segunda mano y empezó a publicar un semanario. Muy pronto llegó
a vender 400 ejemplares de cada número entre los pasajeros del tren.
Con el dinero que ganó instaló un laboratorio de química en el
furgón de equipajes, donde podía experimentar a sus anchas. Pero las cosas se
torcieron, porque un día, al pasar por un tramo algo irregular, se volcó un matraz
lleno de fósforo y provocó un incendio. Aunque se logró apagar el fuego, el
conductor, enfurecido, cogió a Edison por las orejas y le puso, junto con el
laboratorio, fuera del tren. Allí acabó la aventura.
Edison sufrió por aquella época otro golpe de mala suerte. En
cierta ocasión intentó coger un tren en marcha, pero se quedó colgado del
estribo, con peligro de caerse y matarse. Uno de los empleados del tren le
agarró por las orejas y le subió. Edison salvó la vida, pero a costa del
delicado mecanismo del oído interno, quedando parcialmente sordo para siempre.
En 1862 comenzó otra fase de su vida. Un buen día el joven Tom,
que tenía entonces quince años, viendo que un vagón de mercancías se abalanzaba
sobre un niño que jugaba entre las vías, corrió como una centella hacia el
infortunado y le puso fuera de peligro. El padre, lógicamente agradecido, no
tenía dinero con qué premiar a Tom, así que se ofreció para enseñarle telegrafía.
Para Edison aquello valía más que cualquier fortuna.
Edison se convirtió en uno de los telegrafistas más rápidos de su
tiempo. Cuentan que trabajaba de forma tan automática, que cuando recibió por
telégrafo la noticia de que habían asesinado a Lincoln, tomó el mensaje
mecánicamente, sin darse cuenta de lo que había sucedido.
En 1868 marchó a Boston, donde se colocó de telegrafista. Los
demás empleados de la oficina quisieron pasar un buen rato a costa del joven
provinciano y le pusieron a tomar los mensajes enviados por el teclista más
rápido de Nueva York. Edison recogió sin fatiga todo cuanto salía del hilo. Al
terminar, todos le vitorearon.
Edison patentó aquel mismo año su primer invento —un dispositivo
para registrar mecánicamente los votos del Congreso—, pensando que así se
abreviarían los trámites legislativos. Uno de los diputados le dijo, sin
embargo, que no había ningún deseo de acelerar los trámites; las votaciones
lentas eran, a veces, una necesidad política. A partir de entonces, Edison
decidió no inventar jamás nada sin estar seguro de que se necesitaba.
En 1869 marchó a Nueva York para buscar empleo. Mientras esperaba
en la oficina de colocación a que le entrevistaran se estropeó una de las
máquinas del telégrafo. Era un aparato que transmitía los precios del oro y de
él dependían verdaderas fortunas; de pronto había dejado de funcionar y nadie
sabía por qué. La oficina era un verdadero galimatías, y ninguno de los
mecánicos acertaba con la avería. Edison inspeccionó la máquina y con toda
calma dijo que sabía dónde estaba el fallo.
«Pues venga, arréglala», le gritó el jefe, fuera de sí. Edison lo
hizo en cuestión de minutos y consiguió un empleo mejor pagado que ninguno de
los que había tenido hasta entonces. Pero no duró mucho tiempo, porque al cabo
de pocos meses decidió convertirse en inventor profesional. Para ello comenzó
por un indicador de cotizaciones eléctrico y automático que había diseñado
durante su estancia en Wall Street; el aparato servía para tener informados a
los agentes de Bolsa de los precios de las acciones.
Edison fue a ofrecer el invento al presidente de una gran empresa
de Wall Street; pero dudaba entre pedir 3.000 dólares o arriesgarse a subir
hasta 5.000. Cuando llegó el momento, perdió los nervios y dijo: «Hágame usted
una oferta.» El hombre de Wall Street respondió: «¿Qué le parecen 40.000
dólares?»
A sus veintitrés años, Edison estaba metido de hoz y coz en los
negocios. Durante los seis años siguientes trabajó en Newark, New Jersey,
inventando, trabajando veinte horas al día, durmiendo a salto de mata y
formando un grupo competente de ayudantes. Y, no se sabe cómo, encontró también
tiempo para casarse.
El dinero le llegaba a espuertas, pero para Edison el dinero era
sólo algo para invertir en nuevos experimentos.
En 1876 montó un laboratorio en Menlo Park, New Jersey, destinado
a ser una «fábrica de inventos». Su idea era sacar un nuevo invento cada diez
días. El «Mago de Menlo Park» (así se le llamaba) patentó antes de su muerte
más de mil, proeza que ningún inventor ha igualado ni de lejos.
Desde Menlo Park, Edison mejoró el teléfono y lo transformó en un
instrumento práctico. Y allí inventó lo que sería su creación favorita: el
fonógrafo. Recubrió un cilindro con una lámina de cinc, colocó encima una aguja
flotante y conectó un receptor para transportar las ondas sonoras a la aguja y
desde la aguja. Finalmente, anunció que la máquina hablaría.
Aquello movió a risa a sus colaboradores, incluido el mecánico que
había construido la máquina según las especificaciones de Edison. Pero fue éste
quien rió el último. Mientras el cilindro recubierto de cinc giraba bajo la
aguja, Edison pronunció unas palabras en el receptor; luego colocó la aguja al
comienzo del cilindro y salieron las palabras que había pronunciado: «Mary had
a little lamb, its fleece was white as snow» (Mary tenía un corderito, de
lana tan blanca como la nieve.)
«Gott im Himmel», exclamó el mecánico que había construido la
máquina.
¡Una máquina que hablaba! El mundo entero quedó asombrado; no
había duda de que Edison era un mago, así que cuando a continuación anunció que
inventaría la luz eléctrica, todos le creyeron.
Pero esta vez Edison había subestimado las dificultades. Durante
un tiempo pareció que iba a fracasar, pues le costó un año y 50.000 dólares
comprobar que los hilos de platino no servían.
Tras cientos de experimentos halló lo que buscaba: un hilo que se
pusiera incandescente sin fundirse ni romperse. Y para eso ni siquiera hacía
falta un metal, bastaba un hilo de algodón carbonizado; un frágil filamento de
carbono.
El 21 de octubre de 1879 montó Edison uno de esos filamentos en
una bombilla, que lució ininterrumpidamente durante cuarenta horas. ¡Había
nacido la luz eléctrica! El día de Nochevieja de ese año se iluminó
eléctricamente la calle principal de Menlo Park, como demostración pública
Periodistas de todo el mundo acudieron a cubrir el acontecimiento y a
maravillarse ante el más grande inventor de la historia.
Aquel fue el auge de la vida de Edison. Nunca volvió a alcanzar
cotas parecidas, aunque siguió trabajando durante más de medio siglo. Aun así
patentó inventos cruciales que allanaron el camino del cinematógrafo y de toda
la industria de la electrónica. Hasta su muerte a los ochenta y cuatro años,
ocurrida el 18 de octubre de 1913, el taller de Edison fue un caudal inagotable
de inventos.
Quizá no sea preciso decir que Edison no fue un científico; tan
sólo descubrió un nuevo fenómeno, el efecto Edison, que patentó en 1883. El
efecto consistía en el paso de electricidad desde un filamento a una placa
metálica dentro de un globo de lámpara incandescente. El descubrimiento recibió
poco eco en su tiempo, y ni siquiera Edison prosiguió su estudio; pero fue el
germen de la válvula de radio y de todas las maravillas electrónicas de hoy.
El conocimiento abstracto no le interesaba; era un hombre práctico
que quería transformar descubrimientos teóricos en artilugios útiles.
Pero quizá tampoco sean los inventos en sí lo que hay que destacar
entre las aportaciones de Edison a nuestras vidas. Porque aunque es cierto que
hoy disfrutamos del fonógrafo, del cine, de la luz eléctrica, del teléfono y de
mil cosas más que él hizo posibles o a las que dio un valor práctico, hay que
admitir que, de no haberlas inventado él, otro lo hubiera hecho, tarde o temprano;
eran cosas que «flotaban en el aire».
No; Edison hizo algo más que inventar, y fue que dio al proceso de
invención un carácter de producción en masa. La gente creía antes que los
inventos eran golpes de suerte. Edison sacaba inventos por encargo y enseñó a
la gente que no eran cuestión de fortuna ni de conciliábulo de cerebros. El
genio, decía Edison, es un uno por ciento de inspiración y un noventa y nueve
por ciento de perspiración. Inventar exigía trabajar duro y pensar firme.
Y así es cómo la gente comenzó a habituarse a que los inventos y
los perfeccionamientos fueran lloviendo en la vida cotidiana como el fenómeno
más natural del mundo; se hizo a la idea del progreso material y empezó a dar
por descontado que los científicos, ingenieros e inventores no pararían de
encontrar maneras nuevas y mejores de hacer las cosas.
Es difícil decir cuál de los inventos de Edison fue su máxima
aportación. Su contribución a la ciencia fue la idea general de un progreso
continuo e inevitable, materializado gracias a esforzados investigadores que
trabajan en grupo o en solitario, con el objetivo de ensanchar el horizonte del
hombre.
Darwin y Wallace
Uno de los libros más asombrosos que jamás se hayan escrito
apareció en 1859, hace más de un siglo. Sólo se tiraron 1.250 ejemplares, y al
día siguiente de salir a la calle no quedaba ni uno en las librerías. Se
hicieron reimpresiones y desaparecieron con la misma celeridad.
El libro desató una enconada batalla de polémicas, donde fue
objeto de ataques y de defensas; pero, finalmente, se alzó con la victoria. El
libro es científico y no fácil de leer, y en algunos puntos está ya anticuado,
pero jamás perdió popularidad.
El título completo es Sobre el origen de las especies a través
de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha
por la vida. Hoy día lo conocemos sencillamente por El origen de las
especies. El autor era un naturalista inglés, de nombre Charles Robert
Darwin.
Charles Robert Darwin nació en Inglaterra, el 12 de febrero de
1809 (el mismo día que, en una lóbrega choza de los bosques americanos, nació
Abraham Lincoln). Darwin, a diferencia de Lincoln, nació en el seno de una
distinguida
familia, rodeado de comodidades. El padre y el abuelo de Darwin eran médicos, y
su abuelo Erasmus Darwin era también poeta y naturalista.
La educación académica de Darwin apuntó en un principio hacia la
Medicina, e incluso llegó a marchar a Edimburgo para iniciar su formación
médica. Pronto comprobó que aquello no le interesaba. Sin embargo, fue en
aquella época cuando conoció y trabó amistad con varios científicos y descubrió
que quería ser naturalista, como su abuelo.
Su vida dio el giro decisivo en 1831, cuando se enroló en el Beagle,
un buque que estaba haciendo un periplo de cinco años por todo el mundo
para explorar diversas costas y engrosar los conocimientos geográficos de aquel
entonces. Darwin se enroló en calidad de naturalista, encargado de estudiar la
vida animal y vegetal de lugares remotos.
La primera escala fue Tenerife, en las islas Canarias, y Brasil la
segunda. Darwin capturó allí insectos y ñandús (grandes aves que han perdido la
capacidad de vuelo). A medida que fueron bajando hacia el Sur observó que con
el cambio de clima también cambiaban los tipos de plantas y animales. En la
costa occidental de Sudamérica, donde el clima es distinto del de la oriental,
observó muchos tipos que sólo se daban allí, y no en la otra costa. Por otro
lado, desenterró esqueletos de animales fósiles que no eran iguales que los de
la actualidad.
Darwin observó una cosa curiosa acerca de las «especies». (Una
«especie» es una clase de planta o animal que sólo procrea entre individuos
pertenecientes a ella. Los perros y los zorros son especies distintas, por
ejemplo; pero en cambio no lo son los collies y los terrier.) Darwin observó
que en las islas Galápagos (un grupo de islas frente a la costa de Ecuador, en
Sudamérica) cada isla tenía su propia especie de pinzón (hoy se les sigue
llamando «pinzones de Darwin»). Encontró nada menos que 14 tipos, cada uno de
ellos ligeramente distinto de los demás. Unos tenían pico largo, otros corto,
poco fino algunos, curvado otros, etc.
¿Por qué cada islote tenía su propia especie? ¿Sería que en un
principio había una sola especie y que al vivir en islas distintas se había
ramificado en varias, cada una de ellas provista de un pico especialmente apto
para capturar el alimento (semillas, lombrices o insectos) de que se nutría ese
tipo concreto de pinzón? Una especie ¿podía transformarse en otra?
Tras abandonar las islas Galápagos, el Beagle cruzó el
Pacífico y recaló en diversos puertos e islas de Australia. Darwin se preguntó
por qué el canguro, el vombat y el valabi vivían sólo en Australia y en ninguna
otra parte, y lo explicó de la siguiente manera: Australia es una isla muy
grande que en tiempos formaba parte de Asia hasta que el nivel del mar subió y
la separó del continente. Al quedar así aislada, cambiaron los seres vivientes
de la isla y aparecieron nuevas especies. Darwin llegó así a la conclusión de
que las especies sí cambian.
Finalizado el viaje, Darwin dedicó muchos años a estudiar estos
cambios en las especies. Hasta aquel momento eran muy pocos los que creían en
la posibilidad de que una especie sufriera transformaciones, y nadie había
encontrado una razón convincente que explicara el cambio. Darwin necesitaba
hallar esa razón.
Hacia aquella época cayó en sus manos un libro famoso escrito por
un clérigo llamado T. R. Malthus. Malthus afirmaba que la población crecía
siempre más deprisa que los recursos alimenticios, de manera que siempre habría
algunos que morirían de hambre.
¡Claro! pensó Darwin. Todos los animales engendran muchas más
crías de las que pueden vivir con los recursos alimenticios disponibles.
Algunas tenían que morir para dejar el sitio a las demás. Y ¿cuáles morirían?
Evidentemente, las que fuesen menos aptas para vivir en su medio.
Para aclararlo un poco más, supongamos que llevamos cierto número
de perros a Alaska y otros tantos a Méjico. Los perros de Alaska que, por
casualidad, tuvieran un pelaje más espeso sobrevivirían mejor en el gélido
clima nórdico. Los perros de Méjico que hubiesen nacido con un pelaje ligero
soportarían mejor el clima caluroso. Al cabo de un tiempo sólo existirían
perros muy lanudos en Alaska y perros de poco pelo en Méjico, amén de otros
cambios debidos a otras diferencias ambientales. Al cabo de miles de años
habría tantas diferencias, que los dos grupos de perros ya no podrían cruzarse
entre sí. En lugar de una especie habría ahora dos. He ahí un ejemplo de lo que
Darwin llamó «selección natural».
En 1858, Darwin seguía trabajando en un libro que había empezado
en 1844. Los amigos le apremiaban, advirtiéndole que le iban a pisar la idea.
Pero a Darwin no había quién le metiera prisa... y en efecto, hubo quien se le
adelantó: Alfred Russel Wallace, inglés igual que Darwin, pero catorce años más
joven.
La vida de Wallace fue muy parecida a la de Darwin: su afición a
la naturaleza la tuvo desde pequeño y también participó en una expedición a
islas lejanas.
Wallace estuvo en la Sudamérica tropical y en las Indias
Orientales. Aquí observó que las plantas y animales que vivían en las islas más
al Este (las que continúan hasta Australia) eran completamente distintos de los
de las islas del Oeste (las que prosiguen hasta Asia). La línea entre los dos
tipos de vida era nítida y serpenteaba el archipiélago: hoy día se sigue
llamando «línea de Wallace».
En 1855, durante su estancia en Borneo, le vino la idea de que las
especies tenían que cambiar con el tiempo. Y, en 1858, empezó a reflexionar
también, igual que Darwin, sobre el libro de Malthus, llegando a la conclusión
de que los cambios tienen lugar por selección natural, que él llamó «la
supervivencia de los más aptos».
Pero había una diferencia entre Darwin y Wallace: después de
catorce años, el primero estaba trabajando aún en el libro, mientras que
Wallace, de otro talante, concibió la idea, se sentó a escribir y lo despachó
en dos días.
¿Y a quién diremos que envió Wallace el manuscrito para su lectura
y crítica? Al famoso naturalista Charles Darwin, naturalmente.
Cuando éste lo recibió se quedó de piedra: eran exactamente sus
mismas ideas, e incluso expresadas en un lenguaje parecido. Darwin era un
auténtico científico: aunque había trabajado durante tanto tiempo en la teoría
(y tenía testigos para demostrarlo), no trató de arrogarse el mérito.
Inmediatamente pasó la obra de Wallace a otros científicos de talla. Y ese
mismo año apareció en el Journal of the Linnaean Society un artículo
firmado por ambos.
Al año siguiente terminó finalmente Darwin su gran libro, El
origen de las especies, que el público esperaba ya con impaciencia.
La mayor laguna en el razonamiento de Darwin es que no sabía
exactamente cómo los padres transmitían sus caracteres a la descendencia, ni
por qué los descendientes diferían entre sí. La pregunta la contestó Mendel en
1865, sólo seis años después de publicarse el libro de Darwin; pero la obra de
Mendel permaneció inédita hasta 1900 (véase pág. 81). Darwin murió el 19 de
abril de 1882 y nunca llegó a conocer bien las leyes de la herencia. Wallace
vivió hasta 1913 y él sí conoció la obra de Mendel y de otros genetistas.
La gente suele decir que Darwin fue el creador de la «teoría de la
evolución», la teoría de que la vida comenzó en formas elementales, fue
cambiando lentamente, se hizo más compleja y desembocó, finalmente, en las
especies actuales.
Lo cierto es que él no fue su creador, porque muchos pensadores,
entre los que no puede dejarse de señalar al francés Jean Baptiste de Lamarck,
habían expuesto ya teorías parecidas (la de Lamarck es cincuenta años
anterior). Incluso el abuelo de Darwin tenía una de esas teorías, a la que
dedicó un largo poema.
La gran aportación de Darwin y Wallace consistió en elaborar la
teoría de la selección natural para explicar los cambios de las especies. Y
quizá algo más importante aún: Darwin presentó una cantidad ingente de pruebas
y razonamientos lógicos que respaldaban la teoría de la selección natural.
Una vez publicado el libro de Darwin, los biólogos tuvieron que
rendirse a la evidencia. Los cambios de las especies habían sido hasta entonces
simple especulación. A partir de 1859 hubo que aceptarlo como un hecho. Y así
sigue siendo.
La idea de Darwin Wallace revolucionó la concepción de los
biólogos: convirtió las ciencias de la vida en una sola ciencia. El hombre pasó
a ocupar el lugar que le correspondía en el esquema de la vida, pues también
él, como las demás especies, provenía de formas más elementales.
Marie y Pierre Curie
La joven pareja, Pierre y Marie Curie, comenzó por hacerse con una
tonelada de ganga de las minas de St. Joachimsthal, en Bohemia. Los dueños de
la mina no opusieron ningún reparo, pero les advirtieron que tendrían que
costear ellos el transporte hasta París.
La pareja pagó religiosamente y se quedó sin blanca.
El siguiente paso era encontrar un lugar dónde trabajar. Marie
daba clases en una escuela femenina, en cuyos terrenos había un cobertizo medio
derruido y abandonado. Preguntaron si podían utilizarlo y el director de la
escuela, encogiéndose de hombros, contestó: «Por mí...»
El techo tenía goteras, prácticamente no había calefacción y
tampoco manera de utilizar aparatos químicos decentes. Pero los Curie se
instalaron.
Los trozos de roca negra eran muestras de un mineral llamado
pechblenda, que contenía pequeñas cantidades de uranio. Hacía sólo dos años que
Henri Antoine Becquerel había descubierto que el uranio emite radiaciones
penetrantes.
Los Curie andaban, sin embargo, detrás de algo más que uranio.
Disolvieron trozos de pechblenda en ácidos, lo trataron con diversos productos
químicos y separaron algunos de sus elementos; de este modo dividieron la
pechblenda en fracciones, conservando aquéllas que contenían el material que
buscaban. Y lo que buscaban eran radiaciones más fuertes que las del uranio,
mucho más fuertes.
Combinaron las fracciones deseadas de diferentes lotes de
pechblenda y dividieron otra vez el material en fracciones más pequeñas.
Así pasaron semanas, meses, años... Un trabajo agotador. Pero las
fracciones eran cada vez más pequeñas y las radiaciones que emitían, cada vez
más fuertes.
En 1902, al cabo de cuatro años, la tonelada de pechblenda había
quedado reducida a un gramo de polvillo blanco: un compuesto de un nuevo
elemento que jamás había visto nadie hasta entonces. Sus radiaciones eran tan
intensas, que el recipiente de vidrio que lo contenía resplandecía en la
oscuridad.
Ese resplandor retribuía con creces los cuatro años de trabajo de
los Curie: habían escrito el fenómeno de la radiactividad en el mapa de la
ciencia, y con letras bien grandes.
Marie Sklodowska nació en Varsovia el 7 de noviembre de 1867.
Polonia no era por entonces un buen sitio para vivir, sobre todo para una joven
devorada por la curiosidad de aprender cosas sobre el mundo. Aquella parte de
Polonia estaba bajo el dominio de la Rusia zarista, que no fomentaba la
educación entre los polacos y ni siquiera permitía que las mujeres asistieran a
la universidad.
Pero Marie no conocía obstáculos. Al terminar la escuela
secundaria, consiguió libros prestados y empezó a estudiar química por su
cuenta. Trabajando de tutora e institutriz logró ahorrar dinero bastante para
enviar a una hermana suya a París, y en 1891 hizo ella lo propio. La
tradicional simpatía de los franceses hacia los polacos oprimidos era una
historia que se remontaba a los tiempos de Napoleón. Muchos polacos hallaron
refugio en París. Marie podía estar segura de encontrar amigos.
Pero, más que amigos, lo que necesitaba era una formación
universitaria, así que se matriculó en la universidad más famosa de Francia, la
Sorbona, y comenzó a estudiar todo lo que se le ponía por delante. Dormía en
áticos sin calefacción, y comía tan poco, que más de una vez se desmayó en
clase. Pero acabó siendo la número uno de la clase.
En 1894 le sonrió por segunda vez la suerte: conoció a un joven
llamado Pierre Curie y se enamoraron. Pierre tenía ya un nombre en la física:
él y su hermano Jacques habían descubierto que ciertos cristales, al someterlos
a presión, adquirían una carga eléctrica positiva en un lado y otra negativa en
el otro. Cuanto mayor era la presión, más grande era la carga. El fenómeno se
denomina «piezoelectricidad» (del griego piezein, presionar). Hoy día
encuentra aplicación en los micrófonos, radioreceptores y fonógrafos. Cualquier
radiotransmisor se mantiene en frecuencia gracias a un cristal piezoeléctrico.
Marie y Pierre se casaron en 1895. Marie, que estaba haciendo el
doctorado, obtuvo permiso para trabajar con su marido, de manera que ambos
combinaron trabajo y vida doméstica. Su primera hija, Irene, nació en 1897.
El mundo de la ciencia se hallaba por entonces al borde de una
revolución. El aire estaba cargado de ideas nuevas. Roentgen había descubierto
los rayos X. Becquerel había descubierto que la radiación de los compuestos de
uranio era capaz de descargar un electroscopio, y logró demostrar
cualitativamente que eran varios los compuestos de ese elemento que poseían tal
propiedad, aunque el instrumental de que disponía era demasiado tosco para
realizar mediciones cuantitativas precisas. El electrómetro diseñado por Pierre
Curie y su hermano Jacques, basado en la piezoelectricidad, podía medir
cantidades muy pequeñas de corriente. Marie Curie decidió utilizar el aparato
para estudiar cuantitativamente la radiación del uranio.
El principio era el siguiente: los rayos del uranio golpeaban
contra electrones de los átomos de aire y los expelían, dejando atrás «iones»
que eran capaces de transmitir una corriente eléctrica. Así pues, la intensidad
de los rayos del uranio cabía determinarla midiendo la cantidad de corriente
eléctrica que permitían al aire transportar. La corriente podía medirse
equilibrándola en uno de los cristales de Pierre, con diferentes presiones. A
una determinada presión, el cristal adquiría una carga suficiente para frenar
la corriente.
Marie Curie halló que la cantidad de radiación es siempre
proporcional al número de átomos de uranio, independientemente de cómo estén
combinados químicamente con otros elementos. Y descubrió que otro metal pesado,
el torio, también emitía rayos parecidos.
Apenas había cumplido los treinta y hacía sólo seis años que había
llegado a París, pero su nombre ya empezaba a sonar. Pierre, viendo claramente
que su joven y brillante esposa iba camino de convertirse en algo grande,
abandonó su línea de investigación y se unió a la de ella.
El metal de uranio se obtenía principalmente del mineral
pechblenda. Cuando los Curie necesitaban más uranio, tenían que extraerlo de un
trozo de mineral. Pero no sin antes comprobar que ese trozo tenía suficiente
uranio para que mereciera la pena, lo cual requería medir la radiactividad del
mineral.
Un buen día, en el año 1898, dieron con un trozo de pechblenda tan
radiactivo, que tendría que haber albergado más átomos de uranio en su seno que
los que realmente cabían.
Los Curie, asombrados, llegaron a la única conclusión posible: en
la pechblenda había elementos aún más radiactivos que el uranio. Y como
semejantes elementos no se conocían, tenía que tratarse de alguno que aún no se
hubiese descubierto. Por otro lado, jamás se habían observado elementos
extraños en la pechblenda, por lo
cual debían de hallarse presentes en cantidades muy
pequeñas. Y para que cantidades tan pequeñas mostraran tanta radiación, los
nuevos elementos tenían que ser muy, muy radiactivos. La lógica era aplastante.
Los
Curie comenzaron por fraccionar la pechblenda, sin perder la pista de la
radiactividad. Eliminaron el uranio y, tal y como esperaban, la mayor parte de
la radiactividad persistió. Hacia el mes de julio de ese año habían aislado una
traza de polvo negro que era 400 veces más radiactiva que el uranio; este
polvillo contenía un nuevo elemento que se comportaba como el telurio (un
elemento que no es radiactivo). Decidieron bautizar al nuevo elemento con el
nombre de «polonio», en honor de la patria de Marie.
Pero
con ello sólo quedaba explicada parte de la radiactividad, así que siguieron
fraccionando y trabajando sin tregua. En diciembre de ese año tenían una
preparación que era aún más radiactiva que el polonio: contenía un nuevo
elemento que poseía propiedades parecidas a las del bario, un elemento no
radiactivo que ya se conocía. Los Curie lo denominaron «radio».
Con
todo, incluso sus mejores preparaciones sólo contenían ligeras trazas del nuevo
elemento, cuando lo que necesitaban era una cantidad suficiente para verlo,
pesarlo y estudiarlo. En la pechblenda había tan poco de ese elemento, que
había que empezar con una cantidad muy grande de mineral. Así que los Curie se
procuraron otra tonelada y trabajaron durante otros cuatro años.
Marie
Sklodowska Curie presentó en 1903 su trabajo sobre la radiactividad como tesis
doctoral y recibió su título de doctora. Probablemente haya sido la tesis
doctoral más grande de la historia: ganó, no uno, sino dos Premios
Nobel. En 1903 se les concedió a ella y a Pierre, junto con Henri Becquerel, el
Nobel de Física por sus estudios de las radiaciones del uranio. Marie Curie
recibió en 1911 el de Química por el descubrimiento del polonio y del radio.
El
segundo premio lo recibió Marie en solitario; Pierre Curie había muerto
trágicamente en 1906 en un accidente, arrollado por un coche de caballos.
Marie
siguió trabajando. Tomó posesión de la cátedra de la Sorbona que había dejado
vacante Pierre y se convirtió en la primera mujer que enseñó en esta
institución. Trabajaba sin interrupción, estudiando las propiedades y peligros
de sus maravillosos elementos y exponiéndose ella misma a las radiaciones para
estudiar las quemaduras que producían en la piel.
En
julio de 1934, venerada por el mundo entero como una de las mujeres más grandes
de la historia, Marie Curie murió de leucemia, causada probablemente por la
continua exposición a las radiaciones radiactivas.
De
haber vivido un año más habría visto cómo se concedía el tercer Premio Nobel a
los Curie, esta vez a su hija Irene y a su yerno Frederic, que habían creado
nuevos átomos radiactivos y descubierto la «radiactividad artificial».
En
1946 se descubrió en la Universidad de California el elemento 96, al que se le
llamó «curio», en eterno honor de los Curie.
Roentgen
y Becquerel iniciaron, con el descubrimiento de radiaciones misteriosas, una
nueva revolución científica, semejante a la de Copérnico en 1500.
La
revolución copernicana la había puesto en escena Galileo con su telescopio. La
segunda también precisaba de un dramaturgo, alguien que sacara a las
radiaciones de las revistas científicas y las llevara a la primera plana de los
periódicos. Ese papel lo desempeñaron los Curie y su nuevo elemento, el radio.
No
hay duda de que su trabajo tuvo importancia científica (y también médica,
porque el radio y otros elementos parecidos sirvieron para combatir el cáncer).
Pero por encima de eso hay que decir que su labor fue inmensamente
espectacular: en parte porque en ella intervino una mujer, en parte por las
grandes dificultades que hubo que superar, y en tercer lugar por los resultados
mismos.
No
fueron los Curie, por sí solos, los que lanzaron a la
humanidad a la era del átomo; los trabajos de Roentgen, Becquerel, Einstein y
otros científicos fueron en este sentido de mayor importancia aún. Pero la
heroica inmigrante de Polonia y su marido crearon la expectativa de nuevos y
más grandes acontecimientos.
Albert Einstein
El 29
de marzo de 1919 tuvo lugar un eclipse de sol que estaba llamado a ser uno de
los más importantes de la historia de la humanidad. Los astrónomos de la Real
Sociedad de Astronomía de Londres habían aguardado ansiosamente durante años a
que llegara ese eclipse que les iba a permitir comprobar una nueva teoría
física, revolucionaria, propuesta cuatro años antes por un científico alemán
llamado Albert Einstein.
El
día del eclipse había un grupo de astrónomos en el norte de Brasil y otro en
una isla frente a las costas de África Occidental. Cámaras de gran precisión se
hallaban listas para entrar en acción y, en el momento del eclipse, tomar
fotografías; pero no del propio sol eclipsado, sino de las estrellas que
súbitamente aparecerían en el cielo oscurecido alrededor del sol.
Einstein
había dicho que la posición aparente de esas estrellas daría la sensación de
haber cambiado, que la masa del sol doblaría los rayos de luz estelar al pasar
a su lado. Aquello sonaba a imposible, porque la luz, que era algo inmaterial,
¿cómo iba a verse afectada por la masa del sol? Si Einstein tenía razón, habría
que retocar la imagen del universo que el gran Isaac Newton había construido
más de doscientos años antes.
Por
fin llegó el eclipse. Se hicieron las fotografías, se revelaron y se midieron
con sumo cuidado las distancias entre las imágenes de las estrellas y el sol y
entre una estrella y otra. Finalmente, se compararon estas mediciones con otras
hechas sobre un mapa estelar de la misma región, sólo que tomado de noche y sin
el sol en las cercanías.
No
había duda. Los astrónomos anunciaron los resultados: la atracción del sol
doblaba los rayos luminosos y los apartaba de la trayectoria rectilínea.
Einstein tenía razón. Una de las predicciones de su teoría estaba verificada.
Albert
Einstein nació en Alemania, el 14 de marzo de 1879. De niño tuvo problemas para
aprender a hablar, y sus padres llegaron a pensar que padecía retraso mental.
En la escuela secundaria no fue un estudiante brillante y se aburría con los
monótonos métodos de enseñanza que se utilizaban en aquel tiempo en Alemania;
así que no consiguió terminar sus estudios. En 1894 fracasó el negocio de su
padre y la familia marchó a Milán. El joven Einstein, quien ya mostraba afición
por la ciencia, partió para Zurich para matricularse en su famosa escuela
técnica, donde se puso de manifiesto su insólita aptitud para las matemáticas y
la física.
Cuando
Einstein se licenció en 1900 no consiguió un puesto docente en ninguna
universidad, pero tuvo la suerte de encontrar un empleo administrativo en la
oficina de patentes de Berna: no era lo que él quería, pero al menos tendría
tiempo para estudiar y pensar.
Y
había mucho sobre lo que pensar: la vieja estructura de la física, construida a
lo largo de siglos, estaba siendo reestudiada a la luz de los nuevos
conocimientos.
Los
físicos pensaban, por ejemplo, que la luz se propagaba por el espacio vacío.
Como la luz consistía en ondas, tenía que existir algo en el espacio que
sirviera de soporte a esas ondulaciones. Los físicos llegaron a la conclusión
de que el espacio estaba lleno de algo llamado «éter» y de que era la vibración
de éste lo que formaba las ondas luminosas.
Se
pensaba también que el movimiento verdadero de la tierra podía medirse tomando
como punto de referencia el éter: bastaría comparar la velocidad de la luz en
la dirección del movimiento de la tierra con su velocidad en la dirección
perpendicular (igual que se puede saber a qué velocidad baja un río si se mide
la velocidad a la que podemos remar a favor de la corriente y la comparamos con
la velocidad a la que podemos remar perpendicularmente a la corriente, cuando
no hay ayuda del agua).
Este
experimento lo realizaron con cuidado exquisito Albert A. Michelson y E. W.
Morley, dos científicos norteamericanos, en 1887. Y vieron con asombro que no
podían detectar diferencia alguna en la velocidad de la luz. ¿Habría algún
error?
El
descubrimiento y estudio de la radiactividad por Becquerel y los Curie ocasionaron
otra explosión. Elementos como el uranio, el torio y el radio emitían
cantidades ingentes de energía. ¿De dónde salía? La estructura entera de la
física se basaba en el hecho de que ni la materia ni la energía podían
destruirse ni crearse. ¿Habría que derribar todo el edificio de la física?
En
1905, a los veintiséis años, Albert Einstein publicó sus ideas acerca de todas
estas cuestiones. Supongamos —dijo— que la luz se mueve con velocidad constante
sea cual sea el movimiento de su punto de origen, como parecía demostrar el
experimento de Michelson-Morley. ¿Cuáles serían entonces las consecuencias?
Las
consecuencias las expuso con ayuda de unas matemáticas claras y directas. Según
Einstein, no podía existir movimiento absoluto ni falta absoluta de movimiento.
La Tierra se mueve de una cierta manera al comparar su posición espacial con la
del Sol; de otra distinta al compararla con la posición de Marte, pongamos por
caso. Es más, al medir longitudes, masas o incluso tiempos, el movimiento
relativo entre el objeto medido y el observador que mide influye en los
resultados de la comparación.
Materia y energía —dijo Einstein— eran aspectos diferentes de la
misma cosa. La materia se puede convertir en energía y la energía en materia.
Lo que sucedía en la radiactividad es que un trozo diminuto de materia se
transforma en energía; pero la cantidad de materia convertida es tan pequeña
que no puede pesarse con los métodos corrientes. En cambio, la energía creada
por ese trocito de materia era lo bastante grande para detectarla.
Todo aquello parecía violar el sentido común, pero el caso es que
las piezas encajaban perfectamente. Y además explicaba algunas cosas que los
científicos no acertaban a explicar de otra manera.
La fama que adquirió Einstein por sus teorías le valió en 1909 una
cátedra en la Universidad de Praga, y en 1913 fue nombrado director de un nuevo
instituto de investigación creado en Berlín, el Instituto de Física Kaiser
Wilhelm.
Dos años más tarde, en 1915, durante la Primera Guerra Mundial,
publicó un artículo que ampliaba sus teorías y exponía nuevas ideas acerca de
la naturaleza de la gravitación. Las teorías de Newton, según él, no eran
suficientemente precisas, y la imprecisión se ponía claramente de manifiesto en
la vecindad inmediata de grandes masas, como la del Sol.
Las teorías de Einstein explicaban la lenta rotación de la órbita
del planeta Mercurio (el más próximo al Sol), rotación que las teorías de
Newton no podían explicar; y predecían también que los rayos luminosos, al
pasar cerca del Sol, se apartarían de su trayectoria rectilínea. El eclipse de
1919 demostró que la predicción era correcta e inmediatamente se vio que
Einstein era el pensador científico más grande que había habido desde Newton.
Einstein recibió el Premio Nobel de Física en 1921, pero no por la
relatividad, sino por dar una explicación lógica del «efecto fotoeléctrico»,
resolviendo así el enigma de cómo la aplicación de luz era capaz de hacer que
los electrones saltaran de la superficie de ciertos materiales. También se le
premió por sus teorías del «movimiento browniano», el movimiento de partículas
diminutas suspendidas en un líquido o en el aire, fenómeno que venía intrigando
a los físicos desde hacía casi ochenta años.
Alemania vivió luego días muy aciagos. Adolf Hitler y los nazis
iniciaron la conquista del poder, propugnando una forma nueva y brutal de
antisemitismo; y Albert Einstein era judío. En enero de 1933, cuando los nazis
ganaron finalmente las elecciones, dio la casualidad de que Einstein se hallaba
en California; prudentemente decidió no regresar a Alemania, sino que marchó a
Bélgica. Los nazis confiscaron sus propiedades, quemaron públicamente sus
escritos y le expulsaron de todas las sociedades científicas alemanas.
Luego emigró a los Estados Unidos, donde fue bien acogido (en
virtud de un decreto especial adoptó en 1940 la ciudadanía norteamericana).
Einstein aceptó la invitación de trabajar en el Instituto de Estudios Avanzados
de Princeton, New Jersey.
Mil novecientos treinta y cuatro fue el año en que el físico
italiano Enrico Fermi comenzó a bombardear elementos con unas partículas
subatómicas recién descubiertas, llamadas «neutrones». Al bombardear uranio
observó resultados peculiares, pero no halló ninguna explicación satisfactoria.
(La importancia de este trabajo fue reconocida en 1938, cuando se le concedió a
Fermi el Premio Nobel de Física). Pocos años después, el químico Otto Hahn
descubría en Berlín que al bombardear uranio con neutrones se producían átomos
de aproximadamente la mitad de peso que los del uranio.
Lise Meitner y O. R. Frisch, dos físicos alemanes refugiados que
investigaban en Copenhague, dieron en 1938 una posible explicación del trabajo
de Hahn. Según ellos, cuando los neutrones chocaban contra los átomos de
uranio, algunos de éstos se partían en dos: el fenómeno recibió el nombre de
«fisión del uranio». La fisión del uranio liberaba mucha más energía que la
radiactividad ordinaria, y además liberaba neutrones que podían provocar nuevas
escisiones. El resultado podía
llegar
a ser la explosión más tremenda que jamás se había visto. El experimento de
Hahn demostró que la masa y la energía guardaban estrecha relación, tal y como
había predicho Einstein.
En enero de 1939 llegó el físico danés Niels Bohr a los Estados
Unidos para pasar varios meses en Princeton, donde tenía la intención de
estudiar diversos problemas con Einstein. Allí anunció las observaciones de
Hahn y la explicación de Frisch y Meitner. Su teoría llegó rápidamente a oídos
de Fermi, quien había huido de Italia (aliada por entonces con la Alemania de
Hitler) y trabajaba en la Universidad Columbia.
Fermi estudió el tema con los físicos John R. Dunning y George
Pegram, de Columbia, y decidió que Dunning realizara cuanto antes un
experimento para comprobar los resultados de Hahn y la teoría de Frisch y
Meitner. Trabajando contra reloj durante varios días, Dunning realizó el primer
experimento, de los efectuados en Estados Unidos, que demostraba la posibilidad
de escindir el átomo.
En el verano de 1939 se estudiaron con Albert Einstein todos estos
hallazgos. Einstein escribió entonces una carta al presidente Flanklin D.
Roosevelt, comunicándole que la bomba atómica era una posibilidad real y que no
debía permitirse que las naciones enemigas se adelantaran en su fabricación.
Roosevelt se mostró de acuerdo con Einstein y proveyó
inmediatamente fondos de investigación. La Era Atómica comenzaba a despuntar.
Albert Einstein murió el 18 de abril de 1955. Hasta ese mismo día
urgió al mundo a llegar a algún acuerdo que desterrara para siempre las guerras
nucleares.
Einstein fue el Newton de esa revolución científica que había
comenzado con Roentgen y Becquerel. Sus teorías permitieron a los científicos
predecir descubrimientos e investigarlos. Así ocurrió, por ejemplo, con la
fisión del uranio: en cuanto fue descubierta, se vio que las teorías de
Einstein ofrecían la posibilidad de la bomba y de la energía atómica.
Todo lo que en el futuro ocurra en torno a la energía atómica
—para bien o para mal— tuvo su origen en las ecuaciones que inventó un joven
empleado de la oficina de patentes para expresar la relación entre materia y
energía.
Rutherford y Lawrence
Ernest
Rutherford andaba detrás de caza mayor... o por lo menos era caza «mayor» en el
mundo de la ciencia, porque la pieza que quería cobrar era el diminuto átomo,
cuyo diámetro sólo alcanza algunas milmillonésimas de centímetro. La pregunta
era: ¿que había dentro de ese átomo?
Durante
un siglo los científicos habían creído que el átomo era la partícula más
pequeña que podía existir y que tenía la forma de una bola de billar. En la
última década del siglo pasado se descubrieron partículas aún más pequeñas y se
comprobó que los átomos radiactivos se desintegran y lanzan partículas
«subatómicas» en todas direcciones.
Rutherford,
para averiguar lo que ocultaba el minúsculo átomo, lo bombardeó con partículas
aún más pequeñas: con esas partículas subatómicas que los átomos radiactivos
dispersaban en todas las direcciones.
Estas
partículas eran tan pequeñas y se movían tan deprisa, que atravesaban láminas
finas de materia sin enterarse. Interponiendo una fina lámina de metal entre un
estrecho haz de partículas y una placa fotográfica, el haz dejaba un punto
oscuro en ésta después de atravesar la lámina. Rutherford notó en 1906 que el
metal tenía un extraño efecto: el punto oscurecido era difuso, como si algunas
de las partículas, al pasar por el metal, hubiesen sufrido una desviación.
Rutherford
y Hans Geiger, su ayudante, decidieron investigar en 1908 el fenómeno, lanzando
partículas contra un pan de oro de unas cuantas diezmilésimas de centímetro de
espesor; aun así, constituía un muro de 2.000 átomos de anchura. El
razonamiento de Rutherford era que si los átomos llenaban por completo el
espacio, las partículas no tendrían ninguna probabilidad de atravesar la
lámina.
Pero
las partículas sí pasaban; prácticamente todas llegaron al otro lado en línea
recta. Algunas, muy pocas, salían con cierto ángulo, como una bola de billar golpeada
de lado. Y una de cada 20.000 rebotaba incluso hacia atrás.
¿Cómo
podía ser eso? Rutherford diría más tarde que era como disparar un cañón contra
un papel de celofán y que la bala retrocediera hasta el cañón.
Finalmente
halló la explicación: la mayor parte del átomo era espacio vacío, a través del
cual podían pasar fácilmente las partículas subatómicas; pero en el centro de
cada átomo había un núcleo diminuto en el que se concentraba prácticamente toda
la masa del átomo. Este núcleo estaba rodeado por partículas que giraban
alrededor de él en órbitas, como los planetas.
Rutherford
fue así el primero en descubrir la estructura interna del átomo. Los
experimentos se realizaron en 1908; ese mismo año recibió el Premio Nobel de
Química, por trabajos que había realizado anteriormente, es decir, sus
aportaciones más importantes vinieron después de otorgársele el premio.
Ernest
Rutherford fue realmente un científico del Imperio Británico. Trabajó en Canadá
y en Inglaterra, pero nació en Nueva Zelanda, el 30 de agosto de 1871. En la
universidad, donde puso por primera vez de manifiesto su talento
para la física, obtuvo una beca de la Universidad de Cambridge. Allí estudió
con el gran científico británico J. J. Thomson.
Rutherford
trabajó primero en el campo de la electricidad y el magnetismo; pero en 1895
(el año en que aquél llegó a Inglaterra) Wilhelm Roentgen conmovió el mundo
científico con el descubrimiento de los rayos X. Thomson decidió inmediatamente
seguir por esa dirección, y Rutherford le acompañó encantado.
La
valía de Rutherford estaba ya por entonces fuera de toda duda, de manera que
cuando quedó una vacante en el claustro de profesores de la Universidad McGill
en Montreal, Thomson le recomendó. En 1898 salió Rutherford para Canadá.
Al
año siguiente descubrió que las sustancias radiactivas emitían por lo menos dos
clases de radiaciones; las llamó «rayos alfa» y «rayos beta», por las dos
primeras letras del alfabeto griego. Más tarde se comprobó que los dos rayos
eran chorros de partículas subatómicas. Los rayos alfa estaban compuestos de
partículas de gran masa, y Rutherford los utilizó posteriormente como
proyectiles para sondear el átomo. En 1903, él y un estudiante llamado
Frederick Soddy elaboraron las fórmulas matemáticas que describían la tasa de
desintegración de las sustancias radiactivas.
En
1908 había descubierto ya cómo detectar una a una las partículas subatómicas:
la partícula, al chocar contra una película de sulfuro de cinc, provocaba un
brevísimo destello. El sulfuro de cinc «centelleaba». Rutherford, con ayuda de
esta «pantalla de centelleo», podía seguir y contar cada partícula.
Con
los proyectiles que había descubierto y el contador que había fabricado, estaba
en condiciones de explorar el interior del átomo. Diez años más tarde consiguió
algo mucho más asombroso: utilizar sus proyectiles no en metales, sino en
gases.
Al
bombardear hidrógeno gaseoso con rayos alfa, éstos chocaban contra los núcleos
de los átomos de hidrógeno, compuestos de partículas elementales llamadas
«protones». Cuando los protones chocaban contra una pantalla de sulfuro de
cinc, se observaba un tipo especial de destello brillante. Si se bombardeaba
oxígeno, anhídrido carbónico o vapor de agua, no ocurría nada especial. Pero
cuando el blanco era nitrógeno, volvían a aparecer los centelleos
característicos de los protones.
¿De
dónde salían esos protones? Sólo había una respuesta posible: los rayos alfa,
al chocar contra el núcleo del átomo de nitrógeno, arrancaba protones del
mismo. El nitrógeno se transformaba así en un isótopo raro del oxígeno, y como
consecuencia de la reacción se observaba el protón. Rutherford fue el primero
en transmutar un elemento (nitrógeno) en otro (oxígeno): había conseguido
(1909) la primera reacción nuclear artificial.
Con
el paso de los años aumentó el número de investigaciones sobre la estructura
del átomo, para las cuales se necesitaban proyectiles subatómicos más rápidos y
en mayor cantidad. Los rayos alfa cumplían bien su propósito, pero no tenían
una energía suficientemente alta, mientras que las sustancias radiactivas que
emitían rayos alfa no eran fáciles de conseguir.
Los
científicos probaron con los protones, que podían obtenerse fácilmente a partir
del hidrógeno. Los protones no eran tan pesados como las partículas de los
rayos alfa, pero podían acelerarse hasta energías muy altas mediante un campo
eléctrico, mientras una serie de imanes mantenían a las partículas en la
trayectoria deseada. El hombre que mostró la mejor manera de hacerlo fue otro
Ernest: Ernest Orlando Lawrence, nacido en Cantón, Dakota del Sur, el 8 de
agosto de 1901.
Fue
en 1930, en la Universidad de California, cuando Lawrence empezó a estudiar el
problema de acelerar protones. La dificultad era que siempre acababan por
zafarse del dominio de los imanes que intentaban mantenerlos en la trayectoria
deseada. Había que hallar un modo de retenerlos dentro del instrumento hasta
que adquirieran suficiente velocidad para ser útiles. ¿Por qué no hacer que
giren en círculos?, pensó Lawrence.
Dicho
y hecho: colocando una serie de imanes de una cierta manera construyó
rápidamente un instrumento de fabricación casera. Los protones se veían
obligados a seguir una trayectoria circular, acelerando continuamente, hasta
salir finalmente despedidos del instrumento con una fuerza tremenda. Lawrence
llamó «ciclotrón» al aparato, por ser circulares las trayectorias que seguían
las partículas.
En
1931 se terminó de construir un ciclotrón más grande que el modelo original, a
un coste de 1.000 dólares y capaz de producir protones de más de un millón de
electrón-voltios de energía. Poco después, utilizando ciclotrones aún mayores,
se consiguió comunicar a las partículas energías de 100 millones de
electrón-voltios. Hoy día hay instalaciones, basadas en ese mismo principio del
ciclotrón, que pueden producir partículas del orden de miles de millones de
electrón-voltios de energía.
Los
primeros «proyectiles» de Rutherford habían sido mejorados increíblemente.
Ahora se podía destrozar un átomo y estudiar sus desechos como no se habría
podido ni soñar pocos años antes.
Rutherford
murió en 1937, pero llegó a ver el ciclotrón en funcionamiento. Lawrence vivió
lo suficiente para ver cómo su máquina enriquecía los conocimientos atómicos
hasta el punto de hacer de la energía atómica una realidad. Durante la década
de los cuarenta participó incluso en la investigación que desembocó en la
construcción de los primeros reactores nucleares. Dirigió un programa para
separar cantidades industriales del isótopo uranio-235 y producir el elemento
artificial plutonio. Los átomos de ambos podían escindirse en una reacción
continua que proporcionase energía útil o que diese lugar a la devastadora
explosión de una bomba atómica. Lawrence murió en 1958.
Mientras
la radiactividad fue sólo una propiedad insólita de ciertos elementos raros, su
importancia estuvo circunscrita a la física teórica y su influencia sobre las
actividades del hombre fue muy pequeña.
Lo
que hizo Ernest Rutherford fue transformar la radiactividad, de un mero
fenómeno, en una herramienta. Utilizó las partículas subatómicas como
proyectiles con los cuales romper el átomo y explorar el núcleo atómico.
Ernest
Lawrence inventó un instrumento mejor para hacer lo mismo. Como resultado del
trabajo de ambos, el interior del átomo reveló sus secretos en un plazo
increíblemente breve. Veintitrés años después de la primera reacción nuclear
artificial, la humanidad sabía ya cómo iniciar una de esas reacciones y tenerla
controlada como una especie de «horno» nuclear. Hace miles de años, el hombre
había aprendido, de manera muy parecida, cómo hacer fuego y servirse de él.
Las
conflagraciones nucleares pueden ser un gran peligro para la humanidad; pero lo
mismo puede decirse de las guerras convencionales. El hombre ha obtenido
beneficios ingentes del fuego, pese a sus peligros. ¿Será igual de sabio con
los fuegos nucleares que ahora tiene en su poder?
Robert Hutchings Goddard
La
gasolina se mezcló con el oxígeno líquido y ardió; el cohete ascendió tronando
por la atmósfera. Al cabo de poco tiempo se agotó el combustible, el cohete
siguió subiendo hasta un máximo y luego cayó.
La
escena no es Cabo Cañaveral, años cincuenta, sino una granja cubierta de nieve
en Auburn, Massachusetts. La fecha, el 16 de marzo de 1926. Un científico
llamado Robert Hutchings Goddard ensayaba el primer cohete de combustible
líquido que jamás salió disparado hacia los cielos.
El
cohete sólo subió a una altura de 61 metros y no alcanzó una velocidad superior
a los 90 kilómetros por hora; pero el experimento fue tan importante como el
vuelo del Kitty Hawk de los hermanos Wright, con la diferencia de que lo de
aquí no le importaba a nadie Goddard, que puso, él sólo, los fundamentos de la
cohetería norteamericana, siguió siendo un desconocido hasta el día de su
muerte.
Robert Goddard nació en Worcester, Massachusetts, en
1882. Se
doctoró por la Universidad Clark en 1911 enseñó en Princeton y volvió a
Clark en 1914. Allí comenzó a hacer experimentos con cohetes.
En
1919 escribió un pequeño libro de 69 páginas sobre la teoría de cohetes. El
título era Un método de alcanzar altitudes extremas. Durante la década
anterior, un ruso llamado Ziolkovsky había escrito sobre temas muy parecidos, y
no deja de ser un dato curioso que ya en aquella época Rusia y Norteamérica
compitieran en el campo de la cohetería, sin saberlo ninguna de las dos.
Goddard
fue el primero en poner en práctica la teoría. En 1923 probó su primer motor de
cohete, utilizando combustibles líquidos (gasolina y oxígeno líquido). En 1926
lanzó el primer cohete. Su mujer le hizo una fotografía junto al artefacto: era
un ingenio de 1,20 metros de alto, 15 centímetros de diámetro e iba sostenido
por un bastidor parecido a un taca-taca de niño. Ese fue el abuelo de los
grandes monstruos de Cabo Cañaveral.
Goddard
consiguió que la Smithsonian Institution le concediera algunos miles de dólares
para proseguir sus trabajos. En julio de 1929 lanzó un cohete algo mayor cerca
de Worcester, Massachusetts. El nuevo modelo alcanzó más velocidad y altura que
los anteriores; pero además llevaba a bordo un barómetro y un termómetro, así
como una cámara para fotografiar ambos instrumentos. Fue el primer cohete que
transportó instrumentos de medida.
Su
fama de «chalado» que pretendía llegar a la luna (lo cual le dolía, porque
detestaba la publicidad y lo único que le interesaba era estudiar la atmósfera
superior) le trajo luego problemas. Tras el lanzamiento de su segundo cohete
hubo llamadas a la policía, que le prohibió realizar ningún experimento más en
Massachusetts.
Tuvo
entonces Goddard la fortuna de que un filántropo llamado Daniel Guggenheim le
diera suficiente dinero para poder montar una estación experimental en un lugar
solitario de Nuevo Méjico, donde construyó cohetes aún más grandes y elaboró
muchas de las ideas que hoy siguen explotándose en este campo. Diseñó cámaras
de combustión de forma idónea y quemó gasolina
con oxígeno con el fin de que la rápida combustión sirviera para refrigerar las
paredes de la cámara. Inmediatamente vio que la raíz del problema era conseguir
velocidades de combustión muy rápidas con respecto al cuerpo del cohete.
Entre 1930 y 1935 lanzó cohetes que alcanzaron velocidades de
hasta 880 kilómetros por hora y alturas de 2,5 kilómetros, y diseñó sistemas de
guía y giroscopios para mantener el rumbo deseado.
Finalmente
patentó la idea de los cohetes de fases múltiples.
El gobierno norteamericano nunca llegó a interesarse en sus
trabajos; tan sólo le prestó apoyo durante la segunda guerra mundial, pero fue
para que diseñara pequeños cohetes que ayudaran a despegar a la aviación desde
el portaaviones.
Mientras tanto, un grupo de científicos construía en Alemania
grandes cohetes basados en los principios de Goddard; así llegaron al V-2, que,
de haber sido perfeccionado antes, podría haber dado la victoria a los nazis.
Cuando los expertos en cohetería alemanes llegaron a América
después de la guerra y les preguntaron sobre su ciencia, contestaron mudos de
asombro: pero ¿por qué no preguntan a Goddard?
Demasiado tarde; Goddard había muerto el 10 de agosto de 1945,
justo en el momento en que comenzaba a despuntar la Era Atómica.
Hoy día vivimos en plena época de los descubrimientos de Goddard.
Es imposible decir exactamente qué beneficios se derivarán de la conquista del
espacio, pero lo que es seguro es que enriquecerá los conocimientos del hombre.
Y también sabemos que cualquier incremento de los conocimientos ayuda a la
humanidad, a veces por caminos impensados. (Ha habido casos en que el mal uso
de los conocimientos ha perjudicado a la humanidad; pero eso es culpa de los
hombres, no del conocimiento.)
Sea cual sea el futuro de los cohetes, el hecho es que comenzó con
el pequeño cohete de Goddard, ése que se elevó 60 metros por encima de un campo
nevado de Auburn.